La máquina de coser
Todo empezó cuando, sin pedirlo, heredé la máquina de coser de mi
abuela. Luego de largas conversaciones con mi padre, interminables charlas
telefónicas con mis hermanos, llegó a mi casa ese artefacto.
Nunca habíamos tenido un
vínculo fluido con ese lado de la familia y mucho menos desde que se
murió mi mamá. Me llamó la atención que quisieran dejármela a mí. Pensaba que
mis mezquinas tías podrían quererla o incluso valorarla más que yo.
Un
día llamó mi papá y me lo dijo. Yo no la
quería. Discusiones. Sí. No. No quiero. No me interesa. Listo. La máquina sería
mía.
El día en que me la trajeron, me sentía muy incómoda. La máquina no
se acomodaba a la decoración del departamento, era antigua y muy grande o más
de lo que yo esperaba. Una vieja Singer.
“Es muy buena. No entiendo por qué no la
querés”, me decía mi papá por
teléfono. No sabía en qué rincón ponerla y, como no me interesaba tanto, ni
bien la entré, la dejé al lado de la puerta.
Esa noche tuve pesadillas. Soñé algo horrible que ni inmediatamente
después de despertarme ni al rato, ni días más tarde podía poner en palabras u
ordenar en mi cabeza. Pero seguro tenía que ver con la máquina de coser. Me
desperté angustiada en medio de la madrugada.
Fui a la cocina y tomé un poco de agua. Mientras tomaba, de reojo, la vi
y me corrió un escalofrío. No sé cómo, aunque podía jurar que algo había
cambiado en ese artefacto o-al menos- en mi manera de verlo.
Inútilmente, intenté compartir mis sensaciones con unas compañeras
de la oficina. Algunas, basándose en sus conocimientos de psicología aprendidos
en revistas de moda y tendencias femeninas, me decían que yo no quería esa
máquina porque era de mi abuela y, de alguna manera inconsciente, esa máquina
materializaba la muerte de mi madre y de mi abuela, la madre de mi madre. Esas
y otras reflexiones poco serias por el estilo. Las odiaba en general casi todos
los días de mi vida, pero ese almuerzo las odié más que nunca.
Llegué a la noche a mi casa
muy cansada. Di muchas vueltas, fui antes a muchos lugares. No quería estar ahí
sola con ese artefacto. Una vez en el departamento, me entretuve con algunas
cosas para negar, pero más tarde resultó inevitable advertir: la máquina estaba
diferente. Fue durante la cena. Al principio dudé, sin embargo, poco a poco me
fui convenciendo: la máquina se había agrandado. De repente, ocupaba más
espacio.
-¡Esto no puede ser!-
pensé (retrato, mundo)
Caminé de un lado a otro de mi departamento, trataba de evitar el
contacto visual con esa máquina. Intenté
tranquilizarme. Fumé. Preparé café. Probé ver televisión y escuchar la
radio. En algún momento de la noche, preocupada por no acercarme, me quedé
dormida.
A la mañana siguiente, la máquina estaba efectivamente más grande.
En las horas que estuve en el trabajo traté de
ocuparme en otras cosas. Igualmente, algo me inquietaba. En la hora del
almuerzo volví a mi casa. En el ascensor del edificio me encontré con una vecina que me dijo: “Nena, estás con visitas, ¿no? A la mañana, después que te fuiste, había
escuchado ruidos en tu casa y, como vos sos del interior, pensé que algún
pariente te estaría visitando”
No sé qué cara habré puesto. Pero no contesté nada. Esa vieja
siempre era una metida. Me hablaba mucho, como si nos hubiéramos conocido. “Chau,
nena. Avisáme si necesitás algo”, dijo cuando cerré la puerta del ascensor
sin mirarla. Vieja de mierda, pensé.
Al caminar apenas unos pasos por el pasillo, sentí ruidos desde mi
departamento. Urgente, abrí la puerta, muerta de miedo. La máquina, más grande
que a la mañana temprano, cosía sola.
Empecé a llorar.
Abrí el placard del living y
saqué una valija. Junté algunas cosas, manoteé de mi latita de los ahorros todo
lo que tenía y me fui. Avisé en mi trabajo que no me sentía bien.
Caminé, tomé un café en un lugar, pero me parecía que todo el mundo
me miraba y no lo soporté.
Entré en un hotel y me quedé
en una habitación unas cuantas horas. Lloré un buen rato. Pero no podía dejar de pensar en ese
artefacto. La angustia de estar lejos de mi casa, de no saber qué podría llegar
a pasar era lo peor.
Me bañé y volví.
La máquina se había expandido más y aún cosía sola. El pedal se
movía solo. Lloré en silencio. Sola. No quería alertar a las vecinas.
¿Qué pasa en tu casa, nena?”, preguntaban las vecinas, yo les cerraba la puerta en la cara o
no les respondía el teléfono y dejaba que hablaran con el contestador.
Llegó el fin de semana. Siempre odié los fines de semana porque
nunca tuve mucho que hacer más que limpiar la casa, ir al lavadero o al
supermercado. Además, las películas en la tele eran horribles. Salir con
amigos, eso podría haber sido una
opción, pero tenía en mi casa un artefacto monstruoso que lentamente se
apoderaba de lo poco que restaba de mi pobre vida.
Tenía que actuar. Algo, hacer algo.
Sentía que las paredes del departamento vibraban con cada expansión
de la máquina y el piso temblaba con los movimientos del pedal.
Mejor, no, mejor no hacer nada.
La máquina crecía ante cada una de mis vacilaciones.
Hacer.
Un palmo más.
No hacer. Y conquistaba, el aire.
Hacer, urgente hacer.
Y me acorralaba contra mí.
Mejor, no.
Hacia afuera.
No sé, no sé.
Y, entonces, todo fue ella.
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