DEMONIO AL PIE DE LA CAMA
Recuerdo la mesa servida: enorme, impecable y vacía, la
sopa burbujeante y el olor dulzón de la calabaza entre los huesos de la cocina.
Después, el plato roto en el suelo y un as de corazones a contracara.
La
casa tenía una sola ventana, casi siempre cerrada. Un pasillo desierto
comunicaba con las habitaciones (y un silencio de luna las habitaba).
Detrás
de cada cerrojo, una batata maltrecha me vigilaba sin prisa y sin pausa.
(alguien me preguntó –alguna vez– si era feliz. Definitivamente, no)
De
aquella época, recuerdo también dos demonios en disputa al borde de mi cama.
Eran mi no-me-olvides de todas las noches y de cada mañana. Más de una vez
pensé que estaban adentro. Pero un día
sentí la nausea, tiré la ropa, la cebolla y las batatas. Me rasguñé los brazos
y las piernas hasta los huesos. Después, me dormí acurrucada.
Al día
siguiente rompí la balanza. Corrí a la cocina y abrí la ventana: el horizonte
se ensanchaba sobre mí. Hay un punto donde solo queda empezar de nuevo.
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