martes, 19 de junio de 2012

Canción de viejos Anartistas, Pablo Arahuete, 2012


En estas secciones aparece material de quienes fueron miembros de la revista de cultura, "El Anartista". La preciosa y querida publicación duró ocho años. La escritura, en manos de algunos de sus participantes, queda como un territorio elegido para siempre...o hasta que dé, bah.



Pablo Arahuete, participó del staff de redacción de "El Anartista"; crítico de cine, narrador

Crítica de Cine

 Sobre "Elefante blanco"

Los elefantes blancos deben ser tan escasos en este mundo,  cualquiera podría pensar que ya no existen. Lo mismo ocurre con aquella Argentina soñada por el padre Carlos Mugica –a quien está dedicado este film- ,asesinado el 11 de Mayo de 1974 por la Triple A, uno de los tantos crímenes impunes que coronan nuestra triste historia. De Mugica solamente ha quedado un legado de lucha y compromiso solidario con los más pobres.  Para el contexto de la realidad social argentina vigente parece una expresión de deseo porque, al igual que esos elefantes, la utopía de un mundo mejor y más justo está en peligro de extinción.
Con “Elefante Blanco” el realizador Pablo Trapero consagra su tríptico sobre la marginalidad, que comenzó con “Leonera”- para hablar de las cárceles de mujeres- continuó con ”Carancho”, -para desnudar las miserias de los negocios entre abogados y  policías (o lo que quedara parad desnudar, desde la entrañable “El bonaerense”) contra quienes menos recursos tienen- para culminar en el ojo de la tormenta donde la marginalidad se expresa, grita y convive con la miseria: la villa.
Al igual que en sus anteriores películas, el interesante punto de vista  se desdobla en tres personajes que no forman parte del núcleo, pero sí transitan a diario su periferia. Esto permite al  director abrir un abanico de miradas sobre un fenómeno, sin caer en reduccionismos burgueses. Hay bajadas de discurso político y demagógico, pero sin perder de vista la acuciante temática del Estado ausente, cómplice junto a otras instituciones o sectores políticos que no hacen absolutamente nada por cambiar la realidad.
No es casual que los tres personajesen la trama son dos curas, el padre Julián (Ricardo Darín), el padre Nicolás (Jérémie Renier) y una asistente social (Martina Gusmán); ellos presentan la cara no institucional, el ladrillo que compone la estructura de la desidia, para que el guión de Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre y el propio Pablo Trapero desarrolle -con absoluto despojo- conflictos de carácter social y conflictos de carácter individual. Lo hace con el mismo énfasis y la misma fuerza que se desprende en pantalla. Los dilemas éticos repasan, por un lado, la crisis de fe que atraviesa el padre Julián, temeroso de empezar a odiar a su entorno: habitantes de la villa, cruzados por el avance del narcotráfico y la desesperanza, a quienes entrega tanto su espíritu como su cuerpo. Algo diferente ocurre con el belga, Nicolás: sobreviviente de una matanza de indios en el Amazonas y culpógeno, es llamado por Julián para continuar con su obra evangelizadora en la parroquia de la villa, por un lado, y para insistir en la concreción del proyecto de viviendas que la burocracia y la desesperación tumban a diario, por el totro. Luciana (Gusmán) no claudica en sus ideales, pero está cansada de pelear una batalla desigual contra todos. Incluso, a veces, agotada de las tibias acciones del padre Julián que intenta- desde su lugar- no cruzar determinados límites a pesar de las situaciones extremas, minuto a minuto.
El director de “Mundo grúa” se sumerge en el universo de lo marginal, a partir de las preguntas que no tendrán respuesta; esa postal de la miseria más tangible para la que no necesita regodeos o golpes de efecto amarillistas ni un esteticismo de la miserabilidad, como en “ Ciudad de Dios”, que hacía de la favela un campo de batalla y de la sangre con filtro flúo y estética de western, un film especulativo más preocupado por ganar premios internacionales que por contar una historia.
Pablo Trapero elige el camino más difícil, el de la ficción y el del drama social. Se luce en cada plano secuencia, con una cámara en mano que recorre cada recoveco de la villa con el mismo miedo y la intensidad que implica caminar a oscuras.
Pero camina en vez de detenerse en manierismos; escudriña, desde la distancia y desde la aproximación sin retórica y sin tibieza, en el discurso cinematográfico. Así logra el equilibrio entre lo masivo o popular y el cine de autor. Esto seguramente será su sello personal a partir de ahora, consolidará a Ricardo Darín como el mejor actor para su cine y, a su particular mirada despojada de prejuicio, como a una de las más lúcidas del cine nacional de la última década.


 Fragmentos de la novela inédita "La maldición de los Testa"


1.El billar

-Las cosas no pasan porque sí -dijo para salir del paso y ganar un poco de tiempo porque esperaba un contrargumento más sólido.
-¿Va a tirar? - sorprendí, sin poder disimular una ansiedad creciente.
-Sí, ¿qué apuro hay? -estiró el taco y de un golpe seco desparramó las bolas de madera por toda la mesa. Una había entrado. Le tocaba otra vez.
-Alguien podría decir que lo de recién fue pura suerte, que la bola lisa entró ahí de casualidad -secó su frente con un pañuelo- Eso es falso, sin mi golpe no hubiese chocado con las otras ni desviado hacia la tronera. ¿Alguno diría lo contrario? Igual, el problema es otro y va más allá del hecho accidental de la bola lisa. ¡Algo sencillo de percibir, pero difícil de comprender!: ¿Por qué esa bola y no otra? La rayada de al lado, por ejemplo. No podemos elegir todo- apuntó sin percatarse de que su acción contradecía el discurso, pues él estaba decidiendo qué blanco impactar-
Antes de romper el triángulo, cada una de ellas -levantó una bola rayada, la giró entre los dedos manchados de tiza celeste y la devolvió a su lugar- cualquiera de ellas       tenía las mismas chances de recibir un golpe, incluso de no recibirlo. Todas las chances y ninguna a la vez. Después de mi primer golpe: esto... -señaló el paño y apenas deslizó el taco. Entregado al murmullo verde, a un lento y continuo andar, que se detuvo en el abismo de la tronera-. ¿Por qué no entró? -de reojo calculó la ínfima distancia entre el borde de la tronera  y la bola. Apenas pasaba una hormiga, tan cercana al borde del agujero completamente oscuro y más cercana aun, a una esfera inmensa que tapaba todo el resto. Ahora no habrá otro remedio que volver a cero. Por lo menos, yo vuelvo a empezar, ¿se entiende? Comenzar desde cero, con todas las posibilidades intactas - era sarcástico, aunque nadie podía negarle una brutal sinceridad en lo que expresaba y a veces éso resultaba exasperante-. Todas las posibilidades, menos una -me entregó la tiza-, que se perdió al instante de errar el golpe. Entonces, tengo razón cuando digo: no podemos elegir todo. 
       Silencioso, se quedó observándome. Era mi turno y no sabía cuál camino elegir. Dibujó con tiza en el aire. ¿Qué hacía? Llamar mi atención, claro. La hormiga se había alejado de la tronera y reptaba alrededor de las bolas lisas, aún estáticas. Mientras buscaba un punto fijo donde concentrarme, no podía dejar de pensar en la hormiga. En realidad, comenzaba a sentirme un poco hormiga. Todavía flotaba la vaga idea de mi adversario en un rapto de confusión. Las cosas no suceden porque sí, recordé preocupado. Pero, ¿qué le pasa a la hormiga? Deambula por el paño y, de pronto, un temblequeo indescriptible de bolas en movimiento. Por las esquinas, algunas estrelladas entre sí, otras desaparecen en el hoyo y las restantes se le vienen encima. ¿Qué diría la hormiga sobre tan inesperado acontecimiento? Lo que pasó, pasó. Y así la teoría de mi adversario, cansado de garabatear el aire con figuras invisibles y hace un rato compenetrado en el traspaso de una tiza por sus manos, esa teoría caducaría en un chasquear de dedos.
       El tiro era inminente. Ya estaba harto de planificar  qué vendría después. Había algo de cierto en eso de las posibilidades. En un sentido, ¿no somos como la hormiga? Peores, si pretendemos explicar que las cosas siempre pasan por algo. La tiza sube y baja.
       Tiré tan fuerte como pude con un afán desordenador y me olvidé de la hormiga. La bola hizo carambola en una banda y la aplastó cerca del final del paño. Eso correspondía a mi rival por naturaleza ¿Por qué yo? Ahora, con el poder de quitar una vida. De repente, todo había cambiado; comenzaba desde cero. Cuando encontró lugar en la mesa, noté su cuerpo encorvado y la firmeza de sus brazos. Especulé su edad y caí en un desconcierto que fue aumentando durante el partido.
       Pasaron varios turnos y ninguno conseguía quebrar la inercia del juego. Rayadas y lisas, en confabulación contra dos jugadores inexpertos. Hablaba por mí, en realidad, creo que era la primera vez en mi vida que aceptaba una invitación de un desconocido.
       -¿Una partida, compañero? -ofreció con aire amistoso-   
      Le dije que yo estaba de paso, con la convicción de que fuera suficiente.
       -Entré acá por casualidad y en realidad ya me iba-
        Insistió sin descuidar ese tono entre amistoso y persuasivo:
       - Pase, no sea tímido. Usted y yo tenemos la eternidad por delante. No va a negarme una partidita Sería de poco caballero. Fíjese, estamos solos. 
       Era cierto, un bar vacío. Apenas se oía- débil- el rechinar de viejas mesas. Un eco confuso de otro tiempo saludaba la fría velada. Ya estaba ahí sin saberlo, sin siquiera haberlo planeado antes. De qué podía servirme huir. Tantas veces uno imagina un encuentro así y, de golpe, siente que en frente lo espera alguien menos dubitativo.
       - No se preocupe, compadre. Su vacilación es comprensible tratándose de una situación como ésta. Le confieso que si yo me encontrara en sus zapatos buscaría excusas para desaparecer. Ahora, voy a serle franco: lo estaba esperando.
       Sonó tan convincente que se transformó en certeza. Similar a la de un condenado en el instante previo a escuchar su sentencia. Un momento crucial, donde cada decisión tomada se diluye en un infinito de posibilidades como una historia sin final.
      Quizás ahora puedo entenderlo: el condenado había vivido, mal o bien, sin saber que un día vendría la condena. Igual, la hormiga antes de mi acto criminal. Entonces, no entiendo qué hago acá.



2.La cabo Reales

Pocas cosas llamativas suceden en este mundo, más allá  de Villa Transición.
Sobre todo, en el muelle de pescadores, si la infrecuente visita de un mocoso aburrido no termina por aguar la fiesta. El ritual de la pesca tiene sus reglas: cierta distancia entre uno y otro pescador; un monosilábico cruce de frases agradables o cortesías sencillas; predisposición a compartir excedentes de carnada. Pero lo más  importante- esa regla inquebrantable, vital- es algo muy difícil de conseguir. Se trata simplemente de entregarse en cuerpo y alma a la paz imperturbable del río.
Virginia Reales a veces lo logra. Apoyada sobre una mesa, con los codos relajados y el mentón enrojecido. Por momentos, su pelo largo y suelto en vaivén no le permite ver. Tampoco su gorra de policía, cuando se recoge el pelo y los demás intentan adivinar cómo es su rostro. Apenas surge su nariz, a veces. Pequeña, normal pero como dice Alventosa: “ de muy buen olfato”.
Hay mucho para ver este día en la costanera. Desde la habitual ronda de pescadores con sus cañas en posición de ataque, hasta aquel elemento extraño que, de golpe, aparece en el medio del río. La definición de extraño le calza justo y, teniendo presente la lejanía con respecto al muelle, aun más. Sin embargo, la corriente lo acerca a la costa. El sólo avistamiento de un objeto flotante no identificado, que la inquieta concurrencia ya ha bautizado O.F.N.I., significa una clara trasgresión a la regla de oro, la de la paz.
Minutos antes, todo transcurría en la más absoluta tranquilidad. Virginia Reales sacudía las migas rebeldes de un alfajor de chocolate blanco con almendras. Saboreaba los últimos restos de una circunferencia perfecta, cuyo envoltorio sería rescatado del inminente final trágico en un cesto anónimo. Para el envoltorio, ella había planificado un retiro más digno. En pocas horas se convertiría en una flamante pieza de su colección de envoltorios de golosinas. Sus preferidas, las de chocolate blanco, compartían el singular privilegio de corresponder a un momento importante. Había perdido la cuenta de la cantidad de envoltorios guardados desde los siete años. Las carpetas se multiplicaban en los últimos estantes del placard, junto a viejos álbumes, ya hacía tiempo olvidados entre el polvo.
Con los envoltorios era distinto. De vez en cuando, se le daba por tomar alguna carpeta y repasar algún fragmento de su vida, cuya significancia  la daba esa particular cobertura de papel. Pegados en un orden cronológico, como los días en un almanaque, cada uno lisito y prácticamente sin uso.   
Sin dudas, este día en que la parsimoniosa vista hacia el río ha sido interrumpida por un cuerpo flotante -muy próximo a la costa- resulta especial.
Virginia se ha comprado el alfajor sin pensar en el firme lazo con lo extraordinario. Aunque, al morderlo, pudo recordar de inmediato el indiscutible nexo del chocolate blanco con su vida.
En su primer caso, las huellas del estrangulador habían quedado impregnadas en uno de esos envoltorios. Quizá la torpeza de un asesino -serial, adicto a chicas voluptuosas y al chocolate blanco-, quien no tuvo la precaución de comer después de perpetrar el acto homicida con los guantes reglamentarios. En defensa del desgraciado estrangulador, podría haberse argumentado la infructuosa empresa de abrir cualquier envoltura de papel metálico con guantes de cuero.
Más allá de la anécdota, la rápida resolución del caso había servido de trampolín en la recién iniciada carrera de la cabo Virginia Reales.
Todavía en su hora de descanso, decidió darse una vuelta por el muelle. El contacto con el río la solía ausentar un rato de la rutina y, pese a que siempre optaba por la soledad, de vez en cuando buscaba la charla de algunos hombres solitarios. No perdía la costumbre de registrar en su cuaderno de notas cualquier hecho interesante.      

Nota: el río parece apacible como siempre en su calma incómoda que los pescadores parecen no registrar. Se acercó un chico: pregunta de rutina, nada sospechoso. Viene hacia acá. Seguramente me pida alguna moneda porque tiene aspecto de rotoso. Se lleva la mano a los bolsillos: no hace frío, actitud dudosa. Estoy de civil y sin refuerzos. El pibe pasa y sigue de largo.  


 De tanto en tanto, sólo garabateaba impresiones sueltas, asociaciones insólitas, poco serias en una mujer atrapada por la causalidad. Tal vez, en su rutina, ése era un aspecto inmodificable que le generaba complicaciones.
Por eso, al divisar esa figura tiesa sobre la superficie del río, las manos de Virginia  han empezado a barajar  hipótesis.   Los pescadores arrojan conjeturas de todo tipo, pero ninguna esquiva el hecho. Uno por uno recogen sus líneas de ataque y, a la par, escupe frases incongruentes.
-Difícil que un cuerpo llegue tan cerca de la costa-, dicen entre la incredulidad y la expectativa.
-Esas cosas se veían en otras épocas-, apresura un pescador con un tatuaje en el brazo derecho.
Virginia termina su alfajor y observa el río. La envoltura va a parar al fondo de su cartera. Saca una birome y escribe:

Nota:“ Algo apareció en el río. Flota. Quizá, un cuerpo. Incongruencia : los cuerpos no suelen flotar durante tanto tiempo.


 La silueta está boca abajo y parece impulsada por una fuerza misteriosa. Se acerca, lenta. El muelle se abarrota de gente, intercambian impresiones.
 Nota: Definitivamente es un cuerpo. Todavía no voy a bajar. Detesto a los  curiosos Hablan demasiad . En estos casos, es mejor ser prudente. ¿Tendrá algo que ver el pibe que pasó hace un rato? Posible pista. Recordatorio : llevaba un pantalón marrón agujereado, estatura media, edad aproximada entre 12 y 13 años. Una vez superada la novedad, debo elegir tres testigos. El hombre del brazo tatuado es un candidato seguro. De todos los presentes, parece el menos sorprendido. Por el momento, la lógica indica que si el cuerpo no se hundió con la corriente, entonces, el agua no llegó a los pulmones.”
Interrumpida por vaya a saber qué- el viento de la terraza en su rostro, el reflejo del día sobre la mesa que mira al muelle-, la cabo Virginia Reales toma su cuaderno y trota hacia el lugar, escaleras abajo.
Antes de partir, su mano  aún  prosigue -con una escritura automática- un párrafo inconcluso que termina en dos palabras:

cabellera blanca.

Ya abajo, Virginia se abre paso entre los curiosos con ademanes impropios. Allí, no es más ni menos que otra extraña, igual de molesta. No lleva insignias o placas identificatorias porque no le gusta ventilar información. A simple vista, pasa desapercibida con su cuaderno de notas. Sin permiso para aproximarse y sin permiso para escribir. Encuentra un hueco entre los espectadores. Virginia recuerda siempre un consejo del comisario Alventosa, quien en sus primeros días en la seccional 76 la fogueó en el oficio y, tras un arduo  trabajo de persuasión, la convenció de rumbear hacia homicidios.
Ella no puede explicarse por qué cada vez que se encuentra frente a un cadáver surge Alventosa. La mirada torva y la voz cascada de cigarrillos y ginebra. Alcohol bebido- por supuesto- fuera del horario de servicio.
Tal vez es por aquel asunto con la distancia: rememora y hace malabares para escribir sin un apoyo. Virginia reconoce que las palabras de Alventosa tienen sentido.
Cabo Reales, escuche la voz de la experiencia: resulta primordial mantener cierta distancia con los occisos. El efecto espejo es inmediato, inevitable.
Así, distante, la cabo Reales elude el consejo y atraviesa el hueco hasta enfrentarse con el cuerpo. En primer lugar ,corrobora la existencia de un anciano de cabello blanco, en apariencia, sin vida. El rostro sin indicios de descomposición. Por lo visto, los peces no se han acercado, si es que estuvo sumergido. Virginia tampoco detecta signos de violencia ni heridas cortantes. Los pescadores se corren a un costado…
  La primera inquietud, al ver un cuerpo de espaldas, viene acompañada por la imagen de un rostro. Un defecto o virtud de la cabo Reales -según cuál fuese el momento- consistía en retener la fisonomía de las personas con gran facilidad. Para ella tal condición significaba, por un lado, que muchas veces se le mezclaban rostros con situaciones; y, por otro, la imposibilidad de borrarlos  de su mente.
¿Cuándo necesitaba la cabo Reales olvidar un rostro? Por lo general, si estaba asociado a una traumática experiencia amorosa. Había pasado por pocas hasta ese día, pero ninguna dejaba de ser intensa.
Las miradas en el muelle se aglutinan cerca del cuerpo. Todos reconocen a un anciano. Antes sólo era un cuerpo que flotaba en el río. Virginia lo da vuelta en la orilla, tiene los ojos abiertos como los de un espectador hallado in fraganti en el instante secreto de la mirada.
Ver y mirar no es lo mismo.
Otra oportuna revelación de Alventosa, que Virginia complementa con aquello de mantener la distancia. El rostro del extraño no se percibe tenso, más bien distendido.
A primera mirada, la edad del anciano oscila entre los 70 y 75 años. No obstante, esos ojos profundos recuerdan a los de un niño asombrado cuando recibe por primera vez un juguete. Asombro o sorpresa, la sensación camina sobre la misma cuerda floja con chances de precipitarse en un grito, en una risita nerviosa o en un llanto. Entre los pescadores amontonados pueden observarse estas actitudes y otras. Ninguna indiferente. La cabo Reales continúa con las inspecciones de rutina. El cuerpo encontrado en el muelle no presenta golpes o moretones visibles. El silencio, alrededor, llega de manera imprevista. Segundos antes, sobrevolaban murmullos que Virginia procuraba desoír. De cada murmullo podía extraerse alguna pista. Los oídos, todavía concentrados en ese testimonio clave para esclarecer todo. Virginia debía ser cauta y no apresurar conclusiones. Las inspecciones de rigor seguirían su curso normal.
Pero ahora, nada aparenta normalidad en esta escena: muchos testigos oculares que no vieron y un cuerpo intacto que habla sin ser escuchado.
Detrás del grupo de curiosos, Virginia no repara en una silueta desgarbada de voz filosa sin equipo de pesca. El hombre llama la atención y se abre paso entre los presentes. Se aproxima con desconfianza, aunque no duda en hablar por lo bajo. Virginia lo observa y, fiel a su memoria fotográfica, busca cierta familiaridad con alguien conocido. En un primer reflejo, reconoce pocos rasgos. Quizá la forma del mentón, bien achatado, o también la caída de la nariz respingada. Sin dudas, se vuelca por ese mentón tan cercano a una imagen reciente. El hombre aporta un dato significativo, sin vacilar: jura haber visto caer al anciano, aunque no da mayores precisiones.
La cabo Reales oye pero la reacción no llega, aún obsesionada por dilucidar aquello del mentón achatado. Pasan mentones a la velocidad de la luz, ninguno responde a la imagen. Virginia experimenta la misma sensación de incerteza cada vez que un testigo es sometido a una rueda de reconocimiento.
Cruza la difícil línea divisoria entre lo verdadero y lo aparente.
Con su experiencia en distintas seccionales, ha recogido un caudal de casos, que para ella la verdad se resume en un conjunto de relatos más o menos convincentes. 
Irónico que la cabo Reales descrea de lo verdadero cuando vive entre muertos y claro -por supuesto- entre los vivos.
En esas rondas, lo que menos está en juego es la verdad y la gente es capaz de decir cualquier cosa para sacarse el lastre. Lastre que ahora se materializa en un supuesto testigo o futuro fabulador.
El testigo hace hincapié en un detalle: el ahogado sujeta una flor con su mano derecha. Es una flor pequeña y extraña, con más de un tono indefinido. Virginia intenta extraer la evidencia con la misma delicadeza de un cirujano al extirpar tumores.
La flor no huele a nada, igual que un tumor dentro de un cuerpo. Está ahí para ser vista, para traer el recuerdo de un aroma antiguo.
Ya no huele.
El olfato de la cabo Reales se ve ligeramente alterado por los resabios del formol. Pese al incontable número de flores que cubren su jardín, ella continúa oliendo siempre lo mismo. Pero esta flor es diferente porque no huele a nada. Desde su primer paso por la morgue, apenas cruzó la divisoria entre los vivos y los muertos -así le dijo el agente Treyes con tono tenebroso- el perfume del formol la envolvió y no hubo jabón o crema que pudiera sacarlo.
 Desde aquel día, Virginia aprendió dos cosas importantes: en primer lugar, el formol no sale con nada. Una vez que se instala en la vida de una persona, ahí se queda. Y, en segundo lugar, no hay sitio más silencioso que una morgue, ideal para refugiarse si uno necesita clarificar la cabeza. Aunque los muertos no piensan lo mismo.











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