El fulano
Una mañana
despierta. El hombre de traje le había interpelado.
-No te levantaste
esa mañana- Le había dicho.
-No te interesó en
lo más mínimo ayer.
-Viajaba por los
subtes, un poco perdido.
Nada sucedía, todas
las mañanas. Pero el subte le hacía recordar los días y olvidar las mañanas.
-Otra vez perdiste
tu turno.
-Otra vez aumentó
el subte.
-Otra vez te
olvidaste de mí.
Nada sucedía, e iba
en camino. Casi todas las mañanas eran iguales, monótonas, azules, claras. Pero
siempre temerosas.
Griselda nunca
recordaba el comienzo y el final del día. Pero notaba las diferencias en
los instantes. Su marido, Fulano, simplemente le recordaba aquello que ella
quería olvidar, aunque en ella no estaba ni el comienzo ni el final.
Simplemente Fulano quería saber. Nadie sabe qué.
-Te espera un café
en la mesa amarilla.
Todas las mañanas
eran iguales. Una mesa amarilla. Ella era feliz, quién sabe. Nadie lo sabía.
-No te levantaste
esta mañana.
-Es casi madrugada.
-No, amor,
estábamos en el subte.
Griselda ya veía
claro, no había tragedia. Todo había terminado. Su marido la esperaba, ese
Fulano.
En la mesa amarilla
le esperaba un té y unas galletas.
Desde el espejo, su
imagen, la quería olvidar.
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