Una mancha
Por suerte el
sol comienza a asomarse, sus rayos tenues apagan las estrellas una a una. Sonríe
al imaginarlo como una especie de farolero celeste, brazos extendidos,
exhalaciones fogosas hacia cada punto luminoso. Esta vez, a diferencia de los días
anteriores poblados de algodón, no hay nubes a la vista. El cielo, diáfano,
muestra destellos rojizos; apenas algunos hilos de bruma, retoques agrisados, casi
restos de la noche. No le preocupa la predicción de calor, para cuando el sol apriete
habrá terminado su tarea. Por ahora, agradece algo de calidez. Se esfuerza en
no tiritar, si bien no hace frío, la humedad matinal hace que la ropa se
empaste un poco y no cumpla su función.
El disgusto
acicatea su garganta, con una notable lentitud sorbe por una pajita tragos de
agua bastante fresca pese al tiempo transcurrido. Nadie acudió a la cita. Es
cierto que todavía no amaneció, aún hay esperanzas; de todos modos siente a la
amargura invadir su cuerpo, desea tanto que se produzca el encuentro.
La brisa mueve
los altos pastos en los que está sentado, llegan a taparlo casi del todo,
parece una mancha amarronada. No sabe si debería mecerse al compás del viento.
Ha intentado estilizarse como una brizna, lograr su plasticidad, hacerse verde
claro.
Nadie acudió a
la cita. Es la tercera noche que permanece a la espera. Bañó su cuerpo en
repelente de insectos, se instaló con una buena provisión de agua –aunque la
administró para no tener urgencias que lo distrajeran de su tarea-, su cámara
nocturna, su libreta de notas. ¿Será que eligió un mal lugar? Está cerca de una
laguna en un pastizal extenso. La clave es lograr disolverse en el ambiente,
transformarse en una gota de rocío, en uno de los tantos insectos que zumban
laboriosos, en un grano de tierra rojiza.
Lo más difícil
es quedarse quieto. Tuvo que tomar unas clases de meditación. Al principio le
picaba el cuerpo, se le entumecían las piernas. No aguantaba más de una hora. Pero
todo fuera por ese momento magnífico. Cada vez que recuerda alguno se estremece.
Le sucedió aquella vez que un grupo de delfines lo sorprendió cerca de Puerto
Pirámide. Primero lo vio el que manejaba la lancha, le dijo: “¡Delfines a la
derecha!”. En un segundo se tiró al mar, veía y, sobre todo, sentía a la vida
que pasaba como una tromba marina; decenas de delfines nadaban en círculos a su
alrededor. Él era un concurrente privilegiado. Un instante íntimo con la vida
más allá de los humanos.
Pero en la
tierra no suceden esos encuentros casuales, para lograrlos hay que ser muy
pacientes.
El sol avanzó un
poco, ahora los destellos son amarillentos. Apenas la punta del círculo dorado
asoma por el horizonte. Los pájaros empiezan a poblar el aire con cantos,
gritos y chillidos. Sin embargo, los pájaros no se ocultan, protegidos por su
capacidad de volar no temen a los hombres. Él busca seres discretos,
reservados, esos seres que se ocultan de la mirada humana y le traen noticias
de un mundo misterioso.
Hace ya un
tiempo siente deseos de orinar. Si cede a su necesidad toda la espera habrá sido
en vano. Sólo debe aguantar una hora más. Para acceder a un momento único hay
que pagar su precio. Además, si logra sacar una buena foto, podría ver cómo
publicarla. Aunque no es eso lo que más le importa, eso ya pertenece al mundo
de los humanos y sus vanas pretensiones.
Una liebre pasa
a la carrera a un par de metros de su escondite. No le genera mucha
expectativa. Las liebres son solitarias, difícil que un predador se presente. Sin
embargo, la ve detenerse cerca del tronco de un árbol, uno de los pocos que lo
rodean, parece asustada. ¿Se le dará? Aguza todos sus sentidos, deja los
músculos tensos e inmóviles, siente cómo punza su esfínter, cómo cabalga su
corazón. La cámara preparada en su trípode, con el diafragma listo para atrapar
la magia. La liebre retoma la carrera. Los pájaros cantan, chillan y trinan. La
decepción lo golpea con una ola agria, el deseo de orinar le hace doler, el
corazón vuelca su carga envenenada. Todavía le queda una media hora. Debe
insistir.
Debe insistir.
Al menos su estructura
es pequeña. No muy alto, delgado, bastante ágil. Esos rasgos le sirven para la
ocasión. Aunque no sabe dónde ubicarse en la cadena vital. Allí, escondido
entre la hierba alta, al acecho, parece un predador. Listo para el ataque, con
paciencia, sentidos agudos pendientes del momento en que podrá apresar, ¿qué
cosa? ¿Qué es lo que busca apresar? En realidad, experimentar, ¿qué busca
experimentar?
Presa de su
anhelo, ansioso y dolorido, allí, escondido entre la maleza, ¿qué busca?
Nueva alerta. Un
par de carpinchos se acercan por la izquierda en paso resuelto hacia la laguna.
Sus trancos rápidos se detienen, parecen conversar, retoman la marcha. Cuando
están a dos metros de la costa lo distingue, apenas una mancha parda en el
pastizal. Sus movimientos tan sigilosos como los de él, que gatilla la cámara
una y otra vez con la loca idea de poder atraparlo. Ve a los carpinchos a punto
de sumergirse, ve la mancha parda aún sigilosa. Va a perderlo. Tiene que saltar.
Continúa con las fotos, el próximo segundo puede ser el decisivo. Los
carpinchos ya se adentraron en la laguna. Todavía podría saltar. Vamos.
La mancha parda
se difuminó en la mañana soleada. Se levanta presuroso. Todavía podría atrapar
alguna huella. Aunque sea la marca de su paso secreto.
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