lunes, 24 de noviembre de 2014

Doblete de Gaby Ramos, noviembre de 2014

1.       El reloj amarillo

                 No fue un impulso. Fue una decisión. Debo contar la historia de esta.

Era de noche. Y fueron muchas noches. El reloj amarillo sonaba igual a sus gritos y yo ya no podía escucharlos más.
Ese fue el punto final. Decidí también ceder un día más a seguir sus pasos hacia el departamento del doctor, hasta el café.
Y en casa lo hice.
Ella estaba en la mesa de la computadora. Yo, entumecida. La medicación antipsicótica seguía aumentando la rigidez de mi mirada y de mis músculos.
 Habíamos vuelto con ella de la visita al psiquiatra. No quería comer y ella me gritó, no fue sorpresa en absoluto. Tengo que explicar los resultados fisiológicos que provoca en mí escucharla gritar: comienza en los intestinos, en la laringe, en el estómago, todo al mismo tiempo. Como si un cáncer se apoderara de todo mi cuerpo e hiciera de mi cuerpo una masa de carne putrefacta.
Cuando ella me gritó, mis intestinos se movieron frente al timbre de su voz, como una serpiente. Mi boca amancillada, mis ojos como a la espera de una terrible sentencia. Gritó una vez más frente a mi indiferencia. Entonces asentí  a mí misma en un gesto seguro. Ella me miraba desde la mesa como si yo hubiera estado loca. Era lo que ella no terminaba de corroborar, pero lo repetía una y otra vez. Como todo lo que salía de su boca injuriosa.
Su cara de enojo mostraba en su cabello desordenado  la infelicidad de su expresión.
Sin decir nada me paré. Me acerqué, con tranquilidad, me miraba sorprendida, a la espera de vociferar algo otra vez. La tomé de los brazos para que no se moviera y le tapé la boca un tiempo, la empujé y cayó al suelo, me acerqué a la ventana y arranqué las cortinas: con las cortinas de cuerdas, la até a una silla. De su boca color carmín salían estruendosos sonidos, sirenas, finos, eléctricos. Su cuerpo se retorcía en cada golpe, la empujé contra la pared. Ella se desmayó. De su cabeza comenzó a brotar sangre, espesa y oscura. Tomé la cortina (ya ensangrentada)  y comencé a atar partes de su cuerpo: primero las manos, luego sus piernas, más tarde su cabeza. Ella movió un poco los ojos y, con un golpe duro, la hice dormir otra vez: debía olvidar la visita al doctor, esa visita en la que me había hecho tomar té mientras ella tomaba el café y dejaba su marca de rouge en la taza.  Mi mamá se retorcía insultándome, parecía disfrutar de su agonía. Cuando ya no se movió, puse un espejo de tocador bajo su nariz para saber si aún estaba viva. Respiraba. Como una bestia, aún respiraba. Comencé a sentir miedo de que quedara viva o muerta. Me daban mucho miedo cualquiera de las dos opciones, pero si no la mataba volvería a gritar, volvería a sentir su voz terrible, igual a la de la alarma del reloj amarillo.
El comedor sórdido del doctor, el Halopidol, mi cuerpo entumecido, el recuerdo del frío de la mañana que había endurecido aún más mis piernas. Mi mirada frente al espejo de marco estilo rococó parecía la de un autómata. Y, sobre todo, la mirada tenebrosa del doctor cuando dijo:
Hagamos tábula rasa.
Corrí su cuerpo atado a la silla contra la pared, me aseguré de que nada hiciera ruido. Me senté frente a ese cuerpo que comenzaba a parecerse un zombie salido de una película de terror: esas piernas que empezaban a parecer azuladas, esa boca que ya  no expulsaba injurias, ese cuerpo que perecería, tarde o temprano. Noté que el efecto del Halopidol ya no me molestaba, como si una bolsa de energía hubiera sido desplomada encima de mí, como la promesa de su propia muerte, como si ya nadie hubiese podido despedir como un flato la palabra psicótica.
No me alcanzó el tiempo para cortarla en partes. Hubiera necesitado matarla mucho antes,  era un modo de silenciar esa voz que me anulaba, que me quitaba potencia, que me disminuía, que me injuriaba e inyectaba en mi vida el Halopidol, ya no quería sentir mis pies pesados como piedras, la mataría, la aniquilaría, la reduciría a la nada.
Ella movió un pie y, como una cobra, se levantó y gritó al modo de un gorila: sentí terror. Tomé el jarrón que había en el piso de parqué y se lo reventé en la cabeza, pero ella era una fiera y su voz estridente me insultaba otra vez. Entonces fui corriendo, endiosada, y tomé el palo de amasar y volví hasta ella, cerré los ojos: la golpeé hasta que ya no se movió más, corroboré que su voz- de una vez por todas- no me enloqueciera más.
Quedé cansada. La moví con mi pierna y apenas se tumbó como una bolsa de basura. La acomodé y la amarré mejor a la silla.
Me fui a dormir. Puse el despertador del reloj amarillo.

A la mañana siguiente el cuerpo se encontraba ahí, amarrado a una silla, inmóvil. Sonó la alarma del reloj amarillo. No recordaba qué había soñado. Tal vez nada.
Me quedé frente al cuerpo durante una hora. Suspiré. El reloj amarillo se veía desde la sala.
Otra vez sonaría para despertarme de un sueño plácido.




2. El reloj amarillo
                               
Esa mañana me había levantado a las seis. El reloj me había aturdido y despertado de un sueño plácido. La lluvia había amainado y el frío hacía que mi cuerpo se entumeciera un poco. La sensación de la contracción muscular se sumaba al mismo efecto de la medicación que me suministraban los médicos. Fuera de la ventana, los árboles mostraban la fuerza de sus raíces corrompidas por la tierra, atadas, voraces en sus ramificaciones, atadas al tronco de manera irremediable. Yo sabía: me esperaba un día vulgar: visita a los doctores, acompañar a mamá a hacer compras, dormir una larga siesta, hasta que una vez más me despertara el reloj amarillo de un sueño plácido.  Tenía la intuición todos los días: siempre habría algo que irrumpiera en mis descansos y me atara con espinas al día, a la tarde o a la noche.
Mamá estaba vestida con una pollera roja y unos aros indios. Sus ojos tenían la marca del maquillaje y se había remarcado la boca con el color que hacía juego con su ropa. Hacía media hora se arreglaba el pelo en el tocador con un secador. Haberme despertado tan temprano para esperar a que ella se pusiera bella era cotidiano. Es que yo nunca me arreglaba así: un baño y ropa limpia, suficiente. Una fuerza intestinal me arrebató de la quietud, ella dijo que era la hora de salir.
La calle parecía un escenario. Me costaba distinguir lo real de lo irreal. El anonimato me sorprendía y sólo caminaba, miraba a mamá, daba pasos. Había que apurarse, los doctores no esperarían mucho. Tocamos el portero eléctrico del doctor. Sonó como un estruendo. Subimos.
El departamento,  sórdido. Los muebles  de roble, los decorados, nudos, moños gruesos y cintas. Las cortinas, de una tela aterciopelada color verde oscuro, y emblemas heráldicos.
El doctor dijo:
-Adelante, pase.
Con la cabeza baja y poco entusiasmo, con esperanza de que terminaran, de una vez por todas, esa visita, las tardes, las noches y el sonido del reloj amarillo, pasé.
El psiquiatra me miró con sus ojos color roble, densos, atemorizantes. Hablamos un poco de cosas que nunca habían sucedido, relatos inconsistentes, repeticiones de sugerencias anteriores, dijo:
-Vamos a hacer tabula rasa.
Al fin había concluido. Ahora entraba mamá, con botas negras y pollera roja. Yo tenía que esperar afuera. Esa sala de estar parecía un mausoleo. Se escuchaban los gritos de mamá y yo concentraba mi fuerza en los tendones, protegidos por una capa fina de halopidol.  Sabía que mis ojos no volverían a ser los mismos, cuando los vi en el espejo con marco estilo  rococó de la sala. Noté mi mirada  tosca, parecía salir de una película de terror de zombies. No había gracia, juventud ni alegría. Parecía la mirada de un asesino serial, sin brillo, el reflejo de una mente sin consciencia ni alma. La mirada de una psicótica.
Mamá salió enojada del consultorio y el psiquiatra me sonrió con cierta perversión en su rostro y me dijo:
-Hasta la próxima, Griselda.
Mamá no hablaba. Parecía enfurecida. Me dijo que íbamos a consultar a otro doctor. Yo pensaba, después de tantos que habíamos visitado, sería igual, no serviría de nada.
Fuimos a tomar un café. Tomá té, me dijo mamá. Yo odiaba que me diera esa indicación tanto como no poder tomar decisiones y le dije, bueno, té.
El té de tilo no tenía sabor a nada. La boca roja de mamá pegada a la taza de café dejaba restos de rouge. Ella sonreía cada vez que pasaba alguien, parecía estar muy tranquila. Al contrario, yo estaba muy disgustada y angustiada por los gritos que había escuchado en la visita al doctor. Ella parecía plácida, distendida, hasta casi alegre.
Llamar al mozo me daba vergüenza, a ella le parecía algo tonto y lo hizo muy tranquila. El mozo le sonrió, me miró con desprecio y ella lo notó sin incomodarse. Volvió la sonrisa a él y le dijo que se quedara con la propina.
Cuando llegamos a casa, volví a sentir que estaba al comienzo de un túnel sin salida. Todo seguiría así. Yo, Griselda, no había vivido, no volvería a vivir.
 Mamá parecía resolver todo en un camino paralelo de felicidad:
-Voy a prender la estufa, hace mucho frío.
Yo, sentada sobre el sillón del living, esperaba que la fuerza de ella me moviera hacia alguna acción. Se dirigió a la computadora y no dijo una sola palabra. Yo le dije que tenía sueño, que iba a acostarme. Ella dijo que íbamos a comer. Le dije que no quería comer. Un sonido estridente puso mis nervios de punta:
-¡Y vos nos vas a comer nada! ¡Tenés que comer!
Toda mi fuerza estaba amarrada a las capas del Halopidol, la miré, sabía que era inútil, mis intestinos se movieron como una serpiente, mis labios parecían estar pegados y secos, amancillados, mis manos amarradas la una a la otra, mi postura como en un juicio, mis ojos esperando sentencia irremediable.
Sonó el reloj amarillo. Venía de un sueño sin sueños. Mis pies, pesados como piedras. Fui al comedor. Mamá estaba muerta: atada con una soga, ensangrentada, amarrada a una silla.
Recordé que no había sido un sueño. La había asesinado la noche anterior. Fui a apagar la alarma del reloj amarillo, estaba enloqueciéndome.




No hay comentarios:

Publicar un comentario