lunes, 5 de mayo de 2014

El relieve, por Gabriela Ramos, mayo de 2014

El Relieve

                El atardecer se despedía en el vidrio sucio de la puerta de la cocina, como el sonido de un grillo triste. Despacio se anunciaba en las largas sombras y se iba, de a poco, como los pasos de Mariela en la casa en busca de algo que hacer. Ella era delgada, de pelo rojizo, ojos grises y estatura baja. Para julio iba a cumplir los once años y quería que su abuelo le regalara un cuadro, de esos que atesoraba en acordes armónicos en un cuarto en el que ella jamás había entrado. Y justo, en ese momento, le dieron ganas de  conocerlo. Sabía que no era lo correcto, pero con sus casi once años se sentía no sólo con derecho sino, sobre todo, con una curiosidad enorme.
La noche se acercaba, entonces Mariela ganó coraje y, con cuidado extremo, grave, silencioso como el último acorde de la tarde, abrió la puerta. El último rayo de sol desapareció del piso de pinotea y el paso sordo de ella hizo acento en la oscuridad. Ella, a la espera de que su abuelo la sorprendiera. Como no lo vio cerca ni oyó su voz, dio el paso siguiente. Prendió la luz y abrió d sus ojos grises de sorpresa. Allí no sólo había cuadros hermosos, sino también esculturas de cemento y de yeso. Caminó como si la oscuridad diminuta de cada objeto que veía y  la melodía  de la atmósfera tibia la hubiesen llevado en una patineta, como si la hubieran atraído y contenido al mismo tiempo. Se arrimó frente a un relieve de cemento de una figura asiria, una especie genio alado: rozó con sus manos las alas y continuó luego hacia la cabeza. Se detuvo durante unos minutos a inspeccionarlo. De pronto, se abrió de par en par la ventana: entró una ráfaga. Los cabellos de Mariela al viento, su cara se tendió a la fresca ventisca, con los ojos cerrados. Entonces se escuchó un ruido fuerte y ella se dio vuelta, era Gabriel:
-¿Qué estás haciendo acá? –Preguntó amablemente.
-Nada, sólo miraba, abuelo… Es que se había escuchado un golpe y tuve que entrar a ver qué pasaba. Estaba justo por cerrar la ventana, era el viento. –titubeó Mariela  su débil argumento.
-No hay que entrar por más ruidos que escuches acá. No se entra en este cuarto. Tenés prohibido entrar acá. –Dijo su abuelo con seriedad.
-Es que yo nada más… Es que por ahí… Se viene una tormenta y…
-Y nada. No podés entrar acá y punto.
Mariela bajó la cabeza y, sin levantar los pies, avanzó hacia la puerta, un poco quejosa. El abuelo le sonrió con ternura:
-Algún día te voy a dejar entrar. Dentro de poco, cuando cumplas los once.
-Bueno, entonces voy a esperar. -Dijo Mariela con sabiduría.

Pasaron las semanas, los meses y llegó el cumpleaños de Mariela. Ella  había crecido cuatro centímetros y su cuerpo había cobrado fuerza y vigor. Ya se parecía a una adolescente, aunque fuera una nena.  Hacía mucho calor y el sol sonaba como un Do grave sin interrupciones, casi como un silencio pesado y denso. Ella ya estaba en malla, libre de ropa y zapatos que le dieran calor. Se paseaba por la casa despreocupada, musicalmente, sin obligaciones aunque en busca de algo con qué entretenerse. El abuelo le había hecho una torta con cobertura rosa y unos muñequitos de mazapán. La mañana estaba limpia y blanca, todo olía a flores y torta. Entonces el abuelo la llamó:
-Este día quiero que conozcas el cuarto al que no te dejo ir.
-¿En serio? –Preguntó ella ansiosa.
-Por supuesto. Vamos.
Caminaron despacio y ella paraba para dar saltitos y sonreírle. El abuelo abría la puerta, mientras le hacía muecas  y ella reía y reía.
-¡Pase, señorita!
El cuarto era enorme, un sonido metálico lo cubría todo, como un secreto que debía ser guardado se esparcía, como un candado de hielo.  Sus pestañas brillaban en el silencio de la espera, bañada de una luz blanca, rozagante. Le preguntó al abuelo:
-¿Y estos son todos tus trabajos, de toda la vida?
-No, son sólo algunos. Son pocos en comparación con todos los que hice en mi vida.
-¿Por qué no los tenés todos?
-Porque los vendí, los regalé, otros los perdí en las mudanzas.
Ella empezó a preguntar por cada uno de los cuadros y esculturas. Él iba respondiendo y contando historias y cosas sobre cada uno. Y entonces llegó el momento del genio alado:
-Sobre este, sólo puedo decirte que no es mío, no puedo decirte quién lo hizo.
Ella insistió toda la tarde y hasta la noche no se cansó de preguntarle. El abuelo no le dijo ni una palabra, repetía: No, porque no te lo puedo decir y punto.
Entonces ella se rindió. Aceptó, luego de mucho reflexionar, que él jamás le diría quién había hecho aquél relieve.
Pasaron los años en un guitarrear y Mariela cumplió los trece y entró a la escuela media. Había elegido una escuela de arte. Estaba entusiasmada y quería que el abuelo le enseñara muchas cosas para que ella pudiera ir a la delantera. Así, llegaría a ser una artista buena, no quería ser famosa, quería ser buena.
Así, el abuelo le ofreció darle clases una vez por semana de escultura, porque ella le había pedido que le enseñara a hacer relieves como el que había hecho el innombrable, el hombre misterioso. Quería realizar un trabajo parecido a aquella hermosa escultura de relieve. La primera clase vieron cómo se trabajaba con la arcilla, el amasado, luego el dibujo sobre una plancha, más tarde el relieve por adición de materia.
 A la segunda clase seguían definiendo al genio y sus alas. Ella se sentía muy motivada con el trabajo y cada clase se había calificado como una buena principiante, se sorprendía de los resultados y se desafiaba  con firmeza y coraje.
A la tercera clase trabajaban con la arcilla aún, ella estaba muy concentrada y sonó el timbre con un quejido parecido al de un lobo en noche de luna llena.
Gabriel se acercó a la puerta de la entrada, preguntó quién era y de pronto la abrió. Gritos:
-¡No podés venir después de treinta años a molestarme! ¡Desaparecé de acá! ¡No quiero hablar con vos!
Mariela se asustó y lo dejó todo para esconderse detrás de la puerta, como si se sintiera culpable de aquellos gritos:
-¡No, no insistas! ¡No quiero verte! ¡Es que no voy a dártela jamás!
Mariela, en la sombra aguda de la puerta, comenzó a intuir de quién podría tratarse y empujó la puerta y corrió hacia la entrada de la casa. Escuchó los murmullos del abuelo. En la entrada encontró un espejo:
-Nunca puedo entrar al cuarto, ¿por qué no me dejás?
En el reflejo, Mariela vio a un hombre canoso, de un metro setenta, flaco, con la piel de lagarto.
Llevaba una estaca en la mano.




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