La posada
Dos semanas completas duró la
travesía por el gran mar. Dentro del barco todo era igual a ayer, idéntico a mañana. Afuera
se repetía el paisaje hasta donde la vista alcanzara. Los pocos pasajeros y
tripulantes despertaban, tal cual se iban a dormir.
Por su ubicación, la posada
de todos los vientos recibía constantemente la visita de personas de la región.
Mi primer día en el lugar - sin proponérmelo - lo pasé tratando de identificar su
procedencia. Sentado en la cantina, los vi mo-verse con gran economía de esfuerzo
- de piel muy blanca y voces apagadas - seguramente montañeses. Bajaban de las
rocosas cercanas para aprovisionar-se y respirar el aire nutrido de oxígeno.
Sus expresiones adustas contrastaban con sus estridentes risotadas.
Había atravesado millas de
agua para buscar, en esa diversidad, una mujer.
Al traerme el tercer trago, el posadero se atrevió:
- ¿Qué lo trae por acá?
En un rapto de sinceridad,
contesté.
-Vine en búsqueda de una mujer.
Fáciles de distinguir eran
los lugareños, su piel quemada por el sol y el viento marino, sus miradas
vivaces, más parlanchines y movedizos que el resto. Cantaban, bailaban y bebían
a toda hora. Saludaban a todos, conocidos o no.
-Motivos como el suyo llevan a los hombres a recorrer el mundo. ¿De
dónde viene?
-De los bosques milenarios, en la otra orilla del gran mar.
-Sí, conozco donde quedan. ¿Qué mujer?
-No lo sé.
Bastante más calmos y
austeros, los campesinos derrochaban sencillez. Su piel también curtida por el único
sol, pero con otros caprichos. Como encandila-dos, dirigían la mirada al piso,
casi todo el tiempo.
-¿Qué le hizo pensar que la hallaría aquí?
-La variedad, supongo. Supe que aquí confluían todas las razas, todos
los extractos. Eso me hizo pensar en una mejor elección.
Su risa resuena aún en mi
memoria. Dejó el trago sobre la mesa y se alejó a pura carcajada. Lo seguí
furioso con la mirada. Se perdió tras el mostrador, mientras meneaba la cabeza.
Pasado el mal rato, con la
copa ya vacía, pedí a viva voz por el posadero. Se acercó sonriente.
-Espero no me guarde rencor. Hace un rato, no pude aguantar la risa.
-Siéntese un rato, por favor, ya no hay mucho movimiento.
Él aceptó, arrimó una silla y
también se sirvió un trago.
-Me puede explicar el porqué de su reacción.
-Sí. Tal vez no entienda, pero le explico.
-Nosotros no elegimos mujer - dijo, ya serio - el hombre que así lo crea
está equivocado.
Luego de beber un largo
sorbo, me miró fijo a los ojos, y casi en un susurro, sentenció:
-Tampoco eligen las mujeres. Todo ha sido tramado, engarzado de
antemano.
Dudé en continuar con esa
charla, porque me daba la impresión de estar ante un loco, un desquiciado. Por
suerte un parroquiano pedía atención a los gritos en el mostrador. El mozo me
dijo que debía atenderlo. Lo disculpé y se alejó. Un par de metros atrás, un
hombre de unos 70 años - hizo un gesto para acercarse. Estaba acompañado por
una joven dama, muy bella, en contraste con la figura agobiada y seca de él. Acepté
con la cabeza y enseguida estaba sentado junto a mí.
-Desde un principio no pude evitar escuchar la conversación que sostuvieron.
-Quisiera decirle algo -.Dijo con una voz jovial y firme.
-Hable, lo escucho.
-Elija. No olvide pensar en sus ojos, sus cabellos, intente que sea
torrencial y viernes. Su cuerpo puede ser etéreo o gramilla, no importa.
Se levantó pesadamente, me
hizo una reverencia y un guiño, dio media vuelta y pasó a buscar a la mujer por
su mesa. Por como la guiaba, me di cuenta, era ciega. Quedé pensando pero, de
pronto, apareció el posadero junto a mi mesa.
-¿Podemos continuar la charla?.
-Sí, sí, por supuesto - Respondí un tanto intranquilo.
Se sentó frente a mí, se
frotaba la barbilla con la mano derecha, como pensativo.
-Le repito que nadie elige en esta vida. Ni las personas, ni los
animales. Tampoco los ríos eligen su cauce, ni el granizo dónde y cuándo caer.
Todo está destinado. Esa es la palabra justa. Destinado.
-¿Qué le hace pensar que ser posadero de este sitio fue destinado y por
quién?
-Tengo mis motivos. Pero no voy a explicarle todo. Usted haga lo que
sienta, Realice su jugada. Solo le pido que conteste:
-¿Cómo piensa elegir a esa mujer?, ¿por su cuerpo?, ¿por su color?, ¿por
su voz?- Dígame- ¿cómo piensa hacerlo?
Miré fijamente su rostro.
-No lo sé.
Esta vez fui yo quien dejó la
mesa. Pagué la cuenta y subí a mi habitación. En las escaleras me encontré con
el anciano. Apenas nos cruzamos empezó a decirme:
-Elija, elija. No le recomiendo una mujer nube o domingo. Pero si
encuentra una morena, atardecer y frágil, no la deje escapar. Si busca solo
belleza, no deje de pasar por el prostíbulo de la comarca. Verá usted, qué
puede hallar.
Unos peldaños arriba, ya en
el pasillo, me topé con tres damas
paradas una en cada puerta. A medida que pasaba junto a ellas, sonreían
y me miraban fijamente. Cuando traspuse la puerta de mi cuarto, di una última
mirada al pasillo para comprobar si era cierto; las tres mujeres estaban allí.
La puerta se cerró, sin mi
ayuda. Al girar comprobé que esperaban todo tipo de mujeres. Todos los colores,
todas las tallas y formas.
Una de ellas, mujer centella,
encendió con un simple movimiento la vela
sobre la mesa de noche. Así, comenzó su danza la mujer flama, al ritmo
que le inducía la mujer brisa. El resto de las damas también bailaban. Una pelirroja delgada
trataba de aferrarse a mí, pero la mujer sombra le ganó de mano. Según el
movimiento de flama, sombra se aferraba a mí, o se alejaba.
Un desfile incesante de
formas, colores, texturas, olores y sonidos desafia-ron mis sentidos. Todas las
expresiones se hicieron presentes, desde la cordialidad hasta la agresión. A mis
oídos llegaba el estribillo del anciano “ elija, elija “, en una tonada jocosa,
casi burlona. Como poseso me encontré
gritando en medio de la habitación:
-¡Es imposible elegir, porque no sé qué quiero!
Las damas se miraron y me
miraron. Comencé a caminar hacia la puerta, Promesa se interpuso en mi camino,
pedía que la escuchara. Melancolía, sentada en un rincón, decía ”ya estaremos
juntos”. Una morena alta y bella
caminaba descalza a mi alrededor, con los ojos cerrados. Al llegar al pasillo,
Sabiduría tomo la palabra, no podía verla, solo la oía:
-Hablaré solo una vez. No podés elegir porque sos solo deseo. Inconsistente,
caprichoso y pulsional. Todas estas mujeres, en estado puro, serán parte de la alquimia.
Aturdido, dejé el cuarto sin
mirar atrás. En el salón estaban discutiendo el posadero y el anciano.
-Él no puede elegir - decía uno.
-Él debe hacerlo - contrarrestaba el otro.
Recuerdo que la palabra alquimia
resonó en mi mente durante mi breve estadía en la posada. Hoy, de regreso a mis
bosques, comparto el viaje con una bella
dama que elegí (haciéndole caso al anciano). Pero dentro de mí aun escucho las
aseveraciones del posadero. Sobre todo, cuando mirándome a los ojos, ella dice
que fuimos hechos…el uno para el otro.
Junio de 2012
Vecinos
Pocos años atrás me compré un ficus. Lo llevé
a casa, medía unos 60 centímetros y estaba en una maceta de plástico, que
pronto rompió.
Por falta de un lugar apropiado - tierra
firme - lo trasplanté a un macetón grande de cemento, que ocupaba la mitad del
patiecito.
Días después, di por sentado que lo había
hecho mal, porque creció torcido. Apuntaba hacia la medianera del fondo. Intenté
lograr su verticalidad removiéndolo, apuntalándolo con maderas, tirando con cuerdas
atadas a unos clavos que puse en la pared opuesta. Pero el anárquico espécimen
siguió el rumbo que quiso. Lo dejé.
Al tiempo noté, que por los agujeros de
drenaje del macetón, salían unas raíces finitas, luego se hicieron como sogas, y
se metían; una por el desagüe, otras por las grietas de las paredes, y una de
ellas invadía la cucha de mi perro.
Días enteros el perro mordisqueó la raíz
intrusa. Pero en una invasión suicida, a pesar de las heridas, ellas avanzaron
en todos los frentes, a puro destrozos y taponamientos.
Poco a poco, el patiecito se convirtió en
ficus. No quedó lugar para el perro, que pasó a vivir conmigo.
Los vecinos comenzaron a traerme quejas,
uno a uno.
La copa del árbol fue tomando los
espacios abiertos linderos. Sus ramas rompieron ventanas, canaletas y tejas. De
manzanas cercanas me llegaron reclamos porque las raíces causaron daños en
cimientos, tuberías, inodoros, y hasta por la usurpación total de un sótano.
Entonces comenzaron las denuncias
municipales, policiales, y las agresiones e insultos hacia mi persona.
Aprovechando una de mis salidas, un grupo
numeroso, lo linchó. Lo atacaron con hachas y machetes. Luego quemaron sus
restos y parte de la casa.
Esa misma tarde me mudé, me alejé lo
suficiente del barrio y nunca más volví.
Por las noticias, lo supe, algunos vecinos
quedaron muy mal emocionalmente. Aseguraban que nunca podrían olvidar el
intenso olor de la combustión y los gritos desesperados.
Caballos
El temblor de la tierra fue
el primer indicio; el sonido apagado pero intenso, el segundo. Mi mirada fue
intuitiva hacia el sonido.
La columna de tierra, un humo
– zigzaguea - entre las copas de los cipreses, tras la cuesta.
No sabía qué esperar, pero
indudablemente algo iba pasar, algo se acercaba.
De pie, junto al álamo solitario,
esperé ansioso.
Los caballos aparecieron a todo galope, en ese
atardecer naranja,
cuando el sol de febrero
comenzaba a ocultarse
tras la loma alta.
Maravilloso
espectáculo.
.
La tropilla, salida de la
nada pasó junto a mí, a toda velocidad, derrochaba energía. Todos vista al
frente y en alto.
El de las crines claras y
piel oscura pareció mirarme con su ojo lateral.
Silentes los dos, el árbol y
yo, quedamos quietos; no calmos.
Él se estremeció en sus hojas
y ramas y yo vibré en una armónica que recorrió mi medula… mi tronco.
Esa conjunción de fuerza y
belleza se adueñó del momento.
Guerreros en danza previa
a la lucha.
Marejada de crines que lamen
la arena.
Sonido
de tambores acompasados.
Crin clara cerró la escena
con un prolongado relincho de despedida.
Una lágrima fue alzada desde
el párpado inferior por mis pestañas, su
propio peso la hizo caer por el pómulo, hasta que mi boca probó la emoción.
Mientras, desaparecían por el cañadón llevándose el brío,
la magia y el humo que los seguía.
La tierra retomó su
calma.
Sequé mi cara,
y respondí
-
Adiós.
.
Tomó su lugar habitual, la diagonal principal
del trapecio entre los dedos pulgar y anular; el mayor, en parte, fue respaldo.
Luego comenzó a deslizarse por la superficie blanca, surcada por rayas
equidistantes.
Salteó las primeras dos, comenzó su danza
acompasada en la tercera.
El ritmo fue continuo por un tiempo. Así
bajó cuatro o cinco escalones en la hoja. Algo lo hizo volver atrás. Con un
vaivén despiadado fue anulando parte de las piruetas.
Como quien toma aire, o coraje para un gran salto, se dio
varias veces de punta contra el margen. Rodó sobre el escenario y quedó
acostado un rato.
Lo supo: estaba roto. Quedaría aislado a
la espera de restauración.
Así, fue a parar junto a los otros
bailarines con alma de grafito. Eso no le molestaba, estaba acostumbrado. Pero
se le hacía insoportable, que “el automático”, hiciera ese fastidioso - tic,
tic - y saliera a escena.
Ovillo
Mis hebras conocen
tus
secretos.
Se enamoraron
de tus encantos.
Mis fibras vibran,
vuelta a vuelta…
humedecidas
por tu llanto.
Sabes hacer y deshacer,
la trama que espera
al
ser amado.
Aprendí a crecer
y
desaparecer
en la suave caricia
de
tus manos.
Veinte años de complicidad,
Penélope,
veinte
años.
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