lunes, 29 de octubre de 2012

Nuevo texto de Gabriela Ramos, octubre de 2012


Ominoso
            Viajaba en subte, la línea “b”: la comisura de su boca (sus manos aferradas al vaivén del sostén, sus pequeños ojos negros, sus pestañas afiladas y brillantes). Me tomó por sorpresa un hombre poco común, muy poco común, pensé. Tal virtud era imposible olvidar. Temblaban los asientos: Se denomina tren o ferrocarril a una serie de vagones o coches conectados a una locomotora, que generalmente circulan sobre carriles de riel permanentes para el transporte de mercancías o pasajeros de un lugar a otro. No obstante, también existen trenes de carretera. El ferrocarril puede ir por rieles (trenes convencionales) u otras vías destinadas y diseñadas para la levitación magnética. Pueden tener una o varias locomotoras, pudiendo estar acopladas en cabeza o en configuración push pull (una en cabeza y otra en cola) y vagones; o ser automotores, en cuyo caso los vagones (todos o algunos o solo uno) son autopropulsados. Varía entonces la manera de propulsión de los trenes, principalmente, según su utilización. Busqué la información automáticamente y sin meditarlo en la wikipedia. Ese hombre había sido traído por ángeles de túneles cilíndricos, atrapado por un tonto destino confuso, llevado a mis brazos, a los oscuros secretos tejidos en un sueño poco común: él.
            Salí a la calle,  rocé mis labios con mis manos y me pareció verlo. Lo vi. Nos miramos a los ojos, pero nos desencontramos en el empujón que me dio una mujer de unos ochenta años, quien pasó violentamente taconeando con sus zapatos blancos de charol. Me volví hacia atrás y él ya no estaba. Me pregunté si hubiera mirado su boca, si hubiera… Cada vez que lo viera, serían otras las sensatas sensaciones que tendría. Insistí y cambié mi rumbo. En el quiosco compré cigarrillos y dudé: ¿sería del barrio? No podía olvidar los instantes vívidos en nuestros encuentros fugaces, pero no por eso nimios. Abrí el paquete y encendí un cigarrillo. Alguien, tarde, me  ofreció fuego. Le agradecí y nos sonreímos: lo reconocí. Era él. La comisura de sus labios, esa exacta y precisa mueca. Se fue como un fantasma, se perdió en las calles, se esfumó, lo raptaron, tomó un taxi, tomó la línea de colectivo que lo llevaría a su casa. Me sentí ansiosa. Era él. Aquél que deambulaba en el manicomio de las calles cuadradas, con inmensos cuadrantes y ángulos y aristas imperfectas. No lo pensé: me dirigí al subte, tomé la línea”b” y decidí ir en dirección a Dorrego. En el tren resonaba en mí la definición de wikipedia: Se demonina… y algo ominoso parecía flotar en la atmósfera. Perdí las esperanzas. Un pantalón verde viejo, se habían abierto las puertas bruscamente, el pie avanzaba, habría deaparecido su talón. Me insultaron por empujar apresurada y nerviosa. La puerta cerraba. Sentí terror. Giré mi cabeza y ahí estaba: no me vio, lo reconocí. La boca era congruente con la de él. Cuando me acerqué, intenté disimular. Miré de reojo y me sonrió. Tal vez quien había bajado del tren era un doble. Tal vez todos eran dobles. Pero este era él. ÉL. Sin embargo, me quedé helada: a su lado había dos nenes y un bebé sobre el regazo de una mujer. Y él les sonreía. Su mano tomaba la de la mujer. Todo terminó ahí. Debía volver por la otra dirección. Debía descender del tren. Ya nada tenía sentido, la soledad me conmovía a tal punto que seguí inmutable hasta el fin del viaje. No sé si él bajó antes, no sé si la mujer se esfumó para siempre.
El camino de vuelta fue en soledad, casi no había pasajeros. Quería llorar. Lloré. Creo que lo ominoso tenía que ver con la levitación magnética. No sé qué significa.
Tonto destino.

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