MIGUEL ÁNGEL BUSTOS
“Escribe mientras sea posible.
Escribe cuando sea imposible. Ama el silencio.”
La
poesía de Bustos, de ida y vuelta
recorre su sueño quebrado, se levanta y marcha de su frente para construir una
ruda muralla de niños. Luego vuelve, “joven enamorado del agua”, abraza y besa
a su corazón clavado en su cuerpo desnudo. Así también las espumas de luz y
sombra lo hacen “volar sobre el llanto”
para llegar riendo hasta otras manos que, a su vez, amordazan sus besos y se
alejan. Así el poeta muerde la vida y no le cansa la muerte. Lo inalcanzable
opera como un paliativo de la muerte, como un objeto deseado que se pellizca
apenas, se puede rozar solo con la punta
de los dedos, porque cuando está cerca, se aleja y luego vuelve a acercarse,
transformado.
En
los Fragmentos Fantásticos tienen lugar otras quimeras: “es el grito del
espíritu que me posee”, “ángeles que pudieron existir”, “la puerta del sueño”,
el tiempo como utopía de la sangre o la muerte como un sueño, sin perder el
doble juego del oxímoron que no acaba nunca, aún después de la muerte. Así,
despertaremos del sueño de la muerte “en el reino alucinante”, o una mujer
amará nuevamente con el mismo amor que tenía por quien “anda en el Reino de los
Muertos”. Lo eterno aparece en “la voz de las estrellas”, en el canto guardado
de los pájaros, en “la alucinada
memoria”. Y también es negado en el olvido que nace con la muerte de su padre o
en la pregunta: “¿Qué seré yo en cien años, sino una bocanada entre tablas y
olvido?”
Dios
es una fuerza poderosa y, en cierto modo, amenazante. Desde el Dios que se
gasta a fuerza de rezos, hasta la invocación casi violenta de la concepción de
María en el fragmento 45, o la referencia clara de la comunión como salvación y
espanto. Sin embargo, su fe se cuela en la idea del reino alucinante posterior
a la muerte.
Arreglo
con Frutas e instrumentos de viento celebra el amor físico que ya había
convocado con el “mar de tu vientre, infierno de tu sexo”, pero nunca con
imágenes de tanta belleza: “hasta cuándo serán naranjos las calles... pulpa de
tu tremenda boca... apaga lamento de bronce y hierro.. ahí voy lava tu
cuerpo...”. La mujer es una presencia casi constante: la madre, la virgen, la
luz de la luna (y su sombra), “Ella, Ella y ausente la siento”, como una
presencia constante.
Leídos
hoy, varios fragmentos parecen anticipar el país que unos años después estaría
en llamas: “un país de mármol con ríos de leche” en el que una “luz como
sangre” llena las cosas y las almas, mueren cabezas dentro de cestos y el puñal
despide “olor a vísceras y espanto”. Nuevamente el cuchillo, el instrumento
punzante, aparece en Casa De Silencio ligado a un niño, donde se entrelazan
carne y hierro para provocar un cataclismo en el que la tierra alza al mar. La
idea del niño como vehículo del mal, o simplemente, de la violencia, también
aparece en el fragmento 21, en ese “aquelarre de niños vengativos”. En Luna de
Herodes, inmóviles policías sujetan perros de boca en piedra y lo perseguirán
por milenios. Hoy, su “velorio de estupor” se abre paso en el “vientre del
tiempo” y resuena en mi cabeza como un anuncio de su desaparición.
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