viernes, 6 de junio de 2014

Breves relatos para tirar al techo, junio de 2014

                Roberto Aguilar:

                                                Las breves eternidades

  Amigo te escribo urgente esta cartita:
                                                                Mañana puede que camine por la cornisa de la ventana. El pequeño valor que me falta tal vez lo obtenga con esta taza de café y la píldora con los colores del arco iris. Quizás resulte y este dolor terrible acabe. Quiero conocer el otro lado del edificio. Aquí nunca sabremos qué hacer con el cuerpo que nos reste. En mi país descubrieron la pastilla de la vida eterna, sin embargo dijeron que la de la eterna juventud es imposible formularla.
                                                 Te quiero. Siempre te quise mucho.
                                                                                                           Prometeo


                                                         El rabo
       Estaba en la calle. Para él el mundo no tenía tiempo, sólo un infinito espacio. Jugaba con su corto rabo de aquí para allá. Daba un montón de vueltas y de golpe se detenía. Lo miraba y nunca lo alcanzaba. Por un momento se mareó. Escuchó a lo lejos el ulular de una sirena. ¿Sería la poli?, ¿una ambulancia?, ¿los bomberos? De pronto, la argolla retraída de la punta de una soga de acero le apretó el cuello. Entonces, alguien lo agarró por la cola, lo levantó en el aire y lo tiró entre rejas con otros amigos y enemigos de diferentes tamaños. Volvía.
‘Sí, claro, a partir desea vez me hice hombre. Sentí un gran dolor en las sienes, sobre todo, en el cuerpo que a fuerza de latigazos comenzó a pensar: primero para atrás, después para adelante y más tarde hacia mis costados’.



                                                          Con sueño real

      Le apretaban su garganta dos manos de mujer. No sabía si era niño, viejo o joven. Sintió un dolor inmensurable en el corazón. Escuchó a lo lejos, entre la noche, el fuego de un revólver en los suburbios de su barrio. El ruido irrumpió en su cuarto. Las manos de la mujer dejaron de acogotarlo. Ahora estaba de rodillas. La punta de un látigo pegaba sobre su espalda. Le comía toda la piel. Así  era mejor. Los tiros en la soledad de la calle se apagaban. El chasquido de la vara de goma le entró en los oídos hasta su corazón. Entonces gritó en el medio del sueño: ‘¡Hacelo con las manos ¡Hacelo con las manos!’ La mujer lo hizo. Cuando estaba por exhalar el último aliento, despertó sobre una canoa en el medio del mar. Sólo así comenzó a amarla, a soñarla para siempre. Pero la canoa tenía un agujero y se inclinaba sobre el agua. Miró hacia el horizonte a la espera de una luz en la noche. La imagen de la mujer se borró entre las olas. Nadie venía a rescatarlo. Aguardó, pero sólo por un instante:
      El primer tiro del ladrón le entró por el pecho y le hundió la espalda en el colchón. El segundo por la cabeza.



                                                           El duelo
       Las espadas chocaban. El ruido de los metales sonaba sobre el puente y su eco se perdía en el oscuro bosque. Los dos contrincantes peleaban por su honor, dignidad, coraje y demás yerbas. Usaban máscaras. Los animales escucharon los sonidos de la muerte. Husmearon en el aire y supieron que aquella no era su hora. Todavía no había llegado. Entonces, con tranquilidad y parsimonia, se escondieron uno por uno detrás de los árboles y rocas del río a mirar el duelo. De pronto, pasó sobre el cielo azul una gaviota venida del distante mar. Al instante, los espadachines se sacaron las máscaras, se miraron a los ojos lagrimosos  y se rieron con tal locura que los animales salieron de sus escondites. Cabezas con cabezas, fijaron sus vistas entre sí, gruñeron, gritaron, se chiflaron el moño y se despedazaron. Ya nada volvió a ser lo mismo. La gaviota les había cagado en los ojos. Fin de la contienda.
                                                            

      

                                                    La casa del sol naciente
      Vivo en una casa muy pobre. Soy amigo de las ratas, piojos, hormigas y pulgas. Entra el sol y el viento por todos los agujeros del techo y de la pared. Los ruidos pasan por los intersticios de la madera hasta mi cuarto. Inclusive de noche se escucha el sonido de las estrellas. Es la única casa de 150 años que subsiste en la metrópolis en condiciones originales, sin restauración alguna. L agente la odia, dicen que denigra a la ciudad de Buenos Aires. Así que los amigos del barrio encontraron la solución: La quemaron conmigo adentro.
     Después de varios años,  todo quedó en el recuerdo. Pero si alguno en de la multitud se olvida de sus sueños y hastiado de la vida quiere recuperarlos, a  viene a buscarlos a este lugar. Al lugar donde todo es posible e imposible a la vez. Sólo hace falta que se recueste sobre la hierba quemada. Luego vengo yo, le pongo la mano en la frente y lo ayudo a morir y a vivir en la casa del sol naciente.



                                                 La casa de las siete puertas


Después de un año, la prensa y la policía abandonaron el caso. Pero antes die-ron a conocer el texto de la esquela. Decía: ‘Te amo mucho. No soporto tu desprecio, tu indiferencia, la voz de tu adiós eterno. Antes de irme, te encontraré. Seré el sol desconocido. El azogue del espejo invertido de tu mundo. El sol que dará luz a la noche de la séptima puerta de tu casa. En la otra orilla, volverás a ser mortal.’ ‘Inmortal’ firmó la vieja tía, debajo del cuadro antes de enterrarlo.


Querido lector:
       Aborrezco tu presunción de erudito, desmitificador de imágenes  y palabras secas como las piedras muertas de tu camino. Odio todo lo que corta mis alas de águila y así  odio parecerme cada más a vos: un avestruz con la cabeza enterrada cien metros bajo tierra. No te quiero, lector. Te odio como todo lo que se ha amado antes del adiós. Sos piel cautiva en la libertad de tus ojos desorbitados entre  pestañas, sos boca cerrada como la de un pez en lo profundo del océano. Están tus cejas abiertas a tu cerrado entrecejo.  Te puedo degustar, lector, desde aquí, con mi lengua larga como víbora, en una casuela de maris- cos, en la revuelta lenta del cucharón de madera entre el dulce de leche preparado por mí. Te puedo tocar entre una coma y un punto como entre corcheas y blancas. Siempre estarás allí: Odiado y amado por la escritura, vivo pero muerto por algún espacio al otro renglón. Siempre serás lo blanco que debe llenarse con negro, el olvido que atesora la noche, la sombra de una piedra donde poder esculpir una pirámide. La cara visible que no se ve. Y, por sobre todas las cosas, son tus luces ignoradas (ni siquiera las puedo ver) por la misma piel de tu memoria seca, desplegada en el cuento, la novela, el relato y el poema sin la firma de ningún autor. No, no la quiero, no quiero los sellos como los querés vos. No te quiero, lector: sos el mentiroso agazapado que pide redención detrás de otro mentiroso. Te aborrezco como odio a la moral, a la cárcel, a las lagartijas de la buena educación. Es decir: con todo mi corazón. Pero te respeto cuando hacés un poquito de silencio en el medio de la lectura. Sólo entonces, como un par mío, un cielo invertido a la sombra de los caminos, un espacio sin fronteras donde la sangre fluye por tus dedos y los míos -darán vuelta la página hacia la próxima, sombreada por nuestras sonrisas-, sólo entonces, por un ratito de eternidad, podés ser mi amigo.  



                                                         Abecedario

       Había una vez un rincón limpio y ordenado en la vereda donde José podía aprender
a leer. Dormía de noche en un zaguán y de día preparaba la silla y la mesa al lado de un
almacén. Allí se ponía a deletrear las primeras lecciones del castellano. Quería salir del analfabetismo. Cuando dijo: a de amor, b de bueno, c de casa, d de duende, se le acercó Mefistófeles y le imploró: ‘Ven conmigo. Te daré las más lindas mujeres, los más ricos vinos, viajarás y tendrás mucho dinero’. Entonces él respondió: a de asesino, b de bolu- do, c de cagador, d de demonio. Se subió al asiento trasero de la Kawasaki de su nuevo amigo y se fue.    



                                                          Sobre el puente

      Su amor se había ido. La extrañaba día y noche. Por su culpa se había vuelto muy pobre. Unas veces pensaba que le había tendido una trampa y la maldecía por toda la eternidad. Otras veces recordaba: ‘Ella no era de estas tierras y con toda razón se sentía mal aquí, a disgusto, como una exiliada. Me alegro que haya cruzado el puente. La perdono, la perdono.’ Pero cuando las veces se hacían minutos y después segundos, sus decisiones de perdón y odio se entremezclaban s sin distinción. Un domingo nublado sin día y sin noche, cuando estaba a punto de enloquecer, vino una prostituta y se lo llevó. Sobre un puente, ella le dio su sexo. Él se sintió satisfecho de que el infierno entonces fuera artificial y no real como antes. Podía entonces él decir adiós a la nueva mujer y sin costo alguno. Pero al final del puente, la puta lo hizo desaparecer del aire, del mundo, con un sólo golpe de sus brazos. El desamorado cayó al agua junto al grueso salivazo de una boca roja.   




                                                                Traición

            Antes del sueño

       -¿Mamá, estás ahí?
       -Síii, m’hijo. Aquí estoy.
       -Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, la virgen María y el espíritu Santo.
       - Que así sea, m’hijo. Dormí tranquilo

           Durante el sueño

        -¿Papá, estás ahí?
        - Sí, m’hijo. Aquí estoy.
        -Satán, rey de los cautivos: te pido el fuego, la tempestad, la lujuria y la locura por   
         siempre, mi Señor.      
         -Que así sea, m’hijo. Soñá tranquilo.




                                                        Streap tease


      Cuando Tso-Se se enteró que al otro día sus compatriotas la iban a ejecutar, se dirigió a la escollera. Desató los botones de su tapado y empezó a correr con sus altos tacos rosas hacia la punta de la gran roca Mo. El frío era tal que cuando escupió al viento, el gargajo se hizo piedra. Su cuerpo tomó calor en la corrida. Al llegar a la punta balanceó sus caderas y, como si una multitud de gente sentada sobre las olas del mar la hubiera estado viendo, se sacó el abrigo y en forma lenta su corpiño mientras el viento la envolvía como una larga víbora roja del amanecer. El torbellino abrió sus fauces y la picó en su sexo volado de pendejos negros. Tso-Se se calentó más y continuó con el ritmo pausado de su baile de piernas flacas y desnudas. Agachada, los brazos largos tocaron sus rodillas. Su culo endemoniado y redondo, por donde se enroscaba y meneaba la víbora de aire al son del rugido de las olas, pegó contra la escollera. Poco a poco sus pies blancos se acercaron juntitos al vacío. Se balancearon entre la roca y la caída de la corriente. Pero tan grande fue la fiesta del mal tiempo, del rocío del mar en Zig-zag por sus tetas como gaviotas rosadas, que  el viento de música salvaje la voló por el cielo hasta tierra firme. Tso-Se cayó  frente al primer tanque de guerra de la Corea del Norte. Cayó parada, tan parada como las pijas de los soldados amarillos que detuvieron por un momento sus decenas de carros de acero ante la vista fantasmal de la prostituta. De cara al sol naciente, de cara al resplandor de los metales, ella contorneó por última vez su cintura de odalisca del aire en defensa de su amada Corea del Sur.



                                                           

                 Víctor Dupont:

HERMENÉUTICA
 

            La nota de un Memorioso Revisionista dice, al pie del papiro: “Versiones más blasfemas, aunque apócrifas, sentencian que el eructo fue de algún Gigante o Cíclope goloso de dentro del volcán. Sin olvidar el detalle de las carcajadas de fuego de Hefesto, que andaba divirtiéndose en su morada con el espectáculo de un sabio en llamas.”
Empédocles ardió, ardió cruelmente. Él, que dijo “Amor reúne, Discordia separa”. Él, que prometió volver y ser millones.  
Al observar el calzado intacto y sabio, los hombres dijeron:
El volcán del Etna erutó´ la sandalia del filósofo.



Luisa Lucchetta:

DEDO DEL MEDIO


“Levantate que llegás tarde, estudiá, tenés que levantar un montón de notas, te anoté en un curso de carpintería,¡cómo que ya no vas a taekwondo!, vago, ¡llegá a horario al psicólogo, alguna vez!, ¡No le contestes así a tu madre!, hoy tenés inglés, bañate, no seas sucio, ¿ otra vez te manchaste la remera con salsa?, tenés que terminar la secundaria, no veo la hora que empieces a laburar, ¿ya rompiste las zapatillas?, el hijo de Porota, la peluquera, es abanderado otra vez, ¡Qué bien le salió el hijo!, volvé temprano, ¡de nuevo, plata , te di ayer!, ¡contestá el celular, por Dios! 
Dibujó su nombre, tan grande como el murallón, celeste, rosa, cromo, iluminado con estrellas blancas, lo contorneó con negro.
            El policía, a su vez, dibujó los moretones.
Durmió en el correcional, junto a algunos rateros y un par de homicidas, recién estrenados.
                Sus padres están libres, o eso creen.


Norma Francomano:

 LA GRIETA
La grieta, entre el tren y el andén, está llena de seres y objetos diversos, acumulados. Se acompañan en medio de la tierra, el hollín y la grasa. Los envoltorios de golosinas ponen la  nota de color, el sonido crujiente, que invita. Allí, parado en el borde, el poeta se pregunta: ¿ser o no ser? Una mano lo sujeta. La turba lo empuja hacia dentro del coche. Él escribe luego su obvio poema. “Al filo de la…, no, Al borde del…no, Entre la vida y la …no, Sinfonía inconcl…” sugieren, alborotados, los habitantes de la grieta.


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