viernes, 13 de septiembre de 2013

La masacre de Villa Stragnatti, por Pablo Cecchi, septiembre de 2013

La masacre de Villa Stragnatti

Las injusticias parecen no tener un final. El maltrato, la venganza y el asesinato parecieran no tener fin en este pueblo horrible, ni en este mundo podrido. –Lautaro Guerrero. Pensamientos de posguerra. Volúmen 4. Planeta, Buenos Aires, 1992.   


                -¡La mesa queda acá!, ¡y no hay vuelta atrás!, ¡rajá!

                Guiado por un profundo miedo, Rolando se marchó del comedor. Su mujer preparaba la mesa y él había ubicado el mueble, soporte de las comidas, frente al señor televisor. Hermenegilda lo echó, como de costumbre, de un grotesco “plumazo”.
                -Ding, dong, ding, dong.


                -¡Ahí voy, ahí vooooooy! –la señora, de anchas caderas, avanzaba a una llamativa velocidad, con pesados pisotones sobre el piso de madera. Daba la sensación de que, en cualquier momento, todo se iría p’abajo. Su marido se cruzó involuntariamente.
                -¿Vos sos sordo o te hacés… ,pedazo de mogólico? -su boca tomó dimensiones grotescas y sus ojos color verde esmeralda centellearon en relámpagos fosforescentes.  - ¡Andate a la mierda, nene!- al tiempo que lo miraba duramente y levantaba el brazo en señal amenazante.
                Pese a todo, esta vez su sentir fue más fuerte y una lágrima corrió por la mejilla derecha del rostro de su marido Rolando,  oculto tras sus manos. Sollozante, se metió casi de un salto en el baño más grande de la casa, como lo hacía cuando recibían visitas. La señora, al ver la reacción de “su amado”, endureció su rostro de Directora Piraña, como si hubiese pasado del ladrillo al mármol, y abrió la pesada puerta de hierro blindado, con sorprendente facilidad:
                -Bueno, bueno, pero miren a quiénes tenemos aquí. -Ahora con una hermosa y brillante sonrisa.

                Olvidándose uno de aquella avasalladora y despiadada mole de segundos atrás,  la doña recibía a los invitados de siempre, los vecinos de al lado, los Von Leprocké: Don Eduardo y su hermosa y simpática mujer- Liliana- acompañados de sus dos y únicos hijos, los mellizos Edelmiro e Hipólito.
                -Acá nos tenés, Herme, tu familia preferida, tu familia de siempre. –Eduardo mostraba una sonrisa amplia con todos los dientes asquerosamente blancos, de singular semejanza con los de su anfitriona.
                -Bueno, Eduardo, vos lo sabés muy bien, siempre son bienvenidos en esta casa, tanto yo como Roland estamos a su disposición sin importar de qué se trate. Mi casa es la casa de ustedes. –eran infinitos los halagos. Las adulaciones, exageradas por donde se las mirara.

                Parecía otra persona Hermenegilda y nadie lo cuestionaba. Los cuatro comensales sabían, aunque no detalladamente, cómo resultaba el trato que le propinaba a su marido. Pues la nefasta mujer se encargaba de tapar la realidad cada vez que alguien se presentaba allí. Por supuesto, algo siempre se le escapaba. También, gritos desgarradores y violentos se oían desde el otro lado de la pared, en una clara evidencia para sus vecinos. En fin, la pareja y sus pequeños hijos preferían callar la realidad y hacer la vista gorda. Así, durante mucho tiempo. Así, hasta que pasó lo que se veía venir hace mucho, ya mucho tiempo.

                -¿Rolando no está?- inquirió
la Sra. Leprocké.
                La gorda brutal simuló no escucharla:
                -¿Y cómo andan mis pequeñines? -al tiempo que acariciaba con sus regordetas y grasulientas manos las doradas cabecitas de los “melli”.
                -Bien, tía. –al unísono.
                Lo cierto es que Rolando se encontraba en la habitación para huéspedes, contigua al comedor, escuchándolo todo. Pobre, Rolando,
                -¿Pobre?
                Escuchó estas últimas palabras de los críos y sus pensamientos se tornaron más oscuros que nunca. La gota rebalsó el vaso, su mente detonó . Tan solo eso bastó para que tomase un cuchillo de cocina, de casualidad sobre la mesita de luz del cuarto, y al grito de…
                -¡Libertad!
                …irrumpiera de un salto a donde se encontraban todos reunidos. Nadie pudo siquiera pestañear. Muy tarde: uno a uno, el hombre les encajó cortes terribles y certeros, de los que no pudieron sobreponerse jamás. El momento decisivo había llegado para este pusilánime. Y cobró venganza  contra aquellos que supuestamente le privaban de vivir. Será recordado por siempre ese día, marcado a fuego en todo el pueblo de Villa Stragnatti. 

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