BRINDIS
A
la tía Haydée no le gustaba el clima invernal que la recluía en la casa.
Coqueta
de nacimiento y vanidosa por elección, una vez por semana, si no hacía mucho
frío, rebuscaba en su placard de eterno olor a naftalina. Elegía con esmero
adolescente su atuendo, combinaba celestes, turquesas y azules. "Hacen
juego con mis ojos". Jamás salía sin aros. "Si no tengo aros
me siento desnuda".
Digna
y rígida, con su bastón de cabeza de marfil tallado en forma de cabeza de
águila, se largaba a disfrutar su tarde.
Ocultaba
el dolor de esa pierna artrítica rebelde, mientras caminaba lentamente la
cuadra que la separaba de la clásica confitería de la Recoleta. Con un suave
bufido, la silla de madera lustrada y terciopelo verde se convertía en su
alivio.
Siempre
se sentaba de espaldas al amplio ventanal hacia a la calle. Té completo con
masas le garantizaba tres deliciosas horas. Mientras, sus ojitos claros
deambulaban inquietos por el salón.
Ahí
estaba ese matrimonio. Él, de cabeza redonda y calva, lustrosa. Anteojos de
carey de vidrios verde botella. Ella, pelo estrepitosamente rojo teñido,
invariable vestido negro. Brillante collar y aros fucsia. "El colmo del
mal gusto". No se hablaban entre sí. Era claro que no les quedaban ni
las peleas.
A
mi tía esas salidas le llenaban la mirada de colores. La gente, ausencia de su
caserón, era real en la confitería. La vida estaba ahí, enlazada con el té y
las masas.
Allá,
esa viejita amable. Se saludaban con una leve inclinación de la cabeza. La
mujer de abundante cabello blanco y anteojos delicados transitaba sus años en
una silla de ruedas. Una muchacha de uniforme y cara aburrida siempre detrás.
Entre
Haydée y ella existía una complicidad muda. Veían las mismas cosas, los mismos
personajes se les mostraban y sonreían compinches frente a los desatinos de
alguna parroquiana.
Les
gustaba, en particular, compartir el disgusto por la casquivana que -puntual a
las cinco de la tarde, con sus tacos aguja y el pantalón reventando- se
dedicaba a pasear su descaro sobre los hombres . Con una mirada, la de las
ruedas le advertía a la del bastón su llegada. Mirada de asco, de desprecio que
se espejaba en la otra.
Era
una amistad muda, de esas que no necesitan conocerse la voz.
Hace
un mes, mi tía dejó de salir. Aceptó su propio destino de silla de ruedas. Ese
no era un obstáculo. Me costaba entenderla. ¿Por qué no iba más a la
confitería? Se encerró en la casa con sus aros y sus colores.
Ese
jueves me tocó a mí ir a la confitería. Quería llevarle el té completo a la
casa. Al entrar, los mozos me reconocieron con alegría. Que cómo está su
tía, que cuánto hace que no viene, que claro, desde que se murió la otra
señora, la canosa, ¿vio?, claro, no debe haber sido igual.
Compré
el té completo con masas y me lo llevé envuelto amorosamente como un regalo.
Mientras
caminaba hacia la casa, no pude evitar una lágrima.
Haydée
me esperaba, arreglada, de pie y sonriente. Nos sentamos a la mesa cubierta con
el mantel bordado de su boda. Acomodé las masas en la bandeja de plata. La
tetera de porcelana nos acompañaba en la ceremonia. Serví las tazas de té. Con
la suya en la mano temblorosa me miró con vivos ojitos celestes. Levantó su
taza. Yo asentí en silencio, en un brindis mudo por los finales, por las
amistades y también por las soledades
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