1.
El reloj amarillo
No fue un impulso. Fue una decisión. Debo
contar la historia de esta.
Era de noche. Y fueron muchas noches. El reloj amarillo sonaba igual
a sus gritos y yo ya no podía escucharlos más.
Ese fue el punto final. Decidí también ceder un día más a seguir sus
pasos hacia el departamento del doctor, hasta el café.
Y en casa lo hice.
Ella estaba en la mesa de la computadora. Yo, entumecida. La
medicación antipsicótica seguía aumentando la rigidez de mi mirada y de mis
músculos.
Habíamos vuelto con ella de
la visita al psiquiatra. No quería comer y ella me gritó, no fue sorpresa en
absoluto. Tengo que explicar los resultados fisiológicos que provoca en mí
escucharla gritar: comienza en los intestinos, en la laringe, en el estómago,
todo al mismo tiempo. Como si un cáncer se apoderara de todo mi cuerpo e
hiciera de mi cuerpo una masa de carne putrefacta.
Cuando ella me gritó, mis intestinos se movieron frente al timbre de
su voz, como una serpiente. Mi boca amancillada, mis ojos como a la espera de
una terrible sentencia. Gritó una vez más frente a mi indiferencia. Entonces
asentí a mí misma en un gesto seguro.
Ella me miraba desde la mesa como si yo hubiera estado loca. Era lo que ella no
terminaba de corroborar, pero lo repetía una y otra vez. Como todo lo que salía
de su boca injuriosa.
Su cara de enojo mostraba en su cabello desordenado la infelicidad de su expresión.
Sin decir nada me paré. Me acerqué, con tranquilidad, me miraba
sorprendida, a la espera de vociferar algo otra vez. La tomé de los brazos para
que no se moviera y le tapé la boca un tiempo, la empujé y cayó al suelo, me
acerqué a la ventana y arranqué las cortinas: con las cortinas de cuerdas, la
até a una silla. De su boca color carmín salían estruendosos sonidos, sirenas,
finos, eléctricos. Su cuerpo se retorcía en cada golpe, la empujé contra la
pared. Ella se desmayó. De su cabeza comenzó a brotar sangre, espesa y oscura.
Tomé la cortina (ya ensangrentada) y
comencé a atar partes de su cuerpo: primero las manos, luego sus piernas, más
tarde su cabeza. Ella movió un poco los ojos y, con un golpe duro, la hice
dormir otra vez: debía olvidar la visita al doctor, esa visita en la que me
había hecho tomar té mientras ella tomaba el café y dejaba su marca de rouge en
la taza. Mi mamá se retorcía
insultándome, parecía disfrutar de su agonía. Cuando ya no se movió, puse un
espejo de tocador bajo su nariz para saber si aún estaba viva. Respiraba. Como
una bestia, aún respiraba. Comencé a sentir miedo de que quedara viva o muerta.
Me daban mucho miedo cualquiera de las dos opciones, pero si no la mataba
volvería a gritar, volvería a sentir su voz terrible, igual a la de la alarma
del reloj amarillo.
El comedor sórdido del doctor, el Halopidol, mi cuerpo entumecido, el recuerdo del frío de la mañana
que había endurecido aún más mis piernas. Mi mirada frente al espejo de marco
estilo rococó parecía la de un autómata. Y, sobre todo, la mirada tenebrosa del
doctor cuando dijo:
Hagamos tábula rasa.
Corrí su cuerpo atado a la silla contra la pared, me aseguré de que
nada hiciera ruido. Me senté frente a ese cuerpo que comenzaba a parecerse un
zombie salido de una película de terror: esas piernas que empezaban a parecer
azuladas, esa boca que ya no expulsaba
injurias, ese cuerpo que perecería, tarde o temprano. Noté que el efecto del Halopidol ya no me molestaba, como si
una bolsa de energía hubiera sido desplomada encima de mí, como la promesa de
su propia muerte, como si ya nadie hubiese podido despedir como un flato la
palabra psicótica.
No me alcanzó el tiempo para cortarla en partes. Hubiera necesitado
matarla mucho antes, era un modo de
silenciar esa voz que me anulaba, que me quitaba potencia, que me disminuía,
que me injuriaba e inyectaba en mi vida el Halopidol,
ya no quería sentir mis pies pesados como piedras, la mataría, la aniquilaría,
la reduciría a la nada.
Ella movió un pie y, como una cobra, se levantó y gritó al modo de
un gorila: sentí terror. Tomé el jarrón que había en el piso de parqué y se lo
reventé en la cabeza, pero ella era una fiera y su voz estridente me insultaba
otra vez. Entonces fui corriendo, endiosada, y tomé el palo de amasar y volví
hasta ella, cerré los ojos: la golpeé hasta que ya no se movió más, corroboré
que su voz- de una vez por todas- no me enloqueciera más.
Quedé cansada. La moví con mi pierna y apenas se tumbó como una
bolsa de basura. La acomodé y la amarré mejor a la silla.
Me fui a dormir. Puse el despertador del reloj amarillo.
A la mañana siguiente el cuerpo se encontraba ahí, amarrado a una
silla, inmóvil. Sonó la alarma del reloj amarillo. No recordaba qué había
soñado. Tal vez nada.
Me quedé frente al cuerpo durante una hora. Suspiré. El reloj
amarillo se veía desde la sala.
Otra vez sonaría para despertarme de un sueño plácido.
2. El reloj amarillo
Esa mañana me había levantado a las seis. El reloj me había aturdido
y despertado de un sueño plácido. La lluvia había amainado y el frío hacía que
mi cuerpo se entumeciera un poco. La sensación de la contracción muscular se sumaba
al mismo efecto de la medicación que me suministraban los médicos. Fuera de la
ventana, los árboles mostraban la fuerza de sus raíces corrompidas por la
tierra, atadas, voraces en sus ramificaciones, atadas al tronco de manera
irremediable. Yo sabía: me esperaba un día vulgar: visita a los doctores,
acompañar a mamá a hacer compras, dormir una larga siesta, hasta que una vez
más me despertara el reloj amarillo de un sueño plácido. Tenía la intuición todos los días: siempre
habría algo que irrumpiera en mis descansos y me atara con espinas al día, a la
tarde o a la noche.
Mamá estaba vestida con una pollera roja y unos aros indios. Sus
ojos tenían la marca del maquillaje y se había remarcado la boca con el color
que hacía juego con su ropa. Hacía media hora se arreglaba el pelo en el
tocador con un secador. Haberme despertado tan temprano para esperar a que ella
se pusiera bella era cotidiano. Es que yo nunca me arreglaba así: un baño y
ropa limpia, suficiente. Una fuerza intestinal me arrebató de la quietud, ella
dijo que era la hora de salir.
La calle parecía un escenario. Me costaba distinguir lo real de lo
irreal. El anonimato me sorprendía y sólo caminaba, miraba a mamá, daba pasos.
Había que apurarse, los doctores no esperarían mucho. Tocamos el portero
eléctrico del doctor. Sonó como un estruendo. Subimos.
El departamento, sórdido. Los
muebles de roble, los decorados, nudos,
moños gruesos y cintas. Las cortinas, de una tela aterciopelada color verde
oscuro, y emblemas heráldicos.
El doctor dijo:
-Adelante, pase.
Con la cabeza baja y poco entusiasmo, con esperanza de que
terminaran, de una vez por todas, esa visita, las tardes, las noches y el
sonido del reloj amarillo, pasé.
El psiquiatra me miró con sus ojos color roble, densos,
atemorizantes. Hablamos un poco de cosas que nunca habían sucedido, relatos
inconsistentes, repeticiones de sugerencias anteriores, dijo:
-Vamos a hacer tabula rasa.
Al fin había concluido. Ahora entraba mamá, con botas negras y
pollera roja. Yo tenía que esperar afuera. Esa sala de estar parecía un
mausoleo. Se escuchaban los gritos de mamá y yo concentraba mi fuerza en los
tendones, protegidos por una capa fina de halopidol. Sabía que mis ojos no volverían a ser los
mismos, cuando los vi en el espejo con marco estilo rococó de la sala. Noté mi mirada tosca, parecía salir de una película de
terror de zombies. No había gracia, juventud ni alegría. Parecía la mirada de
un asesino serial, sin brillo, el reflejo de una mente sin consciencia ni alma.
La mirada de una psicótica.
Mamá salió enojada del consultorio y el psiquiatra me sonrió con
cierta perversión en su rostro y me dijo:
-Hasta la próxima, Griselda.
Mamá no hablaba. Parecía enfurecida. Me dijo que íbamos a consultar
a otro doctor. Yo pensaba, después de tantos que habíamos visitado, sería
igual, no serviría de nada.
Fuimos a tomar un café. Tomá té, me dijo mamá. Yo odiaba que me
diera esa indicación tanto como no poder tomar decisiones y le dije, bueno, té.
El té de tilo no tenía sabor a nada. La boca roja de mamá pegada a
la taza de café dejaba restos de rouge. Ella sonreía cada vez que pasaba
alguien, parecía estar muy tranquila. Al contrario, yo estaba muy disgustada y
angustiada por los gritos que había escuchado en la visita al doctor. Ella
parecía plácida, distendida, hasta casi alegre.
Llamar al mozo me daba vergüenza, a ella le parecía algo tonto y lo
hizo muy tranquila. El mozo le sonrió, me miró con desprecio y ella lo notó sin
incomodarse. Volvió la sonrisa a él y le dijo que se quedara con la propina.
Cuando llegamos a casa, volví a sentir que estaba al comienzo de un
túnel sin salida. Todo seguiría así. Yo, Griselda, no había vivido, no volvería
a vivir.
Mamá parecía resolver todo en
un camino paralelo de felicidad:
-Voy a prender la estufa, hace mucho frío.
Yo, sentada sobre el sillón del living, esperaba que la fuerza de
ella me moviera hacia alguna acción. Se dirigió a la computadora y no dijo una
sola palabra. Yo le dije que tenía sueño, que iba a acostarme. Ella dijo que
íbamos a comer. Le dije que no quería comer. Un sonido estridente puso mis
nervios de punta:
-¡Y vos nos vas a comer nada! ¡Tenés que comer!
Toda mi fuerza estaba amarrada a las capas del Halopidol, la miré, sabía que era inútil, mis intestinos se
movieron como una serpiente, mis labios parecían estar pegados y secos,
amancillados, mis manos amarradas la una a la otra, mi postura como en un
juicio, mis ojos esperando sentencia irremediable.
…
Sonó el reloj amarillo. Venía de un sueño sin sueños. Mis pies,
pesados como piedras. Fui al comedor. Mamá estaba muerta: atada con una soga,
ensangrentada, amarrada a una silla.
Recordé que no había sido un sueño. La había asesinado la noche
anterior. Fui a apagar la alarma del reloj amarillo, estaba enloqueciéndome.
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