jueves, 14 de junio de 2012

Textos de Elena Liceaga, 2012


Elena recomienda

http://www.youtube.com/watch?v=MZnvK9H-6sc&feature=share

La soledad de los números primos; ¡y el libro también es muy bueno!

EL CHICO DEL SAXO Y LA MUJER CON LA DAGA EN EL CORAZÓN


Tiene una daga clavada en la raíz del cuello, entre los omóplatos, y un caudal de lágrimas selladas detrás de sus ojos claros.
No puede regresar a casa en ese estado. Sabe que la compuerta se abrirá, implacable, al cruzar el umbral. No quiere que Agustín y Josefina la vean así. Decide recomponerse en “su” barcito de la esquina, parada tranquilizadora.
“Aromas” tiene ese efecto. Es uno de “sus lugares en el mundo”, esquina soleada – invierno o verano- a toda hora. La noche de guardia en el hospital la mantuvo contenida. Ahora, un hueco en el pecho se conecta con la daga en el cuello:. La separación con Oscar es definitiva.
Pide el cortado en jarrito y enciende el primer pucho placentero del día. Un saxo suena lánguido y fluido desde la otra esquina. ¿Alucinación? No. Un muchacho desaliñado, de rastas y campera verde militar, sopla el viento y la melodía sale del metal y vuela por el aire como pompas de jabón. La tristeza de Alicia se desliza, entre  burbujas suave, liviana, apenas perceptible. Desconocidos, un chico con su saxo y una mujer con una daga en el corazón se encuentran en la cadencia. El arrorró de su mamá, Serrat con Machado, la voz de John Lennon o Charly García, las canciones de Dany la transportan allí donde la tristeza toma un color vital y se pone entre paréntesis.

El humo del tercer cigarrillo y del segundo cortado la sorprende atenta al mundo. Pasa un tren, la gente va y viene ligerito con sus bolsas de compras, un perrito negro mueve la cola y un pibe en zapatillas naranjas lo acaricia. A su izquierda, una chica de lentes oscuros cruza la calle y saluda a una pareja que camina abrazada. Un papá lleva a su niño a caballito y cuatro adolescentes inundan la vereda a zancadas y risas.
En la otra esquina, un chico sopla el viento con su saxo y libera – despacito- la daga del corazón de la mujer. Una vez más, Alicia lo siente: la vida sin música sería un error.


 DE ALICIA A CELINA

Querida Ce, tengo noticias de ustedes a través de fotos y comentarios de Mati en mi muro, vía facebook.  Como sé de tus fobias feisbukeras, lo cito a tu hijo: “¡Tía Alicia! Hoy fuimos al cañón del Atuel y es como estar en una peli. Ayer hicimos rafting con papá y mamá.
¡
Imaginátela, dando grititos de susto y carcajadas! ¡ Jajajajaja! Tendrías que estar aquí, Ali. ¡Venite! Un beso grande para mi tía divertida”. Mi querido Matías. Es lindo tener sobrinos del alma. Mati me contagia su entusiasmo y a fines de febrero me mando para Mendoza con Adriana, mi prima de Río Gallegos.
Te escribo desde un bar, impulsada por la caminata matinal – inesperada- hoy, primero de febrero. ¡Buen inicio! Ninguna de mis pacientes decidió parir esta mañana. Desayuné tranquila -  Josefina y Agustín dormían su trasnochada- , lavé y tendí ropa, me calcé las zapatillas y salí a caminar rumbo a Villa del Parque. Resultó un “pequeño gran viaje”. Ya sabés que - placer o desesperación- me tiran los viajes cortos: colectivos, trenes, lanchas, pies. ¿Te acordás de cómo me sacó la ficha Oscar? Antes de que naciera Jose, me dijo: “A vos te gusta dar paseítos. No podés quedarte mucho tiempo quieta. Me encanta cuando das paseítos, puedo ver una parte muy tuya que no mostrás habitualmente”.  En ese punto, él sabía mirarme donde me gustaba ser mirada.
Sigo con mi paseíto de hoy. Adoro caminar desde Flores norte hacia Villa del Parque. Este lugar de Buenos Aires tiene una luz especial, brillante, despejada. El aire es más puro, las calles arboladas, la mayoría de las casas son bajas y están bien cuidadas. Casas de 1930 y casas muy nuevas. Parece un barrio residencial suburbano. Sonidos, olores, luminosidad y ritmo provincianos. Por momentos, sólo se escucha el canto de los pájaros. Cada tanto, pequeñas escenas animan el recorrido: una mujer petisa, anteojos gruesos, llave en mano, sale con su perro marca perro a comprar en el almacén de la esquina. Un mecánico, tirado boca arriba debajo de un taxi, manipula sus herramientas con destreza. Una mujer atractiva y otoñal se despide del dueño de un galpón y enfila, seductora, hacia un Renault rojo fuego, caderas bamboleantes, erguida hasta las nubes. Rojo fuego, verde árbol, azul cielo. Empecé a sentir una alegre energía.
Unas cuadras después, pibes de una misma manufactura, bronceados, sonrientes y en escalerita, bajaron de una camioneta, cargados de equipaje. El padre y la madre abrazaron uno por uno en bienvenida. Unos pasos más allá, la puerta entreabierta de una casa ruinosa dejaba entrever a un viejo en silla de ruedas: leí, veloz y fugaz, su mirada ávida de  un pedacito de mundo.
Constelación de percepciones, imágenes narradoras de historias pequeñas, fui a parar al Finochietto, Avellaneda, año 79. Nuestro primer encuentro como practicantess de guardia, dos pendejas estudiantes de Medicina, ávidas de clínica, sin conocer aún de la especialidad que elegiríamos y de la entrañable amistad que nacería entre nosotras. “El tiempo transcurrido da cuenta de un profundo amor”, me escribiste a fin de año. Así es, Celina. Hoy me remonté a las claves de nuestra amistad y a nuestras elecciones profesionales.
A las dos nos encantaba ver partos. Compartíamos la misma indignación por la brutalidad de Suárez, jefe de guardia de obstetricia, maltratador, sádico con esas pobres mujeres que –casi siempre - venían a parir solas de hombre, muertas de miedo, casi pidiendo perdón por estar ahí, meta parir “otro negro de mierda más”. A veces, Amelia, la enfermera más ducha, soltaba alguna palabra tranquilizadora a las parturientas, a espaldas de Suárez. ¡Uf! ¡Qué densidad negra la de ese tipo! Paradigma de la dictadura. Las dos tratábamos de ponerle otra onda al milagro del nacimiento. Vos te quedabas paradita junto a la madre, ofreciéndole tu mano, una caricia en la frente sudorosa. Yo, junto a Suárez, dispuesta a recibir al bebé. Ahí la clave, los lugares espontáneamente ocupados: una, psiquiatra y psicoanalista; la otra, obstetra y ginecóloga.
Los partos tienen esa cualidad de oxímoron que tiene la vida: dolor y alegría, vulnerabilidad y fortaleza, instinto y cultura, macho y hembra, vida y muerte. En silencio, sabíamos que se había producido un puente entre esas mujeres y nosotras. Y nadie, ni Suárez, ni Videla, podían robarnos la alegría de ese encuentro.







EL TITIRITERO



Campos llega 20 minutos tarde. Cruzo el patio para ir a su encuentro. Me detengo un instante y lo observo mientras se sirve agua del dispenser. Lo noto ágil y contento a pesar de la perdigonada de tos que sacude su cuerpo de 62 años.
Pienso en su terca vitalidad, puedo vislumbrar al joven Campos, de manos hábiles y pacientes, soñador de ferrocarriles a Júpiter. “Raúl Campos, titiritero”, así le gusta presentarse.
Prefiere los maníaco-depresivos a los bipolares, los comediantes a los “stand-up” y los saldos a los outlets. Lo saludo en la sala de espera:

 - ¿Qué tal, Campos? ¿Cómo estás? – me alegra verlo después de su primera sesión de quimio.

-¡Hola, Celina! ¡Cada día más linda, luminosa! – a través de sus anteojos, confirma sus palabras con esa mirada de cocker, aterciopelada y tierna. (¿Intuye mi tristeza? Su halago me reconforta.).

Pasamos al consultorio. Me comenta que “el Comandante” le envió un mail afectuoso de fin de año. Se refiere a mi colega, Jorge Ayerza, quien antes de dedicarse al psicoanálisis fue piloto. El titiritero y el comandante viajaron en entrañable transferencia de trenes y aviones durante 5 años. Luego, acordaron el final de diario de bitácora escrito en el transcurso del análisis. Durante ese tiempo, yo oficiaba de psiquiatra y éramos un compacto equipo de tres. Navegamos por cielos tormentosos, mares revueltos y vías destartaladas. Por suerte, nos guiaba una magnífica brújula: las ganas de llegar a buen puerto y la confianza entre los tripulantes.
Desde el diagnóstico de cáncer, Campos me preguntó si podía atenderlo. “En esta etapa me gustaría charlar con vos, me siento muy contenido, me acomoda los pájaros”. Reconozco en mí “algo” para acompañar a quienes transitan el desfiladero de la locura y la presencia insoslayable de la muerte en ciertos momentos de la vida.

-¡Qué gran tipo, Jorge! Siempre recuerdo la metáfora de “la sopapita”. “Cuando hay inconvenientes en un vuelo”- me decía- “hay que mirar la brújula pegada con una sopapa para ver hacia dónde maniobrar”. Estoy bien, Celina. La quimio me pegó fuerte en navidad pero ya me siento mejor. ¡Prefiero compartir reinado con el flaco Spinetta antes que con Chávez!  – su risa de niño suelta cascabeles luminosos, aletea entre las paredes amarillas, sale por la ventana y se cuela en un tren a Ituzaingó.

Campos está mucho más tranquilo que hace dos meses. Una vez más, compruebo que los hechos consumados producen alivio, funcionan los anticuerpos paraa sobrellevar situaciones duras.

     -Me la estoy bancando mejor con el pucho. Fumo dos o tres por día, a escondidas. Ya no tiene gracia, es como estar en un operativo y buscar poner una bomba en la SIDE. ¡Voy fumando contra la pared, agazapado! – vuelve a reír mientras despliega la escena de espías.


Decido disfrutar con él este buen momento, dejarnos llevar por sus pintorescas ocurrencias. Raúl Campos es un narrador nato: convoca al auditorio, hable de aviones, trenes, títeres o cáncer. De alguna manera siento que hoy - sin saberlo- me dedica sus reflexiones.

-¿Sabés, Celina? En estos días me puse a pensar en las cosas que verdaderamentevalen la pena. Hay gente que se pone mal por boludeces. Sufre porque le rebotaron un cheque o se le ensució el auto después de lavarlo. Estar triste por amor. ¡Eso vale la pena! Es de las cosas que tienen sentido en la vida. Si estás triste por amor, es porque amaste o amás. Y lo maravilloso del amor es que somos artífices de esa apuesta, ponemos energía en lo amado. Amar es de las cosas más activas a las que nos podemos entregar. ¡Es una bendición amar y por eso tiene sentido estar triste por amor!- se entusiasma en vuelo el ritmo lento de su decir, dibuja música.

             Por un instante, somos un piano y un violín en consonancia.Tengo sobre mi mesita “El aliento del cielo”. Lo tomo y lo abro en “La balada del café triste”.


-Te voy a leer algo, Raulo (así lo llaman todos: Raulo, Campos, Campito). Es de una escritora americana, Carson Mc Cullers. Una mina apasionada que escribió siempre sobre el amor, en todas sus variantes:
        “Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en el corazón de la mejor manera posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra”.


     Salteo un poco y sigo:

 “El amado puede ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera en lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénaga


                      Paso a esta frase, escuchá: 
   “Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo 
                     Dejo caer el libro abierto sobre mi falda y encuentro su mirada.

 - ¡Qué gran verdad, Celina! ¡Qué alegría leer lo que otro escribió y compartir ese sentimiento! ¡Qué cosa el amor! Ahora estoy viejo y hecho mierda, pero igual sigo lleno de cartuchos… ¡El problema es la escopeta! Cartuchos tengo a patadas. – lanza una carcajada, tose, río con él.

-¡Está buenísimo tener cartuchos, Raulo! Si hay cartuchos, todo lo demás es encontrarle la vuelta a la escopeta. – contesto sin vacilar.
-Cierto, Celina, es verdad. El amor… Recuerdo la primera chica de la que me enamoré perdidamente. Anita se llamaba. Era la piba más linda de Villa Luro, pecosita, con flequillo lacio y colitas, piernas largas y flaquitas, bien torneadas.- sus ojos viajan a otro tiempo - espacio. Campos tiene 13.

-Anita… Los pibes nos reuníamos en una esquina, andábamos en bici, jugábamos a la pelota. Cada vez que Anita aparecía en su bicicleta roja, el corazón me golpeaba fuerte, el mundo se detenía, sólo estábamos ella y yo. Era como en los sueños. ¿viste que uno está en la escena y se ve desde afuera al mismo tiempo? Bueno, así me pasaba cuando la veía llegar.

                   Hace un pequeño silencio. Traga para detener lágrimas de nostalgia. Se reclina hacia atrás en el sillón de algarrobo, vuelve hacia delante, apenas apoyado en el borde. Casi etéreo.
                 
-¡El día que me tocó la mano! ¡Ah! ¡Es indescriptible lo que sentí! Aún hoy lo revivo.  Cuando asomaba su carita pecosa por la esquina y me sonreía, me regalaba  dos semanas de felicidad. – su rostro se ilumina de esa felicidad viajera de los 62 a los 13, ida y vuelta.

-Es muy bella tu manera de contarlo, Campos. Tendrías que escribir un cuento con esta historia de amor.- digo convencida al titiritero.

       Las paredes de mi consultorio emanan un resplandor naranja. La sesión termina. Nos deseamos feliz año nuevo. Campos pedalea hasta Villa Luro en su bicicleta azul.
                 




             RAULO Y ANITA


Se calza los botines flamantes, regalo de navidad de la tía Chola. Raulo tiene 13 años,  menudo, moreno con rulos frondosos, vivaz. A veces parlotea sin descanso; otras, pierde su mirada por fantásticos vericuetos y enmudece largo y tendido.
Frente al espejo del ropero examina su facha, gambetea desde media cancha y convierte un gol. “¡Goool, Campito! ¡Vamos, campeón, el partido es tuyo!” , grita en secreto y enrojece de pudor.
Sus padres y la tía Chola duermen la siesta, ajenos al “mundo Raulo”. El reloj del comedor canta 3 veces. Aún faltan dos horas para el picadito entre los pibes del barrio. Está impaciente, tiene un alboroto de alitas y picotazos en la panza. Hoy, seguro, la verá a Anita, la chica más linda de Villa Luro.
Se saca botines y medias, juguetea con los dedos de sus pies, les habla y ellos le contestan. Se recuesta en su cama y disfruta de la soledad siestera. Felipe, su hermano diez años mayor, fue a pasar el día a Tigre con Nilda. En julio del próximo año se van a casar y el cuarto será sólo para él. De repente,  la tristeza se cuela en su alegría. Lo va a extrañar a Felipe, a pesar de todo. Muchas veces el hermano hace abuso de su mayorazgo, lo mandonea, lo carga por su “imaginación sensiblera de mariquita”. Forcejean los cuerpos entre piñas, tomas y patadas para terminar en un abrazo elocuente de amor fraterno. Raulo lo admira, es un genio con los “fierros”, el mejor mecánico de Flores a Mataderos. Él, en cambio, tiene una curiosa habilidad: fabrica títeres y marionetas con cuanto objeto encuentra tirado por ahí.
Las calles que bordean el ferrocarril y el cuarto de costura de la tía Chola son sus lugares de excursión preferidos. Su tía es la persona que más lo mima y, a veces, le da una mano con sus “Pinochos”. Hasta le confeccionó un telón para el teatrito de títeres. Cada tanto – público entusiasta- aplaude con fervor las peripecias de los muñecos en escena.
Si está aburrido o tristón – es apenas un potrillo pero ya despunta su coqueteo con la melancolía- busca refugio en las charlas con la tía Chola, hermana del padre, a quien éste reprocha los aires bohemios y fantasiosos de su hijo menor. ¡Cuántas veces espera encontrarse en la mirada de sus padres, sentir aliento en sus palabras!  El gallego Miguel bebe copitas de ginebra, metido entre maderas, lijas, clavos, escofinas y serruchos. Adela, “la portuguesa”, lleva profundas “saudades” en sus ojos negros, el andar cansino y agachado de quien ya no espera demasiado de la vida. Algunas noches – necesitada de compañía-  se sienta en la cama de Rauliño  y le canta un fado, la mirada de carbón encendido perdida y la caricia áspera sobre la cabecita enrulada del niño. Entre herencia y crianza, este titiritero tiene la alegría de una mañana soleada y la tristeza de una estación de trenes abandonada.
Raulo nació y creció junto a las vías del Sarmiento. Ama los trenes, conoce de memoria la sinfonía de metales, vientos y percusión que despliegan a su paso. La locomotora – corno inglés- anuncia, solemne y vanidosa, partidas y llegadas de los caballos de hierro. Sus cascos golpean las vías y retumban en los durmientes. Visceral sinfonía de sístoles y diástoles. Ritmo de corazón en vuelo, agita el aire, despeina cabelleras, vibra en la piel y en los huesos. Invitación a nuevos y viejos mundos, encuentros y despedidas.  Será por eso que, desde los 5 años, construye en su mente (a veces en papel) mapas de ferrocarriles de Villa Luro a Alaska y de allí a Neptuno. Trenes terráqueos, interplanetarios y hasta intergalácticos. Los “caballos de hierro” son a Raulo lo que Rocinante a Don Quijote. Los títeres son su Sancho Panza.

El muchachito se ha quedado dormido entre sueños de picados y la sonrisa de Anita. Mario, su vecino de enfrente, lo viene a buscar. Son las 5 y lo esperan para el fulbito.
-¡Dale, cabezón! ¡Levantate que ya estamos todos!- lo despierta Mario, flacucho y largo como un espárrago.
En un santiamén se pone medias y botines, pasa por la cocina, mordisquea una manzana y sale de su casa con Mario.
El equipo vencedor vitorea estribillos de cancha. Raulo está feliz: ganaron el partido, él metió dos goles y Anita se acerca con una botella de limonada casera. La ve venir en cámara lenta y con zoom: la cara pecosa, los ojos miel bajo pestañas respingadas, el pelo cobrizo centelleante, su sonrisa de mil dientes blancos. Un primer plano rotundo le regala un perfume de violetas. Endulza su oído la voz cantarina.
-¡Buen partido, Raulo! ¡Corriste como loco! ¡Sos un crack con los goles de cabeza! Debes estar muerto de sed. ¿Querés limonada fresquita? – lo invita la piba más linda de Villa Luro.
Tarda tres segundos eternos en responder, vista, olfato y oído fascinados.
-Si, sí, gracias. – contesta atolondrado y esconde su turbación detrás de los rulos húmedos, dándole un trago a la limonada.
-Gracias, Anita. Está riquísima.- dice repuesto de sed y de vergüenza.
La chica sonríe halagada, toma la botella y corre hacia Lucía. Raulo queda desconcertado. ¿Por qué salió así, disparada? Quizás… No, no puede ser.

-Che, cabezón, vení, vamos a comprar unos churros rellenos. Uno para cada uno. Mi abuela me dio unos mangos.- lo convoca el Chueco.
Raulo se ve tironeado entre un churro tibio con dulce de leche y un “bombón” pecoso. No quiere parecer pollerudo, lo cargarían a muerte. Camina con los chicos hacia la panadería. Lleva porte de compadrito, ojos de enamorado y oídos sordos.

-¡Che, cabezón! ¿Sos o te hacés? Te preguntó doña Inés
 si de pastelera o de dulce de leche.
-¿Eh? ¡Ah! Dulce de leche, como siempre. – vuelve en sí el titiritero enamorado.


  EL BUEN  SILENCIO



        Cargo hace 40 años con esta historia silenciada afuera, rugiente adentro: calambres en las tripas, llagas en los ojos y en la memoria; nidos chagásicos en el corazón.
       Hoy, bajo un sol vestido de verano, en un bar de Villa del Parque, mi ánimo se pone corajudo e impulsa a mi mano derecha a tomar la eterna lapicera y el fiel anotador  para escupirle – a usted, Celina- la podredumbre de mi úlcera.
       Todos los miércoles, desde hace dos años, voy a su consultorio. Ya sabe bastante sobre mí: nací en “Los Ceibos”, cerca de Villaguay, Entre Ríos. Tengo dos hermanos mellizos en Francia. Mis padres murieron de viejos y en paz. Me llamo Solange Blancheterre.
        A los 18 me trajeron a Buenos Aires porque no paraba de vomitar. Cada tanto, sufría un desmayo y me despertaba a las 4 de la madrugada empapada en sudor. Luego venía el baño de lágrimas. Mi madre se recostaba a mi lado, mi padre fumaba de pie, junto a la ventana, con sofocado enojo – disfraz de su angustia- , Pierín y Luisito dormían su sueño de goles y mojarritas.
       El doctor Klein descartó epilepsia; la doctora Juárez sugirió problemas nerviosos y ahí comenzó mi odisea por “el mundo psi”. Agradezco la ayuda de quienes intentaron descifrar la clave de mis vómitos, desmayos y pesadillas. Su compañía fue, en general, un bálsamo, la posibilidad de atemperar mi dolor.
         Usted sabe, Celina, pude llevar adelante una vida digna. Tuve y tengo amor: hombres, hijos, nietos, amigos. No me fue mal – todo lo contario- como traductora de inglés y francés. Es más, diría que estas dos lenguas fueron mi salvación. La posibilidad de pensar y sentir en otro idioma, de ser “otra”.
          Hoy es el tiempo de liberarme de “El Chancho”. No pudo ser antes, no debe ser después. Quizás sea su sonrisa, Celina, sus abrazos tan abrazos
,
con los que me recibe y me despide
,
  me recuerdan a mi madre. Quizás porque Sofi cumplió 17 y me refleja antes de lo del “Chancho”. Por eso escribo hoy, para contárselo el miércoles.
       Julio Benítez era el dueño del almacén de ramos generales. Casado con Adela Carranza – una mujer menuda y nerviosa- a quien se le atribuía la infertilidad matrimonial. ¡Ja!
        Los chicos del pueblo lo llamábamos “El Chancho”. Uno: era obeso de piernas cortas, de nariz chata y resoplante. Dos: rubicundo y sudoroso, reía con ronquido cerdil. Tres: su olor acre se destacaba sobre el aroma del café, los yuyos, las especias y los fiambres del almacén.
         Tenía una pasión  por todos conocida: salía de caza una o dos veces al mes. Y un vicio sospechado del cual nadie quería anoticiarse: su lujuria abusiva con nenas de 10 a 14 años, las “criaditas” . Sugería a su mujer emplearlas, por temporadas, para ayudar con las tareas domésticas. “Las gurisas son más mansas y más baratas y les hacemos un favor a esos peones” (Ese era el lema del “Chancho”). Adela, sumisa y barata, obedecía con hiel en la boca y en los ojos.
         ¿Cómo denunciar a Benítez, amigo del intendente del comisario? Además, “El Chancho” era perverso pero no boludo. Jamás se metía con las chicas “de buena cuna”. Mentiría si le dijera que alguna vez se metió conmigo o con mis compañeras de colegio de monjas. Yo era la hija del franchute Blancheterre, dueño de la única librería del pueblo, “L´  Étoile”. Claro, cada vez que iba a hacer algún mandado al almacén y “El Chancho” me regalaba un dulce, el brillo acuoso de su mirada y su: “Comelo despacito, Solcito” levantaban un eco nauseoso en mi estómago. Cosas que un niño percibe aunque no entienda.
        ¿Cómo puede denunciar quien no tiene voz aunque tenga voto? La Carmencita, la Lidia, la Toti, la Zurdita, la Jacinta. Las gurisas hijas de los sin voz. Sin voz partían las nenas de la casa de doña Adela, no se adaptaban, eran muy chiquilinas, vaguitas, desagradecidas.


  Lo entendí todo de golpe, con el aturdimiento lúcido de un rayo que parte la inocencia.
 Era sábado, estaba en 5to año y hubo un baile de fin de curso en “El Progreso”, el club social y deportivo del pueblo. Compartíamos el festejo con los chicos del “San José”. Mi familia era amiga de los Urrutia, tamberos de la zona. Félix, el mayor de los cinco hijos de los vascos, tenía mi edad y nos gustábamos. Era un gurí bien despierto y buen mozo, con ideales justicieros. Había decidido estudiar abogacía en Buenos Aires. “Palabra de vasco”, decía. Y eso me enamoraba. Ilusionada, esperaba su “declaración” la noche del baile. Desilusionada, me enteré por sus compañeros que no vendría, estaba con fiebre, en cama.
 Al día siguiente conocería la verdad sobre la enfermedad de Félix, unas horas antes de que encontraran al cadáver del “Chancho”, atado a las ramas de un árbol con alambres en los pies,  cabeza abajo, dos tajos imperceptibles pero profundos entre los dedos gordos, al modo en que se prepara la faena de lechones. Una masa de 120 kilos hinchada y negra, revoloteada por zumbidos de tábanos y moscas. Junto al tronco, inútil y muda, su escopeta de cazador cazado.
 La vieja Lupe, abuela de Félix, golpeó los postigos de mi ventana el domingo a las 7 de la mañana.
   -    ¡Solange, niña! El Félix está muy mal y me pidió que te busque, está delirando el muchacho. ¿Te dejarán venir tus padres?
    -     Ya voy, Lupe. Si mis papás duermen
,
les escribo una nota para avisarles y no preocuparlos. Me visto y voy para allá. – respondí presurosa
              Le juro, Celina, estaba muerta de felicidad y de miedo. ¡Félix me mandaba llamar, a mí! Pero eso mismo me inquietaba. ¿Qué le pasaba? ¿Estaría muriéndose? No sabía entonces que se moriría 40 años después. Anoche recibí un llamado de Agustín, su hermano menor.  Félix murió ayer de un infarto. En terapia intensiva le pidió que me avisara si no salía de esa. Palabra de vasco. Por eso
,
hoy, su muerte me libera, dulce y triste, piadosa impiedad del destino.


 -Vuelvo a las 8 de la mañana de ese domingo de diciembre. Lupe me acompañó hasta el cuarto de Félix. Entré despacito, blanca de temor, roja de vergüenza. Me hizo señas con la mano para que me sentara a su lado y agradeció a su abuela la complicidad. La vieja salió como una sombra, el dedo índice sobre sus labios en señal de secreto.
-         Gracias por venir, Sol. Necesito pedirte un favor muy grande, sólo a vos te lo puedo pedir. Después te explico todo. Confío en tu silencio, palabra de francesa-vasca.


        (Carlos, el mozo del bar – anticipado a mi pedido-  me trae otro cortado en jarrito. Curiosas complicidades de los pequeños vínculos cotidianos. Me saco los anteojos y me froto la nariz, ritual para detener lágrimas).


      Le escribo y tomo conciencia: la muerte de Félix marcará un antes y después en mi vida. Es el último eslabón que me encadenaba a un silencio pactado, a mi decisión ética de los 17 años. Bendigo esta brisa al atardecer, limpia la cara y los pulmones, despeina mis rulos invitándome a seguir más liviana, más alegre. Satisfecha. Orgullosa.


      ¿Qué me pidió Félix esa mañana? Debía llevarle un dinero- todos sus ahorros-  a Joaquín Trejo, el padre de la Toti. ¿Dónde? A la salida de la ruta a Villaguay. No olvidaré el abrazo intenso, las caricias suaves en mi cuello y en los ojos. Mi primer beso sellaba un pacto de silencio. Palabra de vasco.


 Llegué sin aliento y sin temor, impulsada por alas desconocidas.
 Allí estaba Joaquín Trejo, curtido por el sol y la injusticia. Le entregué el sobre con los ahorros de Félix a ese hombre que moriría diez años más tarde en Paraguay, sin haber visto crecer a sus hijos ni conocido a sus nietos

.





   Flota un aire de lluvia, el viento da vuelta las hojas de mi anotador.  Carlos me alcanza un cenicero limpio. Mordisqueo una palmerita y pienso en Félix, en la abuela Lupe, en Joaquín y Benicio. Usted, Celina, ya habrá descifrado la incógnita de la muerte del “Chancho”. A buen entendedor…

   Hoy dimensiono mejor los acontecimientos tejidos entre causas, contingencias y azar: una vieja fue violada de niña, allá en Bilbao. La Lidia y la Toti fueron abusadas en Los Ceibos. La impunidad es la madre de la violencia por mano propia. Dos padres se la juraron al “Chancho”, calladitos, a la espera del momento oportuno. Un muchacho de mirada clara y risa alegre – nieto mayor, confidente de su abuela- soñador de un mundo justo, para el cual palabra y acto eran una sola y misma cosa: responsabilidad y compromiso. Hijo de don Fermín Urrutia, un vasco duro y noble.

El viernes 2 de diciembre, Trejo y Rivas - peones en “Euzkadi”, el tambo de los Urrutia- fueron temprano al almacén a comprar provisiones. Ese día, don Fermín, su patrón

,

los enviaba a “La Escondida” a domar unos potros.
El comisario conversaba con doña Adela.

           -Así que don Julio se tomó franco para ir de caza a Monte Dulce. ¡Le deja a usted todo el fardo, doña Adela! ¡Ojalá no se meta en tierra ajena! Está brava la cosa desde que el turco Nasif compró las 100 hectáreas. Hace un mes
,
sacó a cuetazos a Vargas. Imagínese, tiene derecho el hombre, pagó caro el lote. – dijo el comisario con voz de conocedor.
       -¡Dios propone y el hombre dispone! A mí no me escucha. ¡No le vendría mal un escarmiento! – un brillo inusual iluminó sus ojos pardos.
              -¡Don Julio es muy testarudo y siempre se sale con la suya! – las carcajadas del comisario sacudieron su osamenta.                                                                               


      -Ya lo creo, por desgracia. Porque el que juega con fuego algún día se quema. Así decía mi padre.- acotó Adela, en tono de rencor agazapado.





   Causas y azares, Rivas y Trejo – al unísono- encontraron la manera y la ocasión de vengarse del “Chancho”.  Se encargaron de hacer saber a los presentes que viernes y sábado estarían en “La Escondida” donde, efectivamente, se dedicaron a la doma durante unas horas. Al atardecer partieron a Monte Dulce y regresaron a “La Escondida” el sábado al mediodía. Félix y su abuela, que habían llegado temprano a la chacra, se sorprendieron tanto al no encontrarlos allí  por la mañana –eran peones cumplidores- como al verlos desmontar sus caballos, urgidos y pálidos, bajo el sol del mediodía.

       -¡Trejo, Rivas! ¿Qué pasó, hombres? ¿Han visto algún alma en pena? Estábamos preocupados. – se precipitó la vieja sobre las dos figuras.
              -Descuide, doña Lupe, se nos escapó un potrillo anoche y salimos a buscarlo nomás. – se apresuró a contestar Joaquín Trejo.
              -¿Y lo recuperaron?- preguntó Félix, alborotado por múltiples percepciones.
             - No, ¡vaya a saber dónde se metió! Después hablamos con tu padre.- respondió Rivas, con intención de terminar con las preguntas.
-                    Bueno, pues, entren a refrescarse y a reponerse con una tortilla que acabo de hacer.- los invitó la abuela, en pretendida credulidad.

El resto lo podemos imaginar, Celina.



El “Chancho” solía ausentarse hasta dos días cuando salía de caza. Recién encontraron su cadáver el domingo por la tarde.  El turco Nasif – primer sospechoso-  era inocente. Se supo que había estado en Buenos Aires el día del asesinato. Comenzaron las averiguaciones por todas las casas y campos de Los Ceibos. 
 Lo llamativo, incalculable, para estos dos hombres envenenados de desesperación, fue la coartada que les diera la vieja Lupe. Corrió el rumor de que alguien había visto a dos hombres cabalgar hacia Monte Dulce el viernes al atardecer. Las indagaciones llegaron a los Urrutia. ¿Qué sabían de sus empleados? ¿Alguno se había ausentado entre viernes y sábado?  ¿Habían notado algún movimiento extraño entre su gente durante esos días?
La vieja, con naturalidad, comentó que, tanto en la casa de Los Ceibos, como en “La Escondida” – donde personalmente había estado con su nieto Félix- cada cual había cumplido con su rutina. Deslizó al pasar que  Rivas y Trejo habían pernoctado en la chacra la noche del viernes, para continuar con la doma el sábado. Félix declaró lo mismo. Don Fermín avaló la versión. Silencio de vasco, palabra de vasco. La de don Fermín era de peso en el pueblo.
Supongo que, al principio, don Urrutia creyó a su hijo y a su madre. Quizás sospechó cuando, el lunes siguiente, la mujer de Trejo- llorando-  le anunció que su marido se había mandado a mudar con “otra”.  Le había dejado una carta pidiéndoles perdón a ella y a sus hijos y un recado para Don Fermín: le agradecía el buen trato recibido durante los años trabajados para él y dedicaba un saludo especial para doña Lupe y para Félix, dos almas buenas.
Benicio Rivas tuvo mejor suerte que Trejo. Los dos hombres habían acordado “el después”. Trejo simularía una huída “por amor” o calentura. Rivas se quedaría en Los Ceibos. Este acuerdo era menos riesgoso para ambos. Tres años después, Benicio y su familia se instalaron en una estancia al sur de Brasil, recomendados por Fermín Urrutia. En octubre de este año, Benicio- que sí pudo ver crecer a sus hijos y conoció a sus nietos -murió en una curva a bordo de su camión azul.

Félixresultó mi primer amor, intenso e inconcluso. Nuestro máximo punto de encuentro fue nuestro máximo punto de desencuentro. No me arrepiento.
¿Y el “Chancho”? Murió en su ley.
¿Y yo, Solange Blancheterre? Trato de cuidarme y de cuidar a los quiero. Amo el francés, el inglés, el español.
Carlos sabe que terminé mi estadía en el bar de Villa del Parque. Trae la cuenta y me sonríe en silencio. Le pago, rompo esta carta, cruzo la vía. Vuelan los papelitos garabateados en este atardecer de diciembre. Amo el silencio, el buen silencio.




  














 






  

                                                  
                                             




                             

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