lunes, 2 de junio de 2014

Una mancha, bello cuento de Cecilia Illia, junio de 2014

Una mancha
Por suerte el sol comienza a asomarse, sus rayos tenues apagan las estrellas una a una. Sonríe al imaginarlo como una especie de farolero celeste, brazos extendidos, exhalaciones fogosas hacia cada punto luminoso. Esta vez, a diferencia de los días anteriores poblados de algodón, no hay nubes a la vista. El cielo, diáfano, muestra destellos rojizos; apenas algunos hilos de bruma, retoques agrisados, casi restos de la noche. No le preocupa la predicción de calor, para cuando el sol apriete habrá terminado su tarea. Por ahora, agradece algo de calidez. Se esfuerza en no tiritar, si bien no hace frío, la humedad matinal hace que la ropa se empaste un poco y no cumpla su función.
El disgusto acicatea su garganta, con una notable lentitud sorbe por una pajita tragos de agua bastante fresca pese al tiempo transcurrido. Nadie acudió a la cita. Es cierto que todavía no amaneció, aún hay esperanzas; de todos modos siente a la amargura invadir su cuerpo, desea tanto que se produzca el encuentro.
La brisa mueve los altos pastos en los que está sentado, llegan a taparlo casi del todo, parece una mancha amarronada. No sabe si debería mecerse al compás del viento. Ha intentado estilizarse como una brizna, lograr su plasticidad, hacerse verde claro.  
Nadie acudió a la cita. Es la tercera noche que permanece a la espera. Bañó su cuerpo en repelente de insectos, se instaló con una buena provisión de agua –aunque la administró para no tener urgencias que lo distrajeran de su tarea-, su cámara nocturna, su libreta de notas. ¿Será que eligió un mal lugar? Está cerca de una laguna en un pastizal extenso. La clave es lograr disolverse en el ambiente, transformarse en una gota de rocío, en uno de los tantos insectos que zumban laboriosos, en un grano de tierra rojiza.
Lo más difícil es quedarse quieto. Tuvo que tomar unas clases de meditación. Al principio le picaba el cuerpo, se le entumecían las piernas. No aguantaba más de una hora. Pero todo fuera por ese momento magnífico. Cada vez que recuerda alguno se estremece. Le sucedió aquella vez que un grupo de delfines lo sorprendió cerca de Puerto Pirámide. Primero lo vio el que manejaba la lancha, le dijo: “¡Delfines a la derecha!”. En un segundo se tiró al mar, veía y, sobre todo, sentía a la vida que pasaba como una tromba marina; decenas de delfines nadaban en círculos a su alrededor. Él era un concurrente privilegiado. Un instante íntimo con la vida más allá de los humanos.
Pero en la tierra no suceden esos encuentros casuales, para lograrlos hay que ser muy pacientes.
El sol avanzó un poco, ahora los destellos son amarillentos. Apenas la punta del círculo dorado asoma por el horizonte. Los pájaros empiezan a poblar el aire con cantos, gritos y chillidos. Sin embargo, los pájaros no se ocultan, protegidos por su capacidad de volar no temen a los hombres. Él busca seres discretos, reservados, esos seres que se ocultan de la mirada humana y le traen noticias de un mundo misterioso.
Hace ya un tiempo siente deseos de orinar. Si cede a su necesidad toda la espera habrá sido en vano. Sólo debe aguantar una hora más. Para acceder a un momento único hay que pagar su precio. Además, si logra sacar una buena foto, podría ver cómo publicarla. Aunque no es eso lo que más le importa, eso ya pertenece al mundo de los humanos y sus vanas pretensiones.
Una liebre pasa a la carrera a un par de metros de su escondite. No le genera mucha expectativa. Las liebres son solitarias, difícil que un predador se presente. Sin embargo, la ve detenerse cerca del tronco de un árbol, uno de los pocos que lo rodean, parece asustada. ¿Se le dará? Aguza todos sus sentidos, deja los músculos tensos e inmóviles, siente cómo punza su esfínter, cómo cabalga su corazón. La cámara preparada en su trípode, con el diafragma listo para atrapar la magia. La liebre retoma la carrera. Los pájaros cantan, chillan y trinan. La decepción lo golpea con una ola agria, el deseo de orinar le hace doler, el corazón vuelca su carga envenenada. Todavía le queda una media hora. Debe insistir.
Debe insistir.
Al menos su estructura es pequeña. No muy alto, delgado, bastante ágil. Esos rasgos le sirven para la ocasión. Aunque no sabe dónde ubicarse en la cadena vital. Allí, escondido entre la hierba alta, al acecho, parece un predador. Listo para el ataque, con paciencia, sentidos agudos pendientes del momento en que podrá apresar, ¿qué cosa? ¿Qué es lo que busca apresar? En realidad, experimentar, ¿qué busca experimentar?
Presa de su anhelo, ansioso y dolorido, allí, escondido entre la maleza, ¿qué busca?
Nueva alerta. Un par de carpinchos se acercan por la izquierda en paso resuelto hacia la laguna. Sus trancos rápidos se detienen, parecen conversar, retoman la marcha. Cuando están a dos metros de la costa lo distingue, apenas una mancha parda en el pastizal. Sus movimientos tan sigilosos como los de él, que gatilla la cámara una y otra vez con la loca idea de poder atraparlo. Ve a los carpinchos a punto de sumergirse, ve la mancha parda aún sigilosa. Va a perderlo. Tiene que saltar. Continúa con las fotos, el próximo segundo puede ser el decisivo. Los carpinchos ya se adentraron en la laguna. Todavía podría saltar. Vamos.
La mancha parda se difuminó en la mañana soleada. Se levanta presuroso. Todavía podría atrapar alguna huella. Aunque sea la marca de su paso secreto.  


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