El Relieve
El atardecer se despedía en el
vidrio sucio de la puerta de la cocina, como el sonido de un grillo triste.
Despacio se anunciaba en las largas sombras y se iba, de a poco, como los pasos
de Mariela en la casa en busca de algo que hacer. Ella era delgada, de pelo
rojizo, ojos grises y estatura baja. Para julio iba a cumplir los once años y
quería que su abuelo le regalara un cuadro, de esos que atesoraba en acordes
armónicos en un cuarto en el que ella jamás había entrado. Y justo, en ese momento,
le dieron ganas de conocerlo. Sabía que
no era lo correcto, pero con sus casi once años se sentía no sólo con derecho
sino, sobre todo, con una curiosidad enorme.
La noche se acercaba, entonces Mariela ganó coraje y, con cuidado
extremo, grave, silencioso como el último acorde de la tarde, abrió la puerta.
El último rayo de sol desapareció del piso de pinotea y el paso sordo de ella
hizo acento en la oscuridad. Ella, a la espera de que su abuelo la
sorprendiera. Como no lo vio cerca ni oyó su voz, dio el paso siguiente.
Prendió la luz y abrió d sus ojos grises de sorpresa. Allí no sólo había
cuadros hermosos, sino también esculturas de cemento y de yeso. Caminó como si
la oscuridad diminuta de cada objeto que veía y
la melodía de la atmósfera tibia
la hubiesen llevado en una patineta, como si la hubieran atraído y contenido al
mismo tiempo. Se arrimó frente a un relieve de cemento de una figura asiria,
una especie genio alado: rozó con sus manos las alas y continuó luego hacia la
cabeza. Se detuvo durante unos minutos a inspeccionarlo. De pronto, se abrió de
par en par la ventana: entró una ráfaga. Los cabellos de Mariela al viento, su
cara se tendió a la fresca ventisca, con los ojos cerrados. Entonces se escuchó
un ruido fuerte y ella se dio vuelta, era Gabriel:
-¿Qué estás haciendo acá? –Preguntó amablemente.
-Nada, sólo miraba, abuelo… Es que se había escuchado un golpe y
tuve que entrar a ver qué pasaba. Estaba justo por cerrar la ventana, era el
viento. –titubeó Mariela su débil
argumento.
-No hay que entrar por más ruidos que escuches acá. No se entra en
este cuarto. Tenés prohibido entrar acá. –Dijo su abuelo con seriedad.
-Es que yo nada más… Es que por ahí… Se viene una tormenta y…
-Y nada. No podés entrar acá y punto.
Mariela bajó la cabeza y, sin levantar los pies, avanzó hacia la
puerta, un poco quejosa. El abuelo le sonrió con ternura:
-Algún día te voy a dejar entrar. Dentro de poco, cuando cumplas los
once.
-Bueno, entonces voy a esperar. -Dijo Mariela con sabiduría.
Pasaron las semanas, los meses y llegó el cumpleaños de Mariela.
Ella había crecido cuatro centímetros y
su cuerpo había cobrado fuerza y vigor. Ya se parecía a una adolescente, aunque
fuera una nena. Hacía mucho calor y el
sol sonaba como un Do grave sin
interrupciones, casi como un silencio pesado y denso. Ella ya estaba en malla,
libre de ropa y zapatos que le dieran calor. Se paseaba por la casa
despreocupada, musicalmente, sin obligaciones aunque en busca de algo con qué
entretenerse. El abuelo le había hecho una torta con cobertura rosa y unos
muñequitos de mazapán. La mañana estaba limpia y blanca, todo olía a flores y
torta. Entonces el abuelo la llamó:
-Este día quiero que conozcas el cuarto al que no te dejo ir.
-¿En serio? –Preguntó ella ansiosa.
-Por supuesto. Vamos.
Caminaron despacio y ella paraba para dar saltitos y sonreírle. El
abuelo abría la puerta, mientras le hacía muecas y ella reía y reía.
-¡Pase, señorita!
El cuarto era enorme, un sonido metálico lo cubría todo, como un
secreto que debía ser guardado se esparcía, como un candado de hielo. Sus pestañas brillaban en el silencio de la
espera, bañada de una luz blanca, rozagante. Le preguntó al abuelo:
-¿Y estos son todos tus trabajos, de toda la vida?
-No, son sólo algunos. Son pocos en comparación con todos los que
hice en mi vida.
-¿Por qué no los tenés todos?
-Porque los vendí, los regalé, otros los perdí en las mudanzas.
Ella empezó a preguntar por cada uno de los cuadros y esculturas. Él
iba respondiendo y contando historias y cosas sobre cada uno. Y entonces llegó
el momento del genio alado:
-Sobre este, sólo puedo decirte que no es mío, no puedo decirte
quién lo hizo.
Ella insistió toda la tarde y hasta la noche no se cansó de
preguntarle. El abuelo no le dijo ni una palabra, repetía: No, porque no te lo puedo decir y punto.
Entonces ella se rindió. Aceptó, luego de mucho reflexionar, que él
jamás le diría quién había hecho aquél relieve.
Pasaron los años en un guitarrear y Mariela cumplió los trece y
entró a la escuela media. Había elegido una escuela de arte. Estaba
entusiasmada y quería que el abuelo le enseñara muchas cosas para que ella
pudiera ir a la delantera. Así, llegaría a ser una artista buena, no quería ser
famosa, quería ser buena.
Así, el abuelo le ofreció darle clases una vez por semana de
escultura, porque ella le había pedido que le enseñara a hacer relieves como el
que había hecho el innombrable, el hombre misterioso. Quería realizar un
trabajo parecido a aquella hermosa escultura de relieve. La primera clase
vieron cómo se trabajaba con la arcilla, el amasado, luego el dibujo sobre una
plancha, más tarde el relieve por adición de materia.
A la segunda clase seguían
definiendo al genio y sus alas. Ella se sentía muy motivada con el trabajo y
cada clase se había calificado como una buena principiante, se sorprendía de
los resultados y se desafiaba con
firmeza y coraje.
A la tercera clase trabajaban con la arcilla aún, ella estaba muy
concentrada y sonó el timbre con un quejido parecido al de un lobo en noche de
luna llena.
Gabriel se acercó a la puerta de la entrada, preguntó quién era y de
pronto la abrió. Gritos:
-¡No podés venir después de treinta años a molestarme! ¡Desaparecé
de acá! ¡No quiero hablar con vos!
Mariela se asustó y lo dejó todo para esconderse detrás de la
puerta, como si se sintiera culpable de aquellos gritos:
-¡No, no insistas! ¡No quiero verte! ¡Es que no voy a dártela jamás!
Mariela, en la sombra aguda de la puerta, comenzó a intuir de quién
podría tratarse y empujó la puerta y corrió hacia la entrada de la casa.
Escuchó los murmullos del abuelo. En la entrada encontró un espejo:
-Nunca puedo entrar al cuarto, ¿por qué no me dejás?
En el reflejo, Mariela vio a un hombre canoso, de un metro setenta,
flaco, con la piel de lagarto.
Llevaba una estaca en la mano.
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