jueves, 1 de octubre de 2015

El vaquerito negro, un cuento de Ricardo Varela, Octubre de 2015

EL VAQUERITO NEGRO

        No hay duda, lo colgó junto al resto de la ropa. Si bien estaba algo oscuro, Sofía lo
sujetó con cuatro broches. El pronóstico anunciaba fuertes vientos y se podía volar.
       Ya por la mañana, al subir a la terraza con el sol de frente, encontró toda la ropa y un vacío.
        Mientras descendía la escalera con el paso ralentado, recordaba todo el día anterior.
 El canasto de la ropa sucia; la de color por un lado, la blanca por el otro, las diferentes texturas. Hizo tres lavados: con la camisa negra también puso el vaquero negro.
        “Una juventud llena de excesos, toda la temeridad en su persona”.
         No se resignó. Entró en la habitación y separó las cortinas para que la claridad fuera una          aliada. Revisó, una a una, las perchas. Lo hizo con premura; le faltaba el aire.                                                                              
         “Aquí no está... en esta tampoco, para qué busco”. Corrió con fuerza una hoja del placar. Ágiles correderas la desplazaron por una guía hasta el tope, como un tren sobre rieles. Se paralizó. Su sombra se estampó en la puerta blanca del placar que entonces volvió a mostrar las prendas. Lo
  recorrió con la mirada muy lentamente; ropa de verano, de invierno. “Nunca lo colgué”.
         Debajo de la cama, pensó, entonces se agachó y se metio ahí.El sol parecía clavado en el piso.    
         Herméticas, infinidad de partículas en sube y baja, se desprendían desde los haces de luz.
         Las medias lilas también faltaban hacía un tiempo y, entonces, allí, apelotonadas, descansaban en un rincón junto a la mesa de luz. “ Como aparecieron las medias ya va a aparecer ese bendito vaquero”.
         Salió de la habitación hacia la terraza. En puntas de pie su mirada fue hacia la vivienda lindante. Amplio fondo, plantas y un rectángulo como pileta. Un viejo pino sostenía el muro. Sobre él, vencida, descansaba una frondosa rama que, al mecerse, dejaba ver algo semejante a una prenda. No sería una tarea fácil. Con un muro tan alto y angosto, como desplazarse con comodidad.
         “Sofía, aquella que posee sabiduría”, refiere su origen griego.
         Decidida, subió al techo. Se deslizó lenta hasta posar sus pies en el muro.
         Cómo recorrerlo. “Extiendo los brazos, pasos largo o cortos”, “ quizás me siento y lo cabalgo”.
         Cada dos metros, a manera de postas, una columna. Un oasis ensanchaba el muro veinte centímetros y luego se volvía angosto. Cerca de cuatro metros la separaban del suelo. En torno, una enredadera de jazmines chinos se empecinaba en perfumar el sendero a recorrer. Toda una señal.
         Resuelta fue.







         Sofía, una equilibrista de brazos extendidos, hace tope con el taco del pie izquierdo en la punta del derecho; taco y punta, taco y punta. Le recuerda al pan y queso de su infancia. Las tardes de verano ociosas, de juegos y sueños dormidos, mientras oía a su padre contar historias, donde al fin siempre ganaban los buenos.
           “No quiso ver cuando se fue. Está llena de palabras que no pueden salir. Lo va a extrañar. Esas largas caminatas por la mañana, las tardes de lectura sobre el sillón”.
           Primera posta. La respiración de Sofía se entrecorta. El viento ondea sus cabellos y resiste.  
           Avanza nuevamente. Una vez en la segunda posta mejorará la vista.
           “Que somos seres finitos, que el deseo nos potencia, que cómo recuperarlo,” se repite en un rezo, mientras se acerca.
           Decepción. Una ligera llovizna acerca el adiós de pupilas lejanas.
           “La puta madre, no es”. No es ni lo será jamás.
           Y el vacío entre dos prendas, en la soga de colgar la ropa.