La masacre de Villa Stragnatti
-¡La
mesa queda acá!, ¡y no hay vuelta atrás!, ¡rajá!
Guiado por un profundo miedo, Rolando se marchó del comedor. Su mujer preparaba la mesa y él había ubicado el mueble, soporte de las comidas, frente al señor televisor. Hermenegilda lo echó, como de costumbre, de un grotesco “plumazo”.
Guiado por un profundo miedo, Rolando se marchó del comedor. Su mujer preparaba la mesa y él había ubicado el mueble, soporte de las comidas, frente al señor televisor. Hermenegilda lo echó, como de costumbre, de un grotesco “plumazo”.
-Ding,
dong, ding, dong.
-¡Ahí voy,
ahí vooooooy! –la señora, de anchas caderas, avanzaba a una llamativa velocidad,
con pesados pisotones sobre el piso de madera. Daba la sensación de que, en
cualquier momento, todo se iría p’abajo. Su marido se cruzó involuntariamente.
-¿Vos
sos sordo o te hacés… ,pedazo de mogólico? -su boca tomó dimensiones grotescas
y sus ojos color verde esmeralda centellearon en relámpagos fosforescentes. - ¡Andate a la mierda, nene!- al tiempo que
lo miraba duramente y levantaba el brazo en señal amenazante.
Pese
a todo, esta vez su sentir fue más fuerte y una lágrima corrió por la mejilla
derecha del rostro de su marido Rolando,
oculto tras sus manos. Sollozante, se metió casi de un salto en el baño
más grande de la casa, como lo hacía cuando recibían visitas. La señora, al ver
la reacción de “su amado”, endureció su rostro de Directora Piraña, como si hubiese
pasado del ladrillo al mármol, y abrió la pesada puerta de hierro blindado, con
sorprendente facilidad:
-Bueno,
bueno, pero miren a quiénes tenemos aquí. -Ahora con una hermosa y brillante
sonrisa.
Olvidándose uno de aquella avasalladora y despiadada mole de segundos atrás, la doña recibía a los invitados de siempre, los vecinos de al lado, los Von Leprocké: Don Eduardo y su hermosa y simpática mujer- Liliana- acompañados de sus dos y únicos hijos, los mellizos Edelmiro e Hipólito.
Olvidándose uno de aquella avasalladora y despiadada mole de segundos atrás, la doña recibía a los invitados de siempre, los vecinos de al lado, los Von Leprocké: Don Eduardo y su hermosa y simpática mujer- Liliana- acompañados de sus dos y únicos hijos, los mellizos Edelmiro e Hipólito.
-Acá nos tenés, Herme, tu familia
preferida, tu familia de siempre. –Eduardo mostraba una sonrisa amplia con
todos los dientes asquerosamente blancos, de singular semejanza con los de su
anfitriona.
-Bueno, Eduardo, vos lo sabés muy
bien, siempre son bienvenidos en esta casa, tanto yo como Roland estamos a su
disposición sin importar de qué se trate. Mi casa es la casa de ustedes. –eran
infinitos los halagos. Las adulaciones, exageradas por donde se las mirara.
Parecía otra persona Hermenegilda y nadie lo cuestionaba. Los cuatro comensales sabían, aunque no detalladamente, cómo resultaba el trato que le propinaba a su marido. Pues la nefasta mujer se encargaba de tapar la realidad cada vez que alguien se presentaba allí. Por supuesto, algo siempre se le escapaba. También, gritos desgarradores y violentos se oían desde el otro lado de la pared, en una clara evidencia para sus vecinos. En fin, la pareja y sus pequeños hijos preferían callar la realidad y hacer la vista gorda. Así, durante mucho tiempo. Así, hasta que pasó lo que se veía venir hace mucho, ya mucho tiempo.
-¿Rolando no está?- inquirióla Sra. Leprocké.
Parecía otra persona Hermenegilda y nadie lo cuestionaba. Los cuatro comensales sabían, aunque no detalladamente, cómo resultaba el trato que le propinaba a su marido. Pues la nefasta mujer se encargaba de tapar la realidad cada vez que alguien se presentaba allí. Por supuesto, algo siempre se le escapaba. También, gritos desgarradores y violentos se oían desde el otro lado de la pared, en una clara evidencia para sus vecinos. En fin, la pareja y sus pequeños hijos preferían callar la realidad y hacer la vista gorda. Así, durante mucho tiempo. Así, hasta que pasó lo que se veía venir hace mucho, ya mucho tiempo.
-¿Rolando no está?- inquirió
La gorda brutal simuló no
escucharla:
-¿Y cómo andan mis pequeñines? -al tiempo que
acariciaba con sus regordetas y grasulientas manos las doradas cabecitas de los
“melli”.
-Bien, tía. –al unísono.
Lo cierto es que Rolando se
encontraba en la habitación para huéspedes, contigua al comedor, escuchándolo
todo. Pobre, Rolando,
-¿Pobre?
Escuchó
estas últimas palabras de los críos y sus pensamientos se tornaron más oscuros
que nunca. La gota rebalsó el vaso, su mente detonó . Tan solo eso bastó para
que tomase un cuchillo de cocina, de casualidad sobre la mesita de luz del
cuarto, y al grito de…
-¡Libertad!
…irrumpiera de un salto a donde
se encontraban todos reunidos. Nadie pudo siquiera pestañear. Muy tarde: uno a
uno, el hombre les encajó cortes terribles y certeros, de los que no pudieron sobreponerse
jamás. El momento decisivo había llegado para este pusilánime. Y cobró venganza
contra aquellos que supuestamente le
privaban de vivir. Será recordado por siempre ese día, marcado a fuego en todo
el pueblo de Villa Stragnatti.
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