lunes, 11 de junio de 2012

Textos de Daniel Milanesi, abril, mayo, junio 2012





                                            La posada
 

     Dos semanas completas duró la travesía por el gran mar. Dentro del barco  todo era igual a ayer, idéntico a mañana. Afuera se repetía el paisaje hasta donde la vista alcanzara. Los pocos pasajeros y tripulantes despertaban, tal cual se iban a dormir.

     Por su ubicación, la posada de todos los vientos recibía constantemente la visita de personas de la región. Mi primer día en el lugar - sin proponérmelo - lo pasé tratando de identificar su procedencia. Sentado en la cantina, los vi mo-verse con gran economía de esfuerzo - de piel muy blanca y voces apagadas - seguramente montañeses. Bajaban de las rocosas cercanas para aprovisionar-se y respirar el aire nutrido de oxígeno. Sus expresiones adustas contrastaban con sus estridentes risotadas.    

     Había atravesado millas de agua para buscar, en esa diversidad, una mujer.  Al traerme el tercer trago, el posadero se atrevió:

- ¿Qué lo trae por acá?

     En un rapto de sinceridad, contesté.

-Vine en búsqueda de una mujer.

     Fáciles de distinguir eran los lugareños, su piel quemada por el sol y el viento marino, sus miradas vivaces, más parlanchines y movedizos que el resto. Cantaban, bailaban y bebían a toda hora. Saludaban a todos, conocidos o no.

-Motivos como el suyo llevan a los hombres a recorrer el mundo. ¿De dónde viene?

-De los bosques milenarios, en la otra orilla del gran mar.

-Sí, conozco donde quedan. ¿Qué mujer?

-No lo sé.

     Bastante más calmos y austeros, los campesinos derrochaban sencillez. Su piel también curtida por el único sol, pero con otros caprichos. Como encandila-dos, dirigían la mirada al piso, casi todo el tiempo.

-¿Qué le hizo pensar que la hallaría aquí?

-La variedad, supongo. Supe que aquí confluían todas las razas, todos los extractos. Eso me hizo pensar en una mejor elección.

     Su risa resuena aún en mi memoria. Dejó el trago sobre la mesa y se alejó a pura carcajada. Lo seguí furioso con la mirada. Se perdió tras el mostrador, mientras meneaba la cabeza.

     Pasado el mal rato, con la copa ya vacía, pedí a viva voz por el posadero. Se acercó sonriente.

-Espero no me guarde rencor. Hace un rato, no pude aguantar la risa.

-Siéntese un rato, por favor, ya no hay mucho movimiento.

     Él aceptó, arrimó una silla y también se sirvió un trago.

-Me puede explicar el porqué de su reacción.

-Sí. Tal vez no entienda, pero le explico.

-Nosotros no elegimos mujer - dijo, ya serio - el hombre que así lo crea está equivocado.

     Luego de beber un largo sorbo, me miró fijo a los ojos, y casi en un susurro, sentenció:

-Tampoco eligen las mujeres. Todo ha sido tramado, engarzado de antemano.

     Dudé en continuar con esa charla, porque me daba la impresión de estar ante un loco, un desquiciado. Por suerte un parroquiano pedía atención a los gritos en el mostrador. El mozo me dijo que debía atenderlo. Lo disculpé y se alejó. Un par de metros atrás, un hombre de unos 70 años - hizo un gesto para acercarse. Estaba acompañado por una joven dama, muy bella, en contraste con la figura agobiada y seca de él. Acepté con la cabeza y enseguida estaba sentado junto a mí.

-Desde un principio no pude evitar escuchar la conversación que sostuvieron.

-Quisiera decirle algo -.Dijo con una voz jovial y firme.

-Hable, lo escucho.

-Elija. No olvide pensar en sus ojos, sus cabellos, intente que sea torrencial y viernes. Su cuerpo puede ser etéreo o gramilla, no importa.

     Se levantó pesadamente, me hizo una reverencia y un guiño, dio media vuelta y pasó a buscar a la mujer por su mesa. Por como la guiaba, me di cuenta, era ciega. Quedé pensando pero, de pronto, apareció el posadero junto a mi mesa.

-¿Podemos continuar la charla?.

-Sí, sí, por supuesto - Respondí un tanto intranquilo.

     Se sentó frente a mí, se frotaba la barbilla con la mano derecha, como pensativo.

-Le repito que nadie elige en esta vida. Ni las personas, ni los animales. Tampoco los ríos eligen su cauce, ni el granizo dónde y cuándo caer. Todo está destinado. Esa es la palabra justa. Destinado.

-¿Qué le hace pensar que ser posadero de este sitio fue destinado y por quién? 

-Tengo mis motivos. Pero no voy a explicarle todo. Usted haga lo que sienta, Realice su jugada. Solo le pido que conteste:

-¿Cómo piensa elegir a esa mujer?, ¿por su cuerpo?, ¿por su color?, ¿por su voz?- Dígame- ¿cómo piensa hacerlo?

     Miré fijamente su rostro.

-No lo sé.

     Esta vez fui yo quien dejó la mesa. Pagué la cuenta y subí a mi habitación. En las escaleras me encontré con el anciano. Apenas nos cruzamos empezó a decirme:

-Elija, elija. No le recomiendo una mujer nube o domingo. Pero si encuentra una morena, atardecer y frágil, no la deje escapar. Si busca solo belleza, no deje de pasar por el prostíbulo de la comarca. Verá usted, qué puede hallar.

     Unos peldaños arriba, ya en el pasillo, me topé con tres damas  paradas una en cada puerta. A medida que pasaba junto a ellas, sonreían y me miraban fijamente. Cuando traspuse la puerta de mi cuarto, di una última mirada al pasillo para comprobar si era cierto; las tres mujeres estaban allí.

     La puerta se cerró, sin mi ayuda. Al girar comprobé que esperaban todo tipo de mujeres. Todos los colores, todas las tallas y formas.

     Una de ellas, mujer centella, encendió con un simple movimiento la vela  sobre la mesa de noche. Así, comenzó su danza la mujer flama, al ritmo que le inducía la mujer brisa. El resto de las damas  también bailaban. Una pelirroja delgada trataba de aferrarse a mí, pero la mujer sombra le ganó de mano. Según el movimiento de flama, sombra se aferraba a mí, o se alejaba.

    Un desfile incesante de formas, colores, texturas, olores y sonidos desafia-ron mis sentidos. Todas las expresiones se hicieron presentes, desde la cordialidad hasta la agresión. A mis oídos llegaba el estribillo del anciano “ elija, elija “, en una tonada jocosa, casi burlona.  Como poseso me encontré gritando en medio de la habitación:

-¡Es imposible elegir, porque no sé qué quiero!

    Las damas se miraron y me miraron. Comencé a caminar hacia la puerta, Promesa se interpuso en mi camino, pedía que la escuchara. Melancolía, sentada en un rincón, decía ”ya estaremos juntos”.  Una morena alta y bella caminaba descalza a mi alrededor, con los ojos cerrados. Al llegar al pasillo, Sabiduría tomo la palabra, no podía verla, solo la oía:

-Hablaré solo una vez. No podés elegir porque sos solo deseo. Inconsistente, caprichoso y pulsional. Todas estas mujeres, en estado puro, serán parte de la alquimia.

    Aturdido, dejé el cuarto sin mirar atrás. En el salón estaban discutiendo el posadero y el anciano.

-Él no puede elegir - decía uno.
-Él debe hacerlo - contrarrestaba el otro.

    Recuerdo que la palabra alquimia resonó en mi mente durante mi breve estadía en la posada. Hoy, de regreso a mis bosques, comparto el viaje  con una bella dama que elegí (haciéndole caso al anciano). Pero dentro de mí aun escucho las aseveraciones del posadero. Sobre todo, cuando mirándome a los ojos, ella dice que fuimos hechos…el uno para el otro.

                                                                                                                         Junio de 2012

     

Vecinos
                                                                               
                                                               
     Pocos años atrás me compré un ficus. Lo llevé a casa, medía unos 60 centímetros y estaba en una maceta de plástico, que pronto rompió.
    Por falta de un lugar apropiado - tierra firme - lo trasplanté a un macetón grande de cemento, que ocupaba la mitad del patiecito.
    Días después, di por sentado que lo había hecho mal, porque creció torcido. Apuntaba hacia la medianera del fondo. Intenté lograr su verticalidad removiéndolo, apuntalándolo con maderas, tirando con cuerdas atadas a unos clavos que puse en la pared opuesta. Pero el anárquico espécimen siguió el rumbo que quiso. Lo dejé.
    Al tiempo noté, que por los agujeros de drenaje del macetón, salían unas raíces finitas, luego se hicieron como sogas, y se metían; una por el desagüe, otras por las grietas de las paredes, y una de ellas invadía la cucha de mi perro.
     Días enteros el perro mordisqueó la raíz intrusa. Pero en una invasión suicida, a pesar de las heridas, ellas avanzaron en todos los frentes, a puro destrozos y taponamientos.
      Poco a poco, el patiecito se convirtió en ficus. No quedó lugar para el perro, que pasó a vivir conmigo. 
     Los vecinos comenzaron a traerme quejas, uno a uno.
      La copa del árbol fue tomando los espacios abiertos linderos. Sus ramas rompieron ventanas, canaletas y tejas. De manzanas cercanas me llegaron reclamos porque las raíces causaron daños en cimientos, tuberías, inodoros, y hasta por la usurpación total de un sótano.
     Entonces comenzaron las denuncias municipales, policiales, y las agresiones e insultos hacia mi persona.
     Aprovechando una de mis salidas, un grupo numeroso, lo linchó. Lo atacaron con hachas y machetes. Luego quemaron sus restos y parte de la casa.
     Esa misma tarde me mudé, me alejé lo suficiente del barrio y nunca más volví.
     Por las noticias, lo supe, algunos vecinos quedaron muy mal emocionalmente. Aseguraban que nunca podrían olvidar el intenso olor de la combustión y los gritos desesperados.



                                                                                  
             





Caballos



El temblor de la tierra fue el primer indicio; el sonido apagado pero intenso, el segundo. Mi mirada fue intuitiva hacia el sonido.

La columna de tierra, un humo – zigzaguea - entre las copas de los cipreses, tras la cuesta.
No sabía qué esperar, pero indudablemente algo iba pasar, algo se acercaba.

De pie, junto al álamo solitario, esperé ansioso.
 Los caballos aparecieron a todo galope, en ese atardecer naranja,
cuando el sol de febrero comenzaba a ocultarse
tras la loma alta.

                                      Maravilloso                                                              
                     espectáculo.
                                .
La tropilla, salida de la nada pasó junto a mí, a toda velocidad, derrochaba energía. Todos vista al frente y en alto.
El de las crines claras y piel oscura pareció mirarme con su ojo lateral.

Silentes los dos, el árbol y yo, quedamos quietos; no calmos.
Él se estremeció en sus hojas y ramas y yo vibré en una armónica que recorrió mi medula… mi tronco. 

Esa conjunción de fuerza y belleza se adueñó del momento.
        Guerreros en danza previa a la lucha.
Marejada de crines que lamen la arena.
                                              Sonido de tambores acompasados.

Crin clara cerró la escena con un prolongado relincho de despedida.

Una lágrima fue alzada desde el párpado inferior  por mis pestañas, su propio peso la hizo caer por el pómulo, hasta que mi boca probó la emoción.

                   Mientras, desaparecían por el cañadón llevándose el brío,
                                 la magia y el humo que los seguía.
                             La tierra retomó su calma.
                                                     Sequé mi cara,
       y respondí -
                               Adiós.  
.



             


         Trazos
                                                                               
                                                               
     Tomó su lugar habitual, la diagonal principal del trapecio entre los dedos pulgar y anular; el mayor, en parte, fue respaldo. Luego comenzó a deslizarse por la superficie blanca, surcada por rayas equidistantes.
     Salteó las primeras dos, comenzó su danza acompasada en la tercera.
     El ritmo fue continuo por un tiempo. Así bajó cuatro o cinco escalones en la hoja. Algo lo hizo volver atrás. Con un vaivén despiadado fue anulando parte de las piruetas.
     Como quien toma  aire, o coraje para un gran salto, se dio varias veces de punta contra el margen. Rodó sobre el escenario y quedó acostado un rato.
      Lo supo: estaba roto. Quedaría aislado a la espera de restauración.
      Así, fue a parar junto a los otros bailarines con alma de grafito. Eso no le molestaba, estaba acostumbrado. Pero se le hacía insoportable, que “el automático”, hiciera ese fastidioso - tic, tic - y saliera a escena.



                                            


Ovillo     



Mis hebras conocen
                        tus secretos.

Se enamoraron
                  de tus encantos.

Mis fibras vibran,
                  vuelta a vuelta…
                      humedecidas
                         por tu llanto.

Sabes hacer y deshacer,
             la trama que espera
                       al ser amado.

Aprendí a crecer
                      y desaparecer
               en la suave caricia
                       de tus manos.

Veinte años de complicidad,
                              Penélope,
                          veinte años.


                                                        





No hay comentarios:

Publicar un comentario