Las breves eternidades
Amigo
te escribo urgente esta cartita:
Mañana puede que camine por la cornisa de la ventana. El pequeño valor
que me falta tal vez lo obtenga con esta taza de café y la píldora con los
colores del arco iris. Quizás resulte y este dolor terrible acabe. Quiero
conocer el otro lado del edificio. Aquí nunca sabremos qué hacer con el cuerpo
que nos reste. En mi país descubrieron la pastilla de la vida eterna, sin
embargo dijeron que la de la eterna juventud es imposible formularla.
Te quiero. Siempre te quise mucho.
Prometeo
El rabo
Estaba
en la calle. Para él el mundo no tenía tiempo, sólo un infinito espacio. Jugaba
con su corto rabo de aquí para allá. Daba un montón de vueltas y de golpe se
detenía. Lo miraba y nunca lo alcanzaba. Por un momento se mareó. Escuchó a lo
lejos el ulular de una sirena. ¿Sería la poli?, ¿una ambulancia?, ¿los
bomberos? De pronto, la argolla retraída de la punta de una soga de acero le
apretó el cuello. Entonces, alguien lo agarró por la cola, lo levantó en el
aire y lo tiró entre rejas con otros amigos y enemigos de diferentes tamaños. Volvía.
‘Sí, claro, a
partir desea vez me hice hombre. Sentí un gran dolor en las sienes, sobre todo,
en el cuerpo que a fuerza de latigazos comenzó a pensar: primero para atrás, después
para adelante y más tarde hacia mis costados’.
Con sueño real
Le
apretaban su garganta dos manos de mujer. No sabía si era niño, viejo o joven. Sintió
un dolor inmensurable en el corazón. Escuchó a lo lejos, entre la noche, el
fuego de un revólver en los suburbios de su barrio. El ruido irrumpió en su
cuarto. Las manos de la mujer dejaron de acogotarlo. Ahora estaba de rodillas.
La punta de un látigo pegaba sobre su espalda. Le comía toda la piel. Así era mejor. Los tiros en la soledad de la calle
se apagaban. El chasquido de la vara de goma le entró en los oídos hasta su
corazón. Entonces gritó en el medio del sueño: ‘¡Hacelo con las manos ¡Hacelo
con las manos!’ La mujer lo hizo. Cuando estaba por exhalar el último aliento,
despertó sobre una canoa en el medio del mar. Sólo así comenzó a amarla, a
soñarla para siempre. Pero la canoa tenía un agujero y se inclinaba sobre el
agua. Miró hacia el horizonte a la espera de una luz en la noche. La imagen de
la mujer se borró entre las olas. Nadie venía a rescatarlo. Aguardó, pero sólo
por un instante:
El
primer tiro del ladrón le entró por el pecho y le hundió la espalda en el
colchón. El segundo por la cabeza.
El duelo
Las espadas chocaban. El ruido de los metales sonaba sobre el puente y
su eco se perdía en el oscuro bosque. Los dos contrincantes peleaban por su
honor, dignidad, coraje y demás yerbas. Usaban máscaras. Los animales
escucharon los sonidos de la muerte. Husmearon en el aire y supieron que
aquella no era su hora. Todavía no había llegado. Entonces, con tranquilidad y
parsimonia, se escondieron uno por uno detrás de los árboles y rocas del río a
mirar el duelo. De pronto, pasó sobre el cielo azul una gaviota venida del
distante mar. Al instante, los espadachines se sacaron las máscaras, se miraron
a los ojos lagrimosos y se rieron con
tal locura que los animales salieron de sus escondites. Cabezas con cabezas,
fijaron sus vistas entre sí, gruñeron, gritaron, se chiflaron el moño y se despedazaron. Ya nada volvió a
ser lo mismo. La gaviota les había cagado en los ojos. Fin de la contienda.
La casa del sol naciente
Vivo en una casa muy pobre. Soy amigo de las ratas, piojos, hormigas y
pulgas. Entra el sol y el viento por todos los agujeros del techo y de la
pared. Los ruidos pasan por los intersticios de la madera hasta mi cuarto.
Inclusive de noche se escucha el sonido de las estrellas. Es la única casa de
150 años que subsiste en la metrópolis en condiciones originales, sin
restauración alguna. L agente la odia, dicen que denigra a la ciudad de Buenos
Aires. Así que los amigos del barrio encontraron la solución: La quemaron
conmigo adentro.
Después
de varios años, todo quedó en el
recuerdo. Pero si alguno en de la multitud se olvida de sus sueños y hastiado
de la vida quiere recuperarlos, a viene
a buscarlos a este lugar. Al lugar donde todo es posible e imposible a la vez.
Sólo hace falta que se recueste sobre la hierba quemada. Luego vengo yo, le pongo
la mano en la frente y lo ayudo a morir y a vivir en la casa del sol naciente.
La casa de las siete
puertas
Después de un año,
la prensa y la policía abandonaron el caso. Pero antes die-ron a conocer el
texto de la esquela. Decía: ‘Te amo mucho. No soporto tu desprecio, tu
indiferencia, la voz de tu adiós eterno. Antes de irme, te encontraré. Seré el
sol desconocido. El azogue del espejo invertido de tu mundo. El sol que dará
luz a la noche de la séptima puerta de tu casa. En la otra orilla, volverás a
ser mortal.’ ‘Inmortal’ firmó la vieja tía, debajo del cuadro antes de
enterrarlo.
Querido lector:
Aborrezco tu presunción de erudito, desmitificador de imágenes y palabras secas como las piedras muertas de
tu camino. Odio todo lo que corta mis alas de águila y así odio parecerme cada más a vos: un avestruz con
la cabeza enterrada cien metros bajo tierra. No te quiero, lector. Te odio como
todo lo que se ha amado antes del adiós. Sos piel cautiva en la libertad de tus
ojos desorbitados entre pestañas, sos
boca cerrada como la de un pez en lo profundo del océano. Están tus cejas
abiertas a tu cerrado entrecejo. Te
puedo degustar, lector, desde aquí, con mi lengua larga como víbora, en una
casuela de maris- cos, en la revuelta lenta del cucharón de madera entre el
dulce de leche preparado por mí. Te puedo tocar entre una coma y un punto como
entre corcheas y blancas. Siempre estarás allí: Odiado y amado por la escritura,
vivo pero muerto por algún espacio al otro renglón. Siempre serás lo blanco que
debe llenarse con negro, el olvido que atesora la noche, la sombra de una
piedra donde poder esculpir una pirámide. La cara visible que no se ve. Y, por
sobre todas las cosas, son tus luces ignoradas (ni siquiera las puedo ver) por
la misma piel de tu memoria seca, desplegada en el cuento, la novela, el relato
y el poema sin la firma de ningún autor. No, no la quiero, no quiero los sellos
como los querés vos. No te quiero, lector: sos el mentiroso agazapado que pide
redención detrás de otro mentiroso. Te aborrezco como odio a la moral, a la
cárcel, a las lagartijas de la buena educación. Es decir: con todo mi corazón. Pero
te respeto cuando hacés un poquito de silencio en el medio de la lectura. Sólo
entonces, como un par mío, un cielo invertido a la sombra de los caminos, un
espacio sin fronteras donde la sangre fluye por tus dedos y los míos -darán
vuelta la página hacia la próxima, sombreada por nuestras sonrisas-, sólo entonces,
por un ratito de eternidad, podés ser mi amigo.
Abecedario
Había una vez un rincón limpio y ordenado en la vereda donde José podía
aprender
a leer. Dormía de noche en un zaguán y de día
preparaba la silla y la mesa al lado de un
almacén. Allí se ponía a deletrear las
primeras lecciones del castellano. Quería salir del analfabetismo. Cuando dijo:
a de amor, b de bueno, c de casa, d de duende, se le acercó Mefistófeles y le imploró:
‘Ven conmigo. Te daré las más lindas mujeres, los más ricos vinos, viajarás y tendrás
mucho dinero’. Entonces él respondió: a de asesino, b de bolu- do, c de cagador,
d de demonio. Se subió al asiento trasero de la Kawasaki de su nuevo
amigo y se fue.
Sobre el puente
Su
amor se había ido. La extrañaba día y noche. Por su culpa se había vuelto muy
pobre. Unas veces pensaba que le había tendido una trampa y la maldecía por
toda la eternidad. Otras veces recordaba: ‘Ella no era de estas tierras y con
toda razón se sentía mal aquí, a disgusto, como una exiliada. Me alegro que
haya cruzado el puente. La perdono, la perdono.’ Pero cuando las veces se
hacían minutos y después segundos, sus decisiones de perdón y odio se entremezclaban
s sin distinción. Un domingo nublado sin día y sin noche, cuando estaba a punto
de enloquecer, vino una prostituta y se lo llevó. Sobre un puente, ella le dio su
sexo. Él se sintió satisfecho de que el infierno entonces fuera artificial y no
real como antes. Podía entonces él decir adiós a la nueva mujer y sin costo
alguno. Pero al final del puente, la puta lo hizo desaparecer del aire, del
mundo, con un sólo golpe de sus brazos. El desamorado cayó al agua junto al
grueso salivazo de una boca roja.
Traición
Antes del sueño
-¿Mamá, estás ahí?
-Síii, m’hijo. Aquí estoy.
-Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, la virgen María y el espíritu
Santo.
-
Que así sea, m’hijo. Dormí tranquilo
Durante el sueño
-¿Papá, estás ahí?
- Sí, m’hijo. Aquí estoy.
-Satán, rey de los cautivos: te pido el
fuego, la tempestad, la lujuria y la locura por
siempre, mi Señor.
-Que así sea, m’hijo. Soñá tranquilo.
Streap tease
Cuando Tso-Se se enteró que al otro día
sus compatriotas la iban a ejecutar, se dirigió a la escollera. Desató los
botones de su tapado y empezó a correr con sus altos tacos rosas hacia la punta
de la gran roca Mo. El frío era tal que cuando escupió al viento, el gargajo se
hizo piedra. Su cuerpo tomó calor en la corrida. Al llegar a la punta balanceó
sus caderas y, como si una multitud de gente sentada sobre las olas del mar la hubiera
estado viendo, se sacó el abrigo y en forma lenta su corpiño mientras el viento
la envolvía como una larga víbora roja del amanecer. El torbellino abrió sus
fauces y la picó en su sexo volado de pendejos negros. Tso-Se se calentó más y
continuó con el ritmo pausado de su baile de piernas flacas y desnudas.
Agachada, los brazos largos tocaron sus rodillas. Su culo endemoniado y
redondo, por donde se enroscaba y meneaba la víbora de aire al son del rugido
de las olas, pegó contra la escollera. Poco a poco sus pies blancos se
acercaron juntitos al vacío. Se balancearon entre la roca y la caída de la
corriente. Pero tan grande fue la fiesta del mal tiempo, del rocío del mar en
Zig-zag por sus tetas como gaviotas rosadas, que el viento de música salvaje la voló por el
cielo hasta tierra firme. Tso-Se cayó frente al primer tanque de guerra de la Corea del Norte. Cayó
parada, tan parada como las pijas de los soldados amarillos que detuvieron por
un momento sus decenas de carros de acero ante la vista fantasmal de la
prostituta. De cara al sol naciente, de cara al resplandor de los metales, ella
contorneó por última vez su cintura de odalisca del aire en defensa de su amada
Corea del Sur.
Víctor Dupont:
HERMENÉUTICA
La nota de un Memorioso Revisionista
dice, al pie del papiro: “Versiones más blasfemas, aunque apócrifas, sentencian
que el eructo fue de algún Gigante o Cíclope goloso de dentro del volcán. Sin
olvidar el detalle de las carcajadas de fuego de Hefesto, que andaba
divirtiéndose en su morada con el espectáculo de un sabio en llamas.”
Empédocles ardió, ardió cruelmente. Él, que dijo “Amor reúne, Discordia
separa”. Él, que prometió volver y ser millones.
Al observar el calzado intacto y sabio, los hombres dijeron:
El volcán del Etna erutó´
la sandalia del filósofo.
Luisa Lucchetta:
DEDO DEL MEDIO
“Levantate que
llegás tarde, estudiá, tenés que levantar un montón de notas,
te anoté en un curso de carpintería,¡cómo
que ya no vas a taekwondo!, vago, ¡llegá a horario al psicólogo,
alguna vez!, ¡No le contestes así a tu madre!, hoy tenés inglés, bañate, no seas sucio, ¿ otra vez te manchaste la remera
con salsa?, tenés que terminar la secundaria, no
veo la hora que empieces a laburar,
¿ya rompiste las zapatillas?,
el hijo de Porota, la peluquera, es abanderado otra vez, ¡Qué bien le salió el
hijo!, volvé temprano,
¡de nuevo, plata , te di ayer!, ¡contestá el celular, por
Dios!
Dibujó su
nombre, tan grande como el murallón, celeste, rosa, cromo, iluminado con
estrellas blancas, lo contorneó con negro.
El policía, a su vez, dibujó los moretones.
El policía, a su vez, dibujó los moretones.
Durmió en el
correcional, junto a algunos rateros y un par de homicidas, recién estrenados.
Sus padres están
libres, o eso creen.
Norma Francomano:
LA GRIETA
La grieta, entre el tren y el andén, está llena
de seres y objetos diversos, acumulados. Se acompañan en medio de la tierra, el
hollín y la grasa. Los envoltorios de golosinas ponen la nota de color, el sonido crujiente, que
invita. Allí, parado en el borde, el poeta se pregunta: ¿ser o no ser? Una mano
lo sujeta. La turba lo empuja hacia dentro del coche. Él escribe luego su obvio
poema. “Al filo de la…, no, Al borde del…no, Entre la vida y la …no, Sinfonía
inconcl…” sugieren, alborotados, los habitantes de la grieta.
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