martes, 20 de mayo de 2014

Los años de la duda, un texto de Gabriela Ramos, mayo de 2014

Los años de la duda
Eran cinco hermanos. Uno había muerto de neumonía en un hospital prestigioso porque los médicos nada habían podido hacer. Los cuatro hermanos restante se dejaron de ver luego de esa muerte: Roque se metió a trabajar de periodista en un diario; Luis, en un hospital de provincia como radiólogo, Jorge como humorista en una revista conocida y Patricio entró en una escuela, de portero.
Roque trabajaba de forma exigente, sus dedos callosos se fundían en la sombría oficina del diario, tecla por tecla, su mirada en la opaca pantalla de la computadora, sus pies tiritaban cuando la angustia crecía como los papeles sobre los escritorios.
Los hermanos no se vieron, no se hablaron, no se pensaron. Pero sí, los cuatro sentían un dolor en el pecho difícil de aguantar. Roque comenzó a tomar güisqui todas las noches; Luis comenzó a inyectarse anestesia; Jorge, a fumar marihuana y Patricio, a tomar clonazepan.  Las vidas de los hermanos se volvieron muy duras y en la piedra más maciza quedó anclada la muerte del hermano Raúl, como una espina de mucho filo. Todos los días, cada uno iba al trabajo, pagaba las cuentas, comía comida rápida, tomaba sus drogas y salía a tomar aire por las noches cuando el dolor se volvía agudo.
Cuando Luis se inyectaba, su piel se volvía traslúcida como el líquido de la jeringa, sus ojos insulsos y tristes como los azulejos de las salas de radiología. Él respiraba hondo el aire contaminado por los líquidos antibacteriales que repartían las mujeres de limpieza del hospital y los enfermos se erizaban en la piel de Luis y en sus pasos, pesados como la tristeza de los parientes y amigos en espera, hundidos y duros como el cemento del Hospital.
                Roque se enamoró de una locutora de radio. Luis tuvo un hijo con una mujer a la que no amó nunca;  Jorge se puso en pareja con otro hombre porque ambos se admiraban mutuamente y compartían el amor por el humor; Patricio se enamoró de su trabajo y de cuidar a los chicos de la escuela.
                Patricio engordó a medida que iban pasando los años, como una galletita en el agua, su cuerpo creció y su tristeza se hizo grande como el vacío de las aulas cuando los chicos se iban, como un reloj de arena que dejaba la marca del vacío de una hora.
Jorge era delgado, se vestía de modo que jugaba bien con las luces de neón de las noches de Constitución. Su rostro brillante como el reflejo de la luna sobre las baldosas, su paso fugaz, como el vuelo de un murciélago de una plaza de pueblo en la que no hay nadie, su angustia tan grande como la incertidumbre de que hay un cielo que jamás veremos de otros modos. Su espalda, como el caparazón de los años de la duda.
                Roque sufrió un desengaño amoroso, nunca se recuperó y nunca más pudo creer en el amor, hasta se aseguró que no sabía de qué se trataba; Luis cuidó de su hijo durante cuatro años, pero antes que el chico cumpliera los cinco le prohibieron verlo, ya que se corrió el rumor sobre su adicción a la anestesia;  Jorge sintió el amor en lo más profundo de su ser y conoció la felicidad; Patricio murió del corazón antes de cumplir los veinte años de trabajo en la escuela.
                A los tres años de la muerte de Patricio, Roque decidió buscar a sus hermanos. Lo primero que encontró fue que Patricio estaba muerto. Jorge se había ido a México con su amante, así que sólo pudo ver  a Luis.
                Se encontraron en un bar cerca del Puerto. Roque pidió un güisqui y Luis pidió un agua mineral sin gas. Hablaron poco. Se miraron con tristeza infinita. Sintieron una angustia muy fuerte y pudieron comunicar muy poco con palabras.
                Luis murió de sobredosis un dos de mayo del año dos mil seis. Roque se mudó a un barrio residencial y vivió una vida de lujuria y desmesura.
                Jorge volvió a la Argentina en el año dos mil trece. Estaba entusiasmado, con su pareja querían adoptar a un chico, contentos porque  podían casarse.

                Jorge nunca se enteró de la muerte de Patricio ni de la de Luis. Jamás volvió a ver a Roque. Pero llevaba una espina de hierro en el corazón, la que le permitía amar con locura  y sufrir intensamente.  Cargó en el caparazón los años, la duda.

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