jueves, 7 de marzo de 2013

Brindis, por Alicia Lapidus, marzo 2013


BRINDIS

                A la tía Haydée no le gustaba el clima invernal que la recluía en la casa.
                Coqueta de nacimiento y vanidosa por elección, una vez por semana, si no hacía mucho frío, rebuscaba en su placard de eterno olor a naftalina. Elegía con esmero adolescente su atuendo, combinaba celestes, turquesas y azules. "Hacen juego con mis ojos". Jamás salía sin aros. "Si no tengo aros me siento desnuda".
                Digna y rígida, con su bastón de cabeza de marfil tallado en forma de cabeza de águila, se largaba a disfrutar su tarde.
                Ocultaba el dolor de esa pierna artrítica rebelde, mientras caminaba lentamente la cuadra que la separaba de la clásica confitería de la Recoleta. Con un suave bufido, la silla de madera lustrada y terciopelo verde se convertía en su alivio.
                Siempre se sentaba de espaldas al amplio ventanal hacia a la calle. Té completo con masas le garantizaba tres deliciosas horas. Mientras, sus ojitos claros deambulaban inquietos por el salón.
               
                Ahí estaba ese matrimonio. Él, de cabeza redonda y calva, lustrosa. Anteojos de carey de vidrios verde botella. Ella, pelo estrepitosamente rojo teñido, invariable vestido negro. Brillante collar y aros fucsia. "El colmo del mal gusto". No se hablaban entre sí. Era claro que no les quedaban ni las peleas.

                A mi tía esas salidas le llenaban la mirada de colores. La gente, ausencia de su caserón, era real en la confitería. La vida estaba ahí, enlazada con el té y las masas.

                Allá, esa viejita amable. Se saludaban con una leve inclinación de la cabeza. La mujer de abundante cabello blanco y anteojos delicados transitaba sus años en una silla de ruedas. Una muchacha de uniforme y cara aburrida siempre detrás.
                Entre Haydée y ella existía una complicidad muda. Veían las mismas cosas, los mismos personajes se les mostraban y sonreían compinches frente a los desatinos de alguna parroquiana.
                Les gustaba, en particular, compartir el disgusto por la casquivana que -puntual a las cinco de la tarde, con sus tacos aguja y el pantalón reventando- se dedicaba a pasear su descaro sobre los hombres . Con una mirada, la de las ruedas le advertía a la del bastón su llegada. Mirada de asco, de desprecio que se espejaba en la otra.
                Era una amistad muda, de esas que no necesitan conocerse la voz.

                Hace un mes, mi tía dejó de salir. Aceptó su propio destino de silla de ruedas. Ese no era un obstáculo. Me costaba entenderla. ¿Por qué no iba más a la confitería? Se encerró en la casa con sus aros y sus colores.

                Ese jueves me tocó a mí ir a la confitería. Quería llevarle el té completo a la casa. Al entrar, los mozos me reconocieron con alegría. Que cómo está su tía, que cuánto hace que no viene, que claro, desde que se murió la otra señora, la canosa, ¿vio?, claro, no debe haber sido igual.
                Compré el té completo con masas y me lo llevé envuelto amorosamente como un regalo.
               

                Mientras caminaba hacia la casa, no pude evitar una lágrima.

Haydée me esperaba, arreglada, de pie y sonriente. Nos sentamos a la mesa cubierta con el mantel bordado de su boda. Acomodé las masas en la bandeja de plata. La tetera de porcelana nos acompañaba en la ceremonia. Serví las tazas de té. Con la suya en la mano temblorosa me miró con vivos ojitos celestes. Levantó su taza. Yo asentí en silencio, en un brindis mudo por los finales, por las amistades y también por las soledades 

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