COCINAR UN SALMÓN
Ada
se levantó temprano esa mañana. Había dejado las sábanas, no sin antes
arrepentirse varias veces, ni bien el sol hizo su estelar aparición. Los ojos
se le escaparon por la ventana y se quedó quieta un minuto, mientras
contemplaba la danza de colores cambiantes en el cielo. El día sería muy largo.
Pero estaba decidida a hacerlo.
Se
duchó rápido. Las agujas de agua le golpeaban con ligereza la espalda.!!!! Se
dio tiempo para sentir la caricia del
jabón sobre la piel y la energía de la tela de toalla, mientras se frotaba
brazos y piernas. De todos modos, estuvo a las ocho en punto en la puerta del
mercado, un segundo antes de que abrieran. Había hecho el pedido previamente y,
cuando llegó a la pescadería, un salmón lustroso, de unos dos kilos, la
esperaba sobre el mostrador. Los ojos del pez estaban brillantes, fijos en sus
órbitas, en una resignada contemplación de lo inmutable.
-
¿Falta algo?- le preguntó el vendedor mientras envolvía el pescado.
La
pregunta retumbó en la cabeza de Ada y sintió como un puño se cerraba sobre su
estómago. Tintineó un alerta en su cerebro y, con rapidez, salió del trance.
-
¿Cuánto es?
Con el vientre todavía acartonado, llegó a su
casa. Estaba dispuesta a no echarse atrás. Iba a preparar el salmón rosado con
salsa de alcaparras y aceitunas, el preferido de Gato. Antes de empezar,
domesticó la rebelión de sus rizos, sujetándolos con una hebilla y se dispuso a
filetear el pescado. Una vez que le quitó la cabeza, deslizó el cuchillo
longitudinalmente para abrirlo por la
mitad, a lo largo del espinazo. Lo introdujo en la carne, con firmeza, desde la
cola hacia arriba. Con el chasquido de un cierre relámpago, llegó hasta el
final. ¿Falta algo? Otra vez la pregunta estalló en su memoria. Dejó los
filetes sobre la mesada. Una a una,
desterró las espinas de la carne.
Colocó el resto de los ingredientes en hilera: de
derecha a izquierda, la acidez rutilante de dos limones, seguida de seis
aceitunas negras en actitud de militancia, una cebolla dispuesta a arrancarle
lágrimas de inmediato, veinte gramos de alcaparras... ¿Falta algo?,
repiqueteó en su mente. El pimentón dulce hizo su aparición de la mano de la
cocinera. Sal y pimienta para alegrar el plato. Por fin iba a comenzar. Desnudó
el limón y separó los gajos de la piel dejándolos i como animalitos que
hubieran perdido su caparazón. Las manos le ardían. Las enjuagó bajo el chorro
fresco de la canilla. Una vez picadas las aceitunas, depositó el pequeño
ejército de negros insectos sobre un plato. Separó en dos grupos las
alcaparras. ¿Falta algo? La pregunta le estalló una vez más en el
cerebro. El eco se le deslizó en espiral
por el cuerpo y llegó al estómago. Picó la cebolla y el llanto se le desbordó.
Bajó, caliente, y se alejó de su cara después de rodar por la barbilla, hasta
caer sobre el plato donde los limones esperaban el exótico condimento. En dos platos separados, distribuyó la acidez
de los limones y la dulzura de la cebolla. A ambos les agregó alcaparras, pimentón,
pimienta y les regaló un hilo generoso de aceite de oliva. Los gajos desnudos
de limón brillaron como joyas en un mar verdoso. Unió las dos preparaciones.
Desde el fondo de su cráneo tronó: ¿falta algo?
Separó
varias tajadas de cada filet. Puso a calentar la sartén sobre el fuego hasta que
el aceite se transformó en agua. Los trozos de salmón crepitaron a dúo. A Gato
le gustaban a punto, cuando el calor llegaba apenas al centro del salmón. Una
vez que el pescado estuvo listo, lo bañó con la salsa. Los trozos de limón,
ahora amigos de la cebolla, acariciaban la carne rosa-anaranjada y las
alcaparras se deslizaban hacia el plato, donde las esperaba el resto de la
salsa.
Ya era mediodía. Dispuso sobre la mesa un
individual bordado, los mejores cubiertos y una copa con vino. ¿Falta algo?,
bramó en su cabeza mientras cortaba el salmón, brillante, casi crudo. En la
ventana, el cielo estaba cargado de nubes. El sol se veló detrás de una de
ellas.
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