BODA CON PAMPA
El sol ardía en el pasto amarillo del
campo. Adentro de la casa, las mujeres se preparaban para la ocasión. La
peluquera hacía bucles y más bucles en la cabellera espesamente negra de la
madre. Cerca, en una silla, la hermana se dejaba embellecer el rostro tostado
de sol.
Un vaso vacío, cuatro a medio llenar y una
botella de agua ondeaban en la mesa ratona. Los rulos dorados de la fotógrafa
se iluminaban cada vez al sonido del flash. Unas manos blancas levantaron la
botella y vertieron el agua hasta llenar el vaso, que subió hacia unos labios
finos, resecos, agrietados. Desparramada en el sillón, la novia miraba el vaso
vaciarse en sus narices. El agua, en un recorrido vertical, intentaba apaciguar
el sofoco.
En el último sorbo, el vaso brilló con el
flash.
Abiertas las ventanas, las cortinas
permanecían quietas, el viento no cabía en aquella habitación. La novia
transpiraba sentada. Sin mover el aire, un abanico rojo danzaba su número entre
las manos pálidas.
Acalorada, dejó el sillón. Sus piernas
translúcidas recorrieron el trayecto entre los árboles hasta la hamaca. Apoyó
la cola en la madera caliente. Las manos absorbieron el óxido al cerrase en las
cadenas. Empujó la tierra con los pies, se daba impulso. Acompañó el cuerpo en
el vaivén hasta alcanzar una altura suficiente.
Los pies blancos quietos en
el aire.
Bajo ellos
-alternativamente-
el pasto amarillo y el cielo celeste.
El molino, quietísimo. Su silencio
retumbaba en los oídos de la novia.
Primero llevó la vista y luego su cuerpo
hasta el nogal. Verdes, los frutos colgaban de las ramas. En menos de un mes
comenzarían a caer sobre el colchón de hojas donde la novia estaba entonces
parada, con la mirada hacia arriba. A los higos también les faltaba maduración.
-A ver, más allá, los ciruelos…
No, las ramas estaban demasiado secas,
necesitaban una buena podada para seguir dando frutos. La huella, al lado de
los frutales, la invitó a una caminata hasta el galpón. Aún bajo la sombra de
aquellos árboles, el calor era insoportable. Los pájaros cantaban su ritual de
sueño. El sol caía detrás de la manga.
La novia, el vestido de puntillas pegado al
cuerpo, se detuvo al límite de la arboleda. Allá, antes de la manga, a un lado
del galpón, un hombre moreno y robusto se duchaba al aire libre. De un caño
salido de la pared, caía un chorro grueso de agua fría. El hombre perdía las
manos en su vasta cabellera negra. Se restregaba la cara, el cuello. Los brazos
fuertes, la piel castigada por el sol.
La novia se quedó ahí, parada. Sin mover un
músculo. Sólo se movían las gotas de transpiración en su cuerpo, carrera al
piso. Tenía la boca seca. Tragó saliva mientras bajaba la mirada.
Un grito y un portazo la hicieron volver en
sí. El hombre moreno clavó los ojos negrísimos en ella. La novia se quedó con
los últimos rayos de sol en los cachetes y el astro desapareció detrás de la
manga, bajo la tierra. Se volvió y corrió de vuelta a la casa, pinchándose los
pies con rosetas.
Sintió los ojos de aquel hombre en las
espaldas hasta llegar al nogal y perderse detrás del molino. Dejó atrás la
hamaca, caminó el último tramo hasta la casa. La respiración agitada, el
bombear de la sangre en las extremidades del cuerpo.
Una vez adentro, pidió un instante para
ducharse y se prestó a la peluquera y al maquillaje. Alrededor, vestidos
coloridos subían por las piernas de la madre y las hermanas.
Los vasos estaban vacíos.
Alguien trajo una nueva botella de agua.
Lento, el pelo se acomodó en el peinado. El
maquillaje se estiró hacia los bordes de la cara. La novia llegó hasta la
habitación del ventilador, donde el vestido bailaba solo.
El corset la dejó un momento sin aire. El
ventilador movía el aliento de la madre y la fotógrafa. Los zapatos se
ajustaron a los pies dolientes de pinchazos y, con el ramo de rosas en la mano,
estuvo lista.
Las hermanas se preparaban para salir, el
padre se ponía la camisa, el hermano buscaba la corbata. La novia, blanca sobre
el pasto amarillo, miraba a la fotógrafa preparar la cámara para las fotos.
Caminaron hacia el sulki viejo. El ramo goteaba.
-Mirá para allá, sonreí, levantá esa mano.
Ahora un poco más allá, mirá las vacas cómo miran. En el guardaganado, otra,
levantá el ramo, olelo.
El camino estaba poseado. Adentro de la
cuatro por cuatro, entre saltitos, la novia miraba el reloj. Llegaban tarde.
El aire acondicionado, al máximo.
La piel
erizada.
El rosario, en las manos.
En la casa del jardín de los sueños, el
hombre del sulki, en cuero, fumaba un cigarro. Al verlos llegar, la mujer le
alcanzó la camisa negra. La gran panza desaparecía a medida que la mujer
prendía los botones.
-Ahora vamos a prender el farolito acá
atrás. ¿Viste los corazones lustrados en el recado? Que el padre la espere en
la iglesia, acá entramos sólo dos.
Pampa coceaba sin cesar. Se movía adelante
y atrás. Las crines negras pegaban en los muslos marrones. El hombre del sulki
le hablaba, intentaba tranquilizarlo.
- Sacá la cuatro por cuatro, es el ruido del
motor que lo inquieta.
El padre alejó la camioneta y se acercó
para subir a la novia al sulki. El calor palpitaba en el cuerpo apretado de la
joven. La pollera se le pegaba en las piernas húmedas, la cara le brillaba de
transpiración.
Una vez arriba,
ramo en mano, un par de fotos –Pampa relinchaba con el flash- y salieron del
jardín. Sobre el pavimento, las pezuñas de Pampa hacían un ruido seco. El
hombre del sulki, la panza oculta en la camisa, llevaba las riendas en la mano
izquierda. Con la derecha, señalaba las ruedas lustrosas, el recado impecable,
la madera reluciente.
-Ahora vamos a dar una vuelta al pueblo.
Las casas bajas permitían ver el cielo
oscurísimo, sin estrellas. Con la silla en la vereda, los pueblerinos esperaban
a la novia. Un viejito le pasaba el mate a la viejita sentada a su lado. Dos
casas más allá, tres varoncitos jugaban a la mancha y una nena lloraba en la
falda de su madre. La casa de tejas rojas tenía las luces encendidas y, en la
vereda de enfrente, tres mujeres cuchicheaban sin parar.
-Saludá, nena.
El hombre del sulki tenía la sonrisa
instalada. La novia levantó una mano. Desde adentro de una casa, alguien corrió
la cortina para ver. Los viejitos saludaron, los niños corrieron unos metros
detrás del sulki, las mujeres frenaron el cuchicheo un segundo para mirar y,
enseguida, volvieron a la conversación que las inquietaba. La pequeña llorona
se acercó hasta el cordón de la vereda para ver mejor. Sus ojitos negros,
hinchados de llanto, la siguieron hasta que el sulki dobló en la esquina
siguiente y se perdió de vista.
Al alejarse del farol de la esquina, la
oscuridad de la cuadra se sintió en los huesos. Bajaron a la calle de tierra y
la temperatura pareció caer. La novia miró el reloj en la muñeca del hombre.
Era tardísimo.
Los pasos de Pampa retumban en la tierra
húmeda. Su respiración rítmica y las crines en el muslo acompañaban el compás
de aquella melodía. El corset del vestido se descosía a cada paso del animal.
Las ballenas comenzaban a pinchar la cintura de la novia.
Ya cerca de la esquina, volvieron a subir
al asfalto y, con la luz del farol, regresó el calor sofocante de aquella noche
de verano.
A ambos lados de la calle, dos filas
apretadas de autos estacionados.
Una familia entera en la vereda esperaba
ver pasar el carruaje. Una adolescente se cruzó enfrente, donde varias chicas
charlaban y se reían.
La iglesia estaba completamente iluminada.
Afuera había una multitud. Todos los ojos vueltos hacia aquella joven, vestida
de blanco, acercándose en el sulki.
El
andar de Pampa era cada vez más brusco. A cada movimiento, las ballenas del
corset se hundían en la panza y la cintura de la novia. El hombre panzón
sonreía mientras le daba rienda a Pampa, para que se acercara hasta la entrada
a la iglesia. Entre tanto ruido de tacos, flashes y murmullos, Pampa comenzó a
cocear. El hombre del sulki le hablaba, luchaba con las riendas para domarlo.
No había caso, el caballo se preparaba para relinchar.
-Vamos más adelante, bajemos donde no haya
gente –casi gritó la novia.
Los músculos faciales contraídos, los ojos
grises desorbitados.
-No, dejame, yo me bajo.
Con su sonrisa siempre instalada, el hombre
del sulki descendió de un salto. La gravedad casi lleva la panza al piso, pero
ésta volvió a su lugar impulsada por las rodillas del hombre.
Pampa se movía adelante y atrás. Su
respiración mantenía en vilo a los invitados en la iglesia. El padre se acercó
y estiró los brazos. El novio caminó el altar hasta la puerta, preocupado. El
cintillo de perlas del vestido se rompió.
Cayó una al asfalto.
Pampa relinchó, levantó sus patas alto.
El sulki se
sacudió.
El peinado de la novia comenzó a
deshacerse.
Cayeron tres perlas más
y sonaron como
pequeñas campanas.
Las ballenas traspasaron la piel y
lastimaron las caderas de la novia, que se miró los pies, con dolor. Pampa
volvió a relinchar. Los invitados tomaron distancia. El padre dio un paso hacia
atrás y el hombre del sulki cayó de espaldas. Una vez en el piso, la panza se
siguió moviendo.
La novia, entre sacudones y lluvia de perlas,
vio al novio hacerse espacio entre los invitados, trataba de llegar a ella. Una
cincuentona se abanicaba. Una niña en brazos señalaba el sulki y aplaudía
alternativamente. La madre se desmayó y las hermanas trataban de darle ánimo.
De repente, el murmullo colectivo se
acalló.
El calor de la noche se volvió tan pesado
como niño sobre los hombros. Crujió el cielo en un relámpago y la densidad del
aire se condensó en un aguacero infernal. Los vestidos se pegaron a los cuerpos
de dos amigas de la novia, quienes corrieron iglesia adentro. El novio y tres
amigos gritaban sin entenderse alrededor del sulki, querían bajar a la novia.
El cielo se iluminó otra vez.
Pampa volvió a relinchar y salió al galope.
Con el sulki a cuestas.
Después fue lo de siempre. La bendición, el
saludo a la salida de la iglesia, el ramo por el aire. Y los higos a la espera
de un sol largo para madurar.
Hola,Josefina,hermoso tu relato lleno de color y creatividad,te felicito!te de dejo un saludo.
ResponderEliminar