Finales
Llueve. Los frenos acaban con la
velocidad de manera sutil y algo misteriosa. Las huellas de las ruedas en el
asfalto, azules al reflejo, los nuevos fileteados (ya no tan interesantes como
los de antes), los asientos mojados… las carteras que se menean
cada-vez-más-lento.
Stop.
Rojo.
Arranca. Una mano regordeta se
aparta de la gomaespuma forrada del asiento, hace un monigote en el aire y se
ajusta al bolso de cuerina, igual al del asiento y, con la otra mano, aprieta
fuertísimo el timbre de luz, insiste. Se enoja bastante:
-¡No funciona! ¡Parada!
Desde el espejo retrovisor, se ve la
cara de resignación del colectivero. Abre la puerta:
-Ahora
sí, señora.
La mujer se sonroja de la bronca,
acomoda con indignación su equipaje y baja como si tuviera un embarazo de ocho
meses. Todos la miran con lástima y la compadecen, una mujer a otra:
-Yyyyy, uno no sabe distinguir ya si
estos timbres funcionan o no, si son de luz, de timbre, qué sé yo.
La otra mujer afirma. El conductor
ya no mira por el retrovisor.
Las baldosas flojas de la ciudad
hacen reír a algunos jóvenes dispersos por el pasillo del colectivo. Se
deleitan al ver cómo a casi todos les sucede empaparse, mirar al piso, luego
las botas o el pantalón, refunfuñar y continuar el camino con mala cara.
Llueve. Un hombre mira el reloj. Su
maleta tiene la traba abierta. Toca uno de los bolsillos de su saco, palpa y
saca una llave, la sacude y la guarda. Hay una mujer parada y él le ofrece el
asiento. Ella le explica: no está embarazada; él sonríe; ella se acaricia la
panza, luego se sonroja; una mujer atiende el celular y empieza a discutir con
la persona con la que habla hasta apretar
el botón y cortar la llamada con ímpetu.
Llueve y el colectivero aún frena.
Aún arranca. Todavía abre y cierra las puertas y sube una pareja: se besan. La
apatía del conductor permanece:
-Dos hasta La Boca.
Para de llover. Hay un chirrido: es
el freno.
-La Boca.
Bajan: apurados, distraídos,
apáticos, enamorados, tristes, peleándose, haciéndose amigos.
Se dispersan.
El conductor suspira y mira el
atardecer frente al Museo Benito Quinquela Martín. Saca un termo con agua
tibia, ceba un mate. Una mujer le pregunta algo. Él le sonríe pero no le
contesta.
Estira sus piernas.
Final del día.
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