Como una viejita de
vientre apretado
Torres Novas, a una hora de Lisboa en auto: distrito de
Santarém. Es el Medio Téjo. Voy en bicicleta, las nubes parecen humo de
piedra y el cielo, un mar en espera. Cuesta ir de la “baixa” hasta el castillo,
a donde me dirijo, el empedrado me hace más difícil aún subir: las casas miden
un metro y noventa de altura, son del siglo dieciocho, no todas tienen vista a
la calle, algunas son parte de “nidos”.
Para entrar en estos nidos hay que pasar por un jardín donde se cuelga la ropa,
subir escaleras muy angostas de piedra, o cemento, que van de una casa a otra.
Como “edificios nidos” pequeños, estas casas forman una gran casa donde hay que
subir o bajar, pasar por la ventana del vecino, hasta dos pisos de altura o
menos o en el mismo piso, todo tan arbitrariamente dispuesto. Estoy encantada.
Ruedo por las calles en una metáfora gris y, cada tanto, una brisa
caliente acaricia mi cuerpo, respiro: el aire es más claro que el hielo. Decido
dejar la bicicleta para descansar un poco, el sol parece prometerme una
impresión cálida del paisaje. Subo muy fácilmente: hay una escalera a la calle,
como si lo invitaran a uno a estar un rato en el techo para descansar y
apreciar mejor la vista. Arriba hay piedra, ladrillo, pero está limpio. Una
sábana de casas diminutas frente a mí: todos los tejados naranja. Lo más alto
es el castillo, pleno de musgo y colores tierra, óxidos. No hay mar.
En Torres Novas hay diecisiete Feligresías o municipios, a pesar de
ser muy pequeño. La población no supera los quince mil habitantes, la mayoría
adultos. Me asusta que haya tan pocos jóvenes. Las mujeres mayores llevan
pañuelos en sus cabezas, negros o blancos, y polleras que pasan la rodilla.
Llama la atención que vivan hasta muy
viejitas, en sus miradas parece verse el cielo y la tierra, ambos
adentro, como si expusieran sus vientres
en sus ojos, apretados, plenos de mundo.
Bajo despacio por la escalera del techo de la casita y me subo a la
bicicleta: sólo queda seguir cuesta arriba. No hay autos en movimiento y por la
calle de barro sólo pasa un auto. Como casi en todo el pueblo, no hay veredas.
Forcejear con la altura me obliga a hacer una bocanada de aire para resolver
las contradicciones: ir al castillo o seguir el pedaleo. Los últimos metros los
hago a pie, llevo mi bicicleta con las manos.
Al fin dentro del castillo. Me subo a los ladrillos de barro, aún
fuertes, vórtice de conflicto e historia,
y espío entre las torres de este el pueblo. Hago sombra-sol-sombra al pasar por ellas. Las fortificaciones, antes
densas, apiñados caballos de piedra, son
hoy libres; me acerco a la levedad: veo cómo se expande el aire, los sonidos y
los colores: un montón de olivos ahí, listos para ser cosechados. Escucho el
ladrido de un perro. Cuando giro, el perro, desde abajo, me mira como una
viejita de vientre apretado.
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