martes, 9 de diciembre de 2014

Si me celebrás, que sea vivo, crónica, por Lourdes Landeira

Si me celebrás, que sea vivo
“Lo mismo que las armas: en el campo están, tienen que estar. Esa sorda violencia que se vive en el campo, no tiene mucha vuelta. No podemos hacer una campaña de derechos internacionales por la no violencia de los campesinos del mundo. No hay nada más feroz que la muerte del chancho, pero al mismo tiempo no hay nada que los una más: cada uno tiene un rol en esa matanza.”
Cristian Alarcón

Sus ojos de niño ya están en el rincón preferido, acuclillados de dicha. El abuelo, su abuelo, cumple 107 años y se celebra que no haya muerto. Así es desde que lo recuerda. Cada año, al ocupar su lugar,  vuelve a pensar en el no cumpleaños del conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas y se dice que esto es distinto, se trata de otra fiesta. No es el día en que no nació, es el día en que sí  nació, pero más aun, el día  en que no murió. O quizás sea lo mismo, no lo puede decidir porque se distrae en la ruta del humo del fogón del fondo que comienza a ondular entre quienes van llegando (son cientos). Amigos, familiares, conocidos de más acá y de muy allá.
                El abuelo está sentado. Su sillón, sin ser ostentoso, es el más grande y alto del salón. La  ubicación inicial es central, privilegiada; más tarde lo correrán hacia la esquina desde donde, ahora, lo mira el nieto, para abrir la pista de baile y hacer que por horas y horas el polvo de la tierra dance hacia el cielo. Uno a uno, los invitados llegan y le acercan una reverencia. El viejo responde con palabras entrecortadas por gestos de sus manos que van desde el abrazo apretado, hasta el tamborilear flaco de tres dedos. Más tarde hará con ellas – palabras y manos – un entretejido de historias y canciones  de seres de algún mundo, equilibristas entre fronteras, fantasmas clarividentes imantados al borde de oscuros abismos. Sí, el nieto ya lo sabe, pero quiere más y más. Es eso lo que espera arrinconado. El final de fiesta con su abuelo en el centro y la parentela absorta, en círculo compacto por donde siempre escapa un gato no encerrado.
                El nieto quiere saber por qué la celebración dura tres días pero cada vez que se lo pregunta a su madre obtiene la misma respuesta:” vamos, vamos, a ayudar se ha dicho, que es mucho lo que hay que hacer y usted ahí, mirando y preguntando. Vaya a hacer cosas de hombre y deje de pollerear en la cocina”.  Pero él prefiere el adentro en el que esas mujeres baten ollas mientras controlan fuegos, temperaturas y espesores. A él le fascina ver cómo la harina blanca e impalpable deviene torta esponjosa amarillenta. Cómo el tomate firme se hace líquido primero y se espesa después entre zanahorias y especias. Todo bajo la supervisión de los delantales floreados de esas mujeres enormes que proveen sus días de multi aromas.
                El afuera es otra cosa; ahí está su padre y sus compinches, meta bravuconear ante un ternero asustado que, sabe, va a morir para alimentar a sus ejecutores. Esos hombres marrones desdibujados por la nube en el viento; película protectora de ojos infantiles ante lo inevitable que podría ser diferente.  Venga acá, acérquese m´hijo. A ver si el otro año se suma a la ronda, que ya está grandecito. No, piensa el hijo - nieto; si el abuelo no muere un año más, se mantendrá alejado de esa faena. Pero que no muera un año más, por favor, diosito o lo que seas, que no muera un año más, que me siga nutriendo con sus historias de luciérnagas y aparecidos que, para desaparecer, siempre habrá tiempo y oscuridad suficiente.
                Ya la fiesta está en su apogeo y las voces se entremezclan en los oídos del viejo. Para él la muerte es un espejismo en el desierto; esa pura soledad a la que lo acompaña este centenar de familiares, tan reales que puede verlos – casi tocarlos -  aunque no estén ahí. Y un día la muerte será tangible,  se acartonará en un papel  y documentará la defunción que todavía no fue. Porque yo un día no fui, cuando llegué sin papeles ni nombre y entre los árboles escuché un silbido. Es la mejor parte, el nieto abre los ojos inmensos para escuchar mejor.   


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