lunes, 22 de diciembre de 2014

Veredas, una crónica de Ricardo Varela, diciembre de 2014

Amanece, lentamente el barrio recobra su rutina entre un calor sofocante. Un señor mayor muestra su cansancio; no ha dormido bien. Se sienta al umbral de su casa y un perro, a su lado, con la cara apoyada contra sus piernas, lo mira vigilante.
             Ella dispone toda su robustez al limpiar la vereda. Está contenta.
             Sus pequeños ojos se posan en el vecino; impasible. Lo saluda y, como todos los
días, no obtiene respuesta. Los ojos del hombre, inyectados en sangre y en ausencia, no parpadean.
             El único hálito de vida lo aporta el animal que acompaña, en silencio, el paso de la
gente.
            Un robusto paseador de animales retira uno a uno los perros de la cuadra.
            Bajo el sol abrasador del mediodía, una mujer desciende de un auto con
dificultad. Tiene el cabello corto, de color negro. Es muy bonita.
            El anciano, recostado sobre la puerta.
            El perro, inquieto. El barrio se convulsiona. Pasados unos minutos, nada
parece haber cambiado. ¿Habrá algo más común que la muerte?. Sería absurdo determinar
las cosas infinitas.
            La vecina, tan apegada a la limpieza, cruza la calle con prisa. Se acerca a la
recién llegada.
            Dialogan.
            La figura estilizada de la morocha, con sus ojos marrones expresivos y las cejas perfec-
tamente delineadas, alumbra, al girar, un bello vientre. Está embarazada y sola. La conversación
es áspera, hasta el grito.
            Su estado de gravidez la incomoda.
            La vecina se retira espantada, no alcanza a comprender que el amor o el instinto maternal sean inciertos, frágiles e imperfectos.
            El paseador y sus libres correas se despiden hasta mañana.
            Cae la tarde,
las sombras del lugar van ganando terreno.
             Se mimetizan con la oscuridad de la noche.
             Alguien silba.
             Esquiva y fantasmal, emerge la figura de un hombre que, con paso vacilante,
intenta una confusa melodía. Con un hatillo en su mano derecha, se detiene junto a un árbol.
Siempre se detiene.
             Con mucho esfuerzo intenta mantenerse de pie, alza su mirada pero es vencido por el alcohol y el cansancio. Ese estado crepuscular, con la sonrisa dibujada en su rostro, resulta igualador.
            Una pareja de adolescentes, como escapándole a la noche, encuentra un rincón entre las sombras.  
            La prisa en el joven y el pudor de ella desnudan la torpeza del amor.
            Solo corregido por un abrazo.
                             
                                                                                   La noche, evanesce.
                                                                                 

            El día se despereza y el barrio se ha echado a andar.


                                                     

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