martes, 26 de noviembre de 2013

Pestañeo, un cuento de Santi R. Tombetta, noviembre de 2014

                                  Pestañeo

Estaba arrodillado, tierra y pasto todo alrededor. El hombre que esperaba a mis espaldas -fornido, campera de cuero marrón, pelo corto negro y una cicatriz inconfundible a través del ojo- sostenía el arma apoyada contra mi nuca. Las  fuertes luces del horizonte me dejaban casi ciego.
-          ¿Un último deseo?
-          Sabés que no soy de esos, idiota, hacé lo que tengas que hacer.
-          Una pena, eras uno de los que valía la pena.
Sentí un paso hacia adelante, como si se hubiera acomodado. La presión en el gatillo aumentó, esperadamente.
Me desperté en el parque, estaba en un segundo plano, expectante, sólo veía  a un tipo alto, pelo negro, camisa holgada y jeans claros. Iba con su hijo, enseñándole a andar en bicicleta. El chico llevaba puesta la capucha y la capa de Batman, parecía aprender rápido, pedaleaba para evitar el derrape. Me levanté del banco verde y empecé a caminar por el camino de piedritas naranjas rodeado de verde pasto. Al rato de caminar, llegué a un interior, parecía mi cocina -luminosa, rodeada de ventanas, alacenas de pinotea- pintada de un naranja muy suave con la mesa en el medio. Había mucha gente y, apoyados contra la mesada, un chico y una chica de unos 20 años, charlaban muy amistosamente, sonreían. No los reconocí. Pero, como dice Roland Barthes, eran el staduim de mi foto mental, el epicentro. Salí de la cocina y llegué al patio de atrás, había ruido en la terraza, sonaban varias voces masculinas, aplausos y una o dos guitarras. Un olor exquisito a carne salía de la parrilla. Di media vuelta, pasé entre un par de personas y salí por la puerta delantera.
Retomé la marcha y seguí caminando, un auto negro me pasó a dos milímetros de los pies, pero no sentí la sensación de peligro. Terminé de cruzar la calle y vi a tres amigos esperar el colectivo. Reconocía la esquina, con el “Farmacity” atrás. Pasaban el 5, el 36, el 49, el 92 y el 107 por ahí, pero no era esa la calle, no era de tierra, nunca hubo calles de tierra en el medio de la ciudad. Me llamó la atención que de esa conocida esquina saliera una calle de tierra, no la había visto nunca. La seguí, vi un auto bordó que, perpendicular a la calle y, extrañamente lento, levantaba tierra y se veía a kilómetros. De repente, me percaté de la abierta geografía. Estaba en el medio del campo, andaba entre plantaciones de soja, por Córdoba o por los alrededores. Paz, el auto ya había pasado, dejó una polvareda que rápidamente se disipó.

Seguí mi marcha, mientras admiraba el paisaje, caí en la banquina. Barro, agua, todo por mi ropa y cara. Me levanté, el campo estaba en el cercano horizonte. A unos kilómetros, me encontré con un edificio. Algo raro pasaba al costado en el callejón. Tres personas hablaban en círculo muy por lo bajo, olía a matufia. Pasé por al lado y hasta trastabillé con una lata en el piso. Uno de los tres levantó la cabeza, en símbolo de atención, aunque giró hacia el otro lado. Extraño. Intenté escabullirme, con éxito. Volví a caminar para el lado del campo, que se acercaba a mí, entonces cambiado. Ya era de noche, más lejos, un estadio de fútbol. Paradójicamente el entorno había mutado en un descampado. Sentí unos ruidos extraños a la derecha, las luces eran cada vez más violentas en mi retina. Entrecerré los ojos y vi a un tipo alto, grandote, con una campera de cuero marrón y tres rayas amarillentas en la manga. Sostenía un arma apoyada en la nuca de un tipo arrodillado. Escuché el tiró y, después de eso, no sentí más nada.

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