lunes, 19 de mayo de 2014

La máquina de coser, primer texto de Virginia Saavedra en el blog, mayo de 2014

La máquina de coser
Todo empezó cuando, sin pedirlo, heredé la máquina de coser de mi abuela. Luego de largas conversaciones con mi padre, interminables charlas telefónicas con mis hermanos, llegó a mi casa ese artefacto.
Nunca habíamos tenido un  vínculo fluido con ese lado de la familia y mucho menos desde que se murió mi mamá. Me llamó la atención que quisieran dejármela a mí. Pensaba que mis mezquinas tías podrían quererla o incluso valorarla más que yo.
                Un día llamó mi papá y me lo dijo.  Yo no la quería. Discusiones. Sí. No. No quiero. No me interesa. Listo. La máquina sería mía.
El día en que me la trajeron, me sentía muy incómoda. La máquina no se acomodaba a la decoración del departamento, era antigua y muy grande o más de lo que yo esperaba.  Una vieja Singer. “Es muy buena. No entiendo por qué no la querés”,  me decía mi papá por teléfono. No sabía en qué rincón ponerla y, como no me interesaba tanto, ni bien la entré, la dejé al lado de la puerta.
Esa noche tuve pesadillas. Soñé algo horrible que ni inmediatamente después de despertarme ni al rato, ni días más tarde podía poner en palabras u ordenar en mi cabeza. Pero seguro tenía que ver con la máquina de coser. Me desperté angustiada en medio de la madrugada.  Fui a la cocina y tomé un poco de agua. Mientras tomaba, de reojo, la vi y me corrió un escalofrío. No sé cómo, aunque podía jurar que algo había cambiado en ese artefacto o-al menos- en mi manera de verlo.
Inútilmente, intenté compartir mis sensaciones con unas compañeras de la oficina. Algunas, basándose en sus conocimientos de psicología aprendidos en revistas de moda y tendencias femeninas, me decían que yo no quería esa máquina porque era de mi abuela y, de alguna manera inconsciente, esa máquina materializaba la muerte de mi madre y de mi abuela, la madre de mi madre. Esas y otras reflexiones poco serias por el estilo. Las odiaba en general casi todos los días de mi vida, pero ese almuerzo las odié más que nunca.
Llegué a  la noche a mi casa muy cansada. Di muchas vueltas, fui antes a muchos lugares. No quería estar ahí sola con ese artefacto. Una vez en el departamento, me entretuve con algunas cosas para negar, pero más tarde resultó inevitable advertir: la máquina estaba diferente. Fue durante la cena. Al principio dudé, sin embargo, poco a poco me fui convenciendo: la máquina se había agrandado. De repente, ocupaba más espacio.
Esto no puede ser!- pensé (retrato, mundo)
Caminé de un lado a otro de mi departamento, trataba de evitar el contacto visual con esa máquina. Intenté tranquilizarme. Fumé. Preparé café. Probé ver televisión y escuchar la radio. En algún momento de la noche, preocupada por no acercarme, me quedé dormida.
A la mañana siguiente, la máquina estaba efectivamente más grande.
  En las horas que estuve en el trabajo traté de ocuparme en otras cosas. Igualmente, algo me inquietaba. En la hora del almuerzo volví a mi casa. En el ascensor del edificio me encontré con una  vecina que me dijo: “Nena, estás con visitas, ¿no? A la mañana, después que te fuiste, había escuchado ruidos en tu casa y, como vos sos del interior, pensé que algún pariente te estaría visitando”
No sé qué cara habré puesto. Pero no contesté nada. Esa vieja siempre era una metida. Me hablaba mucho, como si nos hubiéramos conocido.  “Chau, nena. Avisáme si necesitás algo”, dijo cuando cerré la puerta del ascensor sin mirarla. Vieja de mierda, pensé.
Al caminar apenas unos pasos por el pasillo, sentí ruidos desde mi departamento. Urgente, abrí la puerta, muerta de miedo. La máquina, más grande que a la mañana temprano, cosía sola.
Empecé a llorar.
Abrí el placard del living  y saqué una valija. Junté algunas cosas, manoteé de mi latita de los ahorros todo lo que tenía y me fui. Avisé en mi trabajo que no me sentía bien.
Caminé, tomé un café en un lugar, pero me parecía que todo el mundo me miraba y no lo soporté.
Entré en un hotel y me quedé  en una habitación unas cuantas horas. Lloré un buen rato. Pero no podía dejar de pensar en ese artefacto. La angustia de estar lejos de mi casa, de no saber qué podría llegar a pasar era lo peor.
Me bañé y volví. 
La máquina se había expandido más y aún cosía sola. El pedal se movía solo. Lloré en silencio. Sola. No quería alertar a las vecinas.
 ¿Qué pasa en tu casa, nena?”, preguntaban las vecinas, yo les cerraba la puerta en la cara o no les respondía el teléfono y dejaba que hablaran con el contestador.
Llegó el fin de semana. Siempre odié los fines de semana porque nunca tuve mucho que hacer más que limpiar la casa, ir al lavadero o al supermercado.  Además, las películas  en la tele eran horribles. Salir con amigos,  eso podría haber sido una opción, pero tenía en mi casa un artefacto monstruoso que lentamente se apoderaba de lo poco que restaba de mi pobre vida.
Tenía que actuar. Algo, hacer algo.
Sentía que las paredes del departamento vibraban con cada expansión de la máquina y el piso temblaba con los movimientos del pedal.
Mejor, no, mejor no hacer nada.
La máquina crecía ante cada una de mis vacilaciones.
Hacer.
Un palmo más.
No hacer. Y conquistaba, el aire.
 Hacer, urgente hacer.
Y me acorralaba contra mí.
Mejor, no.
Hacia afuera.
No sé, no sé.

Y, entonces, todo fue ella.

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