viernes, 5 de abril de 2013

Boda con Pampa, por Josefina Bravo, abril 2013


BODA CON PAMPA

El sol ardía en el pasto amarillo del campo. Adentro de la casa, las mujeres se preparaban para la ocasión. La peluquera hacía bucles y más bucles en la cabellera espesamente negra de la madre. Cerca, en una silla, la hermana se dejaba embellecer el rostro tostado de sol.
Un vaso vacío, cuatro a medio llenar y una botella de agua ondeaban en la mesa ratona. Los rulos dorados de la fotógrafa se iluminaban cada vez al sonido del flash. Unas manos blancas levantaron la botella y vertieron el agua hasta llenar el vaso, que subió hacia unos labios finos, resecos, agrietados. Desparramada en el sillón, la novia miraba el vaso vaciarse en sus narices. El agua, en un recorrido vertical, intentaba apaciguar el sofoco.
En el último sorbo, el vaso brilló con el flash.
Abiertas las ventanas, las cortinas permanecían quietas, el viento no cabía en aquella habitación. La novia transpiraba sentada. Sin mover el aire, un abanico rojo danzaba su número entre las manos pálidas.
Acalorada, dejó el sillón. Sus piernas translúcidas recorrieron el trayecto entre los árboles hasta la hamaca. Apoyó la cola en la madera caliente. Las manos absorbieron el óxido al cerrase en las cadenas. Empujó la tierra con los pies, se daba impulso. Acompañó el cuerpo en el vaivén hasta alcanzar una altura suficiente.

Los pies blancos           quietos             en el aire.
Bajo ellos
-alternativamente-
el pasto amarillo                        y el cielo celeste.

El molino, quietísimo. Su silencio retumbaba en los oídos de la novia.
Primero llevó la vista y luego su cuerpo hasta el nogal. Verdes, los frutos colgaban de las ramas. En menos de un mes comenzarían a caer sobre el colchón de hojas donde la novia estaba entonces parada, con la mirada hacia arriba. A los higos también les faltaba maduración.
-A ver, más allá, los ciruelos…
No, las ramas estaban demasiado secas, necesitaban una buena podada para seguir dando frutos. La huella, al lado de los frutales, la invitó a una caminata hasta el galpón. Aún bajo la sombra de aquellos árboles, el calor era insoportable. Los pájaros cantaban su ritual de sueño. El sol caía detrás de la manga.
La novia, el vestido de puntillas pegado al cuerpo, se detuvo al límite de la arboleda. Allá, antes de la manga, a un lado del galpón, un hombre moreno y robusto se duchaba al aire libre. De un caño salido de la pared, caía un chorro grueso de agua fría. El hombre perdía las manos en su vasta cabellera negra. Se restregaba la cara, el cuello. Los brazos fuertes, la piel castigada por el sol.
La novia se quedó ahí, parada. Sin mover un músculo. Sólo se movían las gotas de transpiración en su cuerpo, carrera al piso. Tenía la boca seca. Tragó saliva mientras bajaba la mirada.
Un grito y un portazo la hicieron volver en sí. El hombre moreno clavó los ojos negrísimos en ella. La novia se quedó con los últimos rayos de sol en los cachetes y el astro desapareció detrás de la manga, bajo la tierra. Se volvió y corrió de vuelta a la casa, pinchándose los pies con rosetas.
Sintió los ojos de aquel hombre en las espaldas hasta llegar al nogal y perderse detrás del molino. Dejó atrás la hamaca, caminó el último tramo hasta la casa. La respiración agitada, el bombear de la sangre en las extremidades del cuerpo.
Una vez adentro, pidió un instante para ducharse y se prestó a la peluquera y al maquillaje. Alrededor, vestidos coloridos subían por las piernas de la madre y las hermanas.
Los vasos estaban vacíos.
Alguien trajo una nueva botella de agua.
Lento, el pelo se acomodó en el peinado. El maquillaje se estiró hacia los bordes de la cara. La novia llegó hasta la habitación del ventilador, donde el vestido bailaba solo.
El corset la dejó un momento sin aire. El ventilador movía el aliento de la madre y la fotógrafa. Los zapatos se ajustaron a los pies dolientes de pinchazos y, con el ramo de rosas en la mano, estuvo lista.
Las hermanas se preparaban para salir, el padre se ponía la camisa, el hermano buscaba la corbata. La novia, blanca sobre el pasto amarillo, miraba a la fotógrafa preparar la cámara para las fotos. Caminaron hacia el sulki viejo. El ramo goteaba.
-Mirá para allá, sonreí, levantá esa mano. Ahora un poco más allá, mirá las vacas cómo miran. En el guardaganado, otra, levantá el ramo, olelo.
El camino estaba poseado. Adentro de la cuatro por cuatro, entre saltitos, la novia miraba el reloj. Llegaban tarde.
El aire acondicionado, al máximo.
La piel erizada.
El rosario, en las manos.
En la casa del jardín de los sueños, el hombre del sulki, en cuero, fumaba un cigarro. Al verlos llegar, la mujer le alcanzó la camisa negra. La gran panza desaparecía a medida que la mujer prendía los botones.
-Ahora vamos a prender el farolito acá atrás. ¿Viste los corazones lustrados en el recado? Que el padre la espere en la iglesia, acá entramos sólo dos.
Pampa coceaba sin cesar. Se movía adelante y atrás. Las crines negras pegaban en los muslos marrones. El hombre del sulki le hablaba, intentaba tranquilizarlo.
- Sacá la cuatro por cuatro, es el ruido del motor que lo inquieta.
El padre alejó la camioneta y se acercó para subir a la novia al sulki. El calor palpitaba en el cuerpo apretado de la joven. La pollera se le pegaba en las piernas húmedas, la cara le brillaba de transpiración.
Una vez arriba, ramo en mano, un par de fotos –Pampa relinchaba con el flash- y salieron del jardín. Sobre el pavimento, las pezuñas de Pampa hacían un ruido seco. El hombre del sulki, la panza oculta en la camisa, llevaba las riendas en la mano izquierda. Con la derecha, señalaba las ruedas lustrosas, el recado impecable, la madera reluciente.
-Ahora vamos a dar una vuelta al pueblo.
Las casas bajas permitían ver el cielo oscurísimo, sin estrellas. Con la silla en la vereda, los pueblerinos esperaban a la novia. Un viejito le pasaba el mate a la viejita sentada a su lado. Dos casas más allá, tres varoncitos jugaban a la mancha y una nena lloraba en la falda de su madre. La casa de tejas rojas tenía las luces encendidas y, en la vereda de enfrente, tres mujeres cuchicheaban sin parar.
-Saludá, nena.
El hombre del sulki tenía la sonrisa instalada. La novia levantó una mano. Desde adentro de una casa, alguien corrió la cortina para ver. Los viejitos saludaron, los niños corrieron unos metros detrás del sulki, las mujeres frenaron el cuchicheo un segundo para mirar y, enseguida, volvieron a la conversación que las inquietaba. La pequeña llorona se acercó hasta el cordón de la vereda para ver mejor. Sus ojitos negros, hinchados de llanto, la siguieron hasta que el sulki dobló en la esquina siguiente y se perdió de vista.
Al alejarse del farol de la esquina, la oscuridad de la cuadra se sintió en los huesos. Bajaron a la calle de tierra y la temperatura pareció caer. La novia miró el reloj en la muñeca del hombre. Era tardísimo.
Los pasos de Pampa retumban en la tierra húmeda. Su respiración rítmica y las crines en el muslo acompañaban el compás de aquella melodía. El corset del vestido se descosía a cada paso del animal. Las ballenas comenzaban a pinchar la cintura de la novia.
Ya cerca de la esquina, volvieron a subir al asfalto y, con la luz del farol, regresó el calor sofocante de aquella noche de verano.
A ambos lados de la calle, dos filas apretadas de autos estacionados.
Una familia entera en la vereda esperaba ver pasar el carruaje. Una adolescente se cruzó enfrente, donde varias chicas charlaban y se reían.
La iglesia estaba completamente iluminada. Afuera había una multitud. Todos los ojos vueltos hacia aquella joven, vestida de blanco, acercándose en el sulki.
 El andar de Pampa era cada vez más brusco. A cada movimiento, las ballenas del corset se hundían en la panza y la cintura de la novia. El hombre panzón sonreía mientras le daba rienda a Pampa, para que se acercara hasta la entrada a la iglesia. Entre tanto ruido de tacos, flashes y murmullos, Pampa comenzó a cocear. El hombre del sulki le hablaba, luchaba con las riendas para domarlo. No había caso, el caballo se preparaba para relinchar.
-Vamos más adelante, bajemos donde no haya gente –casi gritó la novia.
Los músculos faciales contraídos, los ojos grises desorbitados.
-No, dejame, yo me bajo.
Con su sonrisa siempre instalada, el hombre del sulki descendió de un salto. La gravedad casi lleva la panza al piso, pero ésta volvió a su lugar impulsada por las rodillas del hombre.
Pampa se movía adelante y atrás. Su respiración mantenía en vilo a los invitados en la iglesia. El padre se acercó y estiró los brazos. El novio caminó el altar hasta la puerta, preocupado. El cintillo de perlas del vestido se rompió.
Cayó una al asfalto.
Pampa relinchó, levantó sus patas alto.
El sulki se sacudió.
El peinado de la novia comenzó a deshacerse.
Cayeron tres perlas más
y sonaron como pequeñas campanas.

Las ballenas traspasaron la piel y lastimaron las caderas de la novia, que se miró los pies, con dolor. Pampa volvió a relinchar. Los invitados tomaron distancia. El padre dio un paso hacia atrás y el hombre del sulki cayó de espaldas. Una vez en el piso, la panza se siguió moviendo.
La novia, entre sacudones y lluvia de perlas, vio al novio hacerse espacio entre los invitados, trataba de llegar a ella. Una cincuentona se abanicaba. Una niña en brazos señalaba el sulki y aplaudía alternativamente. La madre se desmayó y las hermanas trataban de darle ánimo.
De repente, el murmullo colectivo se acalló.
El calor de la noche se volvió tan pesado como niño sobre los hombros. Crujió el cielo en un relámpago y la densidad del aire se condensó en un aguacero infernal. Los vestidos se pegaron a los cuerpos de dos amigas de la novia, quienes corrieron iglesia adentro. El novio y tres amigos gritaban sin entenderse alrededor del sulki, querían bajar a la novia.
El cielo se iluminó otra vez.
Pampa volvió a relinchar y salió al galope. Con el sulki a cuestas.

Después fue lo de siempre. La bendición, el saludo a la salida de la iglesia, el ramo por el aire. Y los higos a la espera de un sol largo para madurar.

1 comentario:

  1. Hola,Josefina,hermoso tu relato lleno de color y creatividad,te felicito!te de dejo un saludo.

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