Casablanca (la pelota
no se mancha)
Había ingresado a la clínica,
reformatorio, hospital o lo que haya sido, en shock pero vivo, en shock pero en
sueño. Las paredes blancas con olor a lavandina vieja y desconocida, sin cuadros,
infinitas y sin esperanza, no lo asustaron. Eran los demonios limpios,
ordenados, organizados en tiempo y espacio, quienes ahora entraban en su vida.
La cuarta pichicata le dolió en la cola roja como la de un orangután. Entonces,
recordó a los monos de la tele que se subían sobre los hombros de Tarzán. Saltaban
sobre su melena larga, se abrazaban, rascaban sus cocos llenos de piojos, jugaban, no planeaban nada. El chico quiso
hacer lo mismo con sus piernas. Le picaban. Pero estaba atado como un fiambre
envuelto en papel blanco listo para el horno. Escuchó a unos gigantes con guardapolvos azules murmurar
cerca de él:
‘Delira, Delira. ¿Le damos más?’.
Por suerte para él se fueron con
las cabezas bajas e ingresaron en las paredes llenas de nieve y montañas de hielo. Le quedaba un poco de conciencia
antes de meterse en el abismo largo, lechoso, de su mente. No había dolor. Sólo
sentía pena por el total abandono, por
el desprecio del mundo hacia su cuerpo. Para su
dicha todo aquel
polvo negro fue barrido por el huracán, el soplo salvaje de sus fantasías.
Maradona no estaba solo. Por el
cuadrado de la tele se lo podía ver chiquito,
como un duende rodeado de amapolas venenosas, de apariencias
inofensivas pero letales. Dejaban caer sus pétalos llenos de agujeritos
alrededor de él. ‘Por favor, sin micrófonos’. Le oyó decir. Parecía que lo
podía tocar. Sus brazos eran tan largos como los de Gulliver. Sin embargo, no
llegó a subir el volumen. El Diego gesticulaba, agitaba sus manos hinchadas de venas azules y
movía de un lado para otro su cabeza blanca, pero no se lo oía. Un enorme micrófono
de ambiente llegó desde arriba sin que el ‘10’ se diera cuenta. Entonces el
mundo pudo escuchar su anécdota. El chico retiró sus brazos y, como un hombre
goma, se recluyó dentro de las sogas de su cama para oír a su ídolo:
‘No recuerdo bien…pero les quiero decir
que no soy Borges ni Muhamad Alí, sino sólo y el mejor. Así lo vivía dentro del
campo. Sin embargo, en el partido contra Alemania, cuando salimos segundones,
fue la primera vez que sentí un miedo tan profundo como mi magia. Chicos, ¿se
acuerdan? Iba con la pelota de aquí para allá. Se la quería pasar a alguien
subido al cielo, pero me faltaba ‘El Pàjaro’. Los teutones nos estaban comiendo
el culo. No había mucho tiempo que perder. ¿No, queridos? Necesitaba esa salida
clara, despejada de rivales. Ese pase al vacío que nos metiera en la gloria del
mundo. ¡No había nadie!, ¡no había nadie! Yo sólo no podía hacerlo. No estaba
viejo como ahora, pero me dolía el alma.
¡Carajo! ¿Quieren que les cuente la verdad? Hubiera dado todo por ese
gol antes del tercero de ellos. Me hamacaba para aquí y para allá. Doblé la
cintura, quería esquivar al rubio grandote de Terminator. ¡Nada, che!, nada. En
un momento dado, voy sobre la izquierda de la línea para hacer la rabona y no
lo van a poder creer… Se me suelta un chif. Un…chif de los pantalones. ¡Me estaba
cagando! Fruncí el culo y no hubo caso. Justo cuando lo vi sólo al Vasco
remontar hacia el cielo, se me suelta el sorete. El Narigón desde el banco me
gritaba: ¡Dale, Diego, dale! Por los pasillos de la cancha escuchaba el murmullo
de la gente. Los perros de la poli me ladraban. Todos los chicos estaban
esperando mi pase mágico. No los podía defraudar. Pero el Vasco se corrió hacia
la derecha. ¡Yo lo quería a la izquierda! Me demoré ¡Qué va a hacer! ¡Todo por
cortar clavos! El sorete salió torcido. ¡Por suerte no cayó al suelo! El tercer
gol de los putos Teutones vino antes que terminara de cagarme encima y pidiera
cambio.’ ‘Pero Diego, si no saliste ¡Y ganamos, Diego!, ¡ganamos! , le dijo un
cuervo vestido de traje detrás de él. Se le veían los pantalones de fina tela
azul y brillante. Nada más. El resto de los buitres lo acompañaba y estaba alrededor del ídolo. Maradona, de cuclillas,
como posado con su culo, manos y pies sobre una pelota invisible, era la principal
imagen de la pantalla. De pronto, el Diego giró la cabeza. Miró hacia arriba y
le contestó: ‘¡No te dije que tuve miedo! ¡No te dije que le tuve miedo al
cielo de blancas palomitas! ¡A ver si la entendés!, ¡qué partido miraste! Por
suerte hoy estoy acá entre ustedes y les puedo contar lo que nunca se supo.’
El pibe 10 lagrimeó un poco y, después, soltó una carcajada contagiosa
que hizo reír al mundo. Al Diego se le perdona todo.
El chico ladeó un poco la cara para la
derecha, otro para la
izquierda. Le picaban
las rodillas. Quiso gritar ¡Enfermera! ¡En-
fermera!, pero le
salió un eructo, después un vómito, al final una sonrisa y se durmió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario