martes, 16 de diciembre de 2014

Cruzar el charco, un cuento de Francisco O. Famá, diciembre de 2014

CRUZAR EL CHARCO

El camino de acceso a la mansión en las afueras del pueblo se muestra verde primaveral. Llegado el caso de un ataque, ni el más osado realista podría atreverse hasta  allí. O, al menos, así lo creía Don Julio.
Verde, la hierba floreada. La huella bien marcada de los carruajes y el centro del sendero con el pasto cortado muy desprolijo. Cielo sin una nube, brisa cálida del mediodía, cantos muy solos. La escena se interrumpe con un ruido seco que espanta a la fauna cercana a la casona. Un hombre sale de la puerta principal muy tranquilo. Camina hasta su flete, monta y enfila por el camino de acceso.
Buscar en estos campos resulta muy incómodo. Encontrar el encargo de Don Julio va a llevar días.
-Quiero lo que le estoy pidiendo delante de mis ojos,…- dice Don Julio, acodado en su lujoso escritorio. – quiero que lo traiga en el estado en que lo encuentre.
-Aquí lo tendrá, Don. -responde Juan mientras mira directo a sus ojos.
Busca Don Julio, busca un cigarro al tiempo que, con un ademán, indica a Juan que se acerque.
-¿Qué tiene para mí, Juan?
Antes de caminar hacia el escritorio, Juan deja que pase la moza con una bandeja en la que lleva una botella de whisky por la mitad y el vaso ancho con una piedra de hielo. El pesado silencio  en el cuarto es interrumpido por la tela del vestido de María. El aroma del whisky se apodera del lugar. Don Julio suelta unas bocanadas de humo al techo, pronto se apreciará el buen tabaco. Mientras Don Julio se sirve el whisky, Juan recuerda días atrás delante del mismo escritorio.
-Años, meta confiar todos mis bienes… –comenta Don Julio. –…el campo, mi familia, la peonada, todo. – Muy molesto con el relato, saca del cajón frente a él un fajo de dinero y lo tira cerca de Juan. Señala el fajo con el vaso en su mano. -Lleve, quiero que cruce el charco, que encuentre lo que le pido y me lo traiga
-Una vez cruzado el charco, ¿dónde lo busco? –Juan, parado delante del escritorio.
-En Montevideo, límite con Colonia. Ahí lo estará esperando Jacinto, peón de un amigo.
Junto al dinero hay una lista de personas que Juan deberá ver antes de cruzar y ya cruzado el charco. En un papel apartado  y a mano alzada, el pedido de Don Julio. Juan lo lee muy en silencio.
-Ese papel solo lo tendrá usted, nadie tiene que saber a qué viaja.
Juan deja en un escondite interno de la bandolera el dinero. La nota va a parar a un bolsillo de su pantalón.
No se saludan. Solo un cabeceo, a modo de asentimiento.
Un pestañeo, la visión de un punto redondo negro-púrpura.
Juan camina por los pasillos de la mansión y el eco de sus pasos gana la puerta de entrada.


Detrás de la casona, se encuentran el establo y la casa del mayordomo. El silencio de la siesta se interrumpe con una risotada de la dueña de casa. Al salir, ella se pone el sombrero antes de cruzar el patio. Muy alegre, entra a la mansión desde la cocina.
-¿Se le ofrece algo a la señora? -Dice la cocinera con la cabeza gacha, mientras mira el rostro de su patrona.
-Un té dulce en mi habitación, Ramona.
La cocinera asiente con un cabeceo.


El dueño de casa es el notario del pueblo. Durante la mañana concurre gente a la mansión; poca, después de siesta. Don Julio almuerza siempre al mismo horario. No importa si no alcanza a terminar con los documentos de algún cliente. Esto se cumple sin contemplaciones. Incluso, si hay mucha urgencia continúa después del té. Por la tarde, sale con su mayordomo a recorrer el campo. La brisa después del té va apagando el calor y da entrada al fresco que reinará en la noche. Ver los campos sembrados, los animales pastar y a los niños de la peonada jugar dentro de los estanques es el deleite de su dueño.
-Me satisface recorrer  mis instalaciones todos los días junto a usted, Don Mario –el rostro de Don Julio brilla con auténtico placer.
Don Mario asiente:
-Recuerde que debo ir a los campos del Uruguay. –afirma sin mirar a Don Julio a los ojos.
-Encontré quién lo reemplace.
Don Mario tose.


“Compadre”, esa es la palabra en la memoria de Don Mario, resuena como una ofrenda. La imagen de quien por primera vez se lo dijo no se borronea en su memoria.



Cercano al puerto de Montevideo desembarcan realistas, como parte del plan de conquista de la Banda Oriental. Los intrusos eligen la noche para poner pie en tierra. Se interrumpe el silencio de las cercanías portuarias  con los disparos a discreción de los militares orientales. Así, obligan a los conquistadores a internarse dentro de los campos abiertos. La noche trascurre dentro de una brisa fresca del mar,  mezclada con la humedad y los  relámpagos que no tardan en traer la lluvia de primavera. Los criollos sueltan amarras de los botes para que los realistas no regresen a sus barcos.
Amanece, la lluvia no cesa.
Los disparos de los mosquetes ya no se escuchan; sí, el rechinar de los sables, de las bayonetas, los gritos, las corridas y la caballería que se presenta en batalla. La tormenta favorece a los españoles para fondear y llegar a la playa. Sigue embravecido el cielo, los rayos en el mar y sobre los campos se repiten como lanzas de hierro en plena fragua. Los orientales junto a los criollos llegados del otro lado del río rodean al enemigo.  Se oyen los truenos de un bombardeo desde el cielo: los relámpagos iluminan los campos donde la batalla no descansa. La noche se hace presente, se silencia el campo.
Después de dos días, soldados de Buenos Aires desembarcan en Colonia.  Juan puede mezclarse con los pertrechos militares. En la confusión,  consigue hacerse de un caballo. Los campos donde  debe buscar el encargue de Don Julio están llenos de caídos en batalla.  Al avanzar hacia el norte de Colonia, los muertos se hacen más frecuentes. El olor hediondo a sangre se mezcla con la bosta. “Es mejor ir de a pie”, se dice Juan  mientras esquiva gente caída.
Un grupo de uniformados españoles  marcha desarmado a la orden de las milicias, de patricios y de orientales armados. Un uniformado de azul se queda parado, mientras levanta el brazo para que Juan lo vea.
“No es posible, es Don Mario”, se dice Juan, y va a su  encuentro.
El abrazo entre los dos criollos es muy sentido.
 Don Mario llama a un soldado:
-Un caballo con silla –señala al joven.
 Los hombres caminan sorteando cuerpos caídos de los dos bandos. Se escucha el galope cerca de ellos.
-Capitán, su caballo –Juan se asombra, nada dice.
-Gracias, soldado, continúe -.
Montan y se alejan hacia las instalaciones del campamento. Dos soldados corren al encuentro de los criollos y se ocupan de sus caballos. Don Mario indica a Juan dónde queda su escritorio dentro de las carpas. Allí  le han dispuesto también  un catre y dos sillas.
 El sol amaga con aparecer. El viento sopla con fuerza un momento. Los hombres se guarecen. El trinar de los pájaros dice que ya no lloverá.
Don Mario y Juan aprovechan para dialogar. Los dos intercambian objetos.
-Hasta siempre, Compadre –dice  Juan  mientras da un abrazo a Don Mario.
-Hasta siempre, compadre.


Juan avanza desde la entrada a la mansión, mientras escucha el golpe del hielo en el vaso de whisky en la mano de Don Julio, quien hace girar el líquido y la piedra. Se detiene en el umbral, debajo del marco. Don Julio ve a Juan con un paquete anudado en una de sus manos.
-¿Qué tiene para mí, Juan?
El dueño de casa parece disfrutar el momento. Don Julio sonríe, inhala profundo antes de hacerlo pasar. Con paso muy firme Juan avanza hasta quedar pegado al escritorio. Deja el  lienzo en el centro. El humo del cigarro flota  en una nube de tormenta. El giro en el vaso  de la piedra de hielo rompe el silencio. Don Julio indica, con ademán y sin dejar de sonreír, que el hombre frente a él desate el nudo del atado. Juan no deja de mirar a su cliente, fija la mirada, en especial, en las manos e. Finalmente desata y deja ver: un poncho, un sombrero, el cinto con iniciales en la hebilla, una camisa bordada, las botas grabadas con las iniciales de su dueño, un trabuco y , para terminar, un anillo de oro con letras afiligranadas por un orfebre. El anillo llama la atención de Don Julio. Se endereza sobre el respaldo de su sillón. Pita el cigarro y hace crujir el tabaco en la brasa. Retiene un momento el humo que  luego suelta con mucho cuidado. Entre sus labios deja el cigarro, suelta el vaso y con sus dos manos abre el cajón delante de su abultado vientre. Uno, dos, tres fajos de billetes; los tira dentro del atado de lienzo, mira las prendas y saca el cuarto que queda arriba. Mira a Juan quien toma el anillo, lo mueve hacia la vista de Don Julio, se lo coloca en la mano izquierda. El rostro de Don Julio, de rojo pasa a blanco y traspira a mares. Juan toma el trabuco y   apoya su cañón en el centro de la frente del otro.
Dispara un sonido seco. Detrás de la nuca de Don Julio, queda un picadillo de sesos que baña el sillón. El humo del percutor flota y se entrelaza antes de disolverse.
Un punto redondo negro-púrpura.




  

1 comentario: