lunes, 29 de abril de 2013

El son de las tres, por Roberto Aguilar, abril2013


                                        El son de las tres



                            Iba por el pasillo como una gaviota sin alas. Lo secundaban las águilas y los buitres. La noche, sin estrellas. Una bocanada de viento vino del lado sur. Cerró los ojos mientras sus manos aferradas a los grilletes sangraban por las púas vueltas a sus carnes. Pensó en blanco, luego en gris y, en la mitad del pasillo, las decenas de pasos a su alrededor hacían eco como las montañas de San Martín de lo Andes. Vio un cóndor sobrevolar la luna. Escuchó el tintineo de las gotas sobre el suelo. Pisaba un lago y las lagartijas se le escabullían entre sus zapatos. Una rata se le metió dentro de su remera a rayas. Sintió escalofríos. Abrió los ojos. Ya estaban cerca de una puerta de acero. Un gigante con una carpeta bajo el brazo se adelantó a él y abrió el 
muro. Él se paró de golpe sobre el umbral. La luz, desde adentro, lo encegue-
ció. Era como un sol del mediodía, pero más intensa, más diáfana, tan hiriente como las púas  entre sus muñecas. Se dio vuelta y reparó en sus
guardianes. Todos  vestidos con el color de la noche, aunque de un azul
tan morado como el de los cadáveres. Sus figuras eran efigies egipcias. Sus
caras, mármoles. Se le soltó una lágrima.
Miró de vuelta al frente, a la luz y se quedó ciego.
                                Lo empujaron de atrás.
Se resistió.
                         Abrió de vueltas los ojos,
los volvió a cerrar. Le faltaban dos escalones para bajar del colectivo naran-
ja. Por detrás de él, una mujer blanca de ancha cara le sonrió. Los cordones de sus zapatillas estaban desatados. El también sonrió. Abajo lo esperaba otra señora con los brazos extendidos. Era morocha y soltó una carcajada. Él pensó en el mundo de niños que había dejado atrás. Volvía a su casa y mañana regresaría al juego del despertar, al patio de la escuela y a la amistad agazapada detrás del pizarrón. Le saltaría  a él y a sus compañeritos como un horizonte rojo, extenso, de lado a lado, contra la pared de su aula. Alguien lo empujó con más fuerza y trastabilló hasta una silla de metal. Abrió los ojos y gritó. Lo agarraron de atrás. Lo sentaron sobre el hierro frío y lo llenaron de cinturones alrededor del cuerpo. El sol estaba sobre su cabeza, las estrellas giraban en torno a su cara. La luna desquiciada se metió por una ventanita contra la pared y lo miraba. Vino un cuervo con alas anchas. Llevaba una botella de ron. Lo roció con el líquido.
      Él cerró los ojos,
                los abrió,
los cerró.
      El cuervo se persignó. Se acercó a él y lo tocó con la uña de una de sus patas. Lo sobrevoló. Lo escuchaba graznar. Hasta que, en un golpe de su vuelo fugaz, escapó con la luna detrás de la claraboya. Una mujer con vestido rosa y un clavel en una de sus orejas se abrió pasó entre la multitud de los guardias. Llegó hasta él y lo besó en la boca.
                        Cerró los ojos,
                    los abrió,
los cerró.
     Con la rapidez de una víbora, le corrió la manga de sus remera larga y le inyectó el veneno. Él saltó en convulsiones. La espuma le salía por la boca. Apretó los ojos, luego se mordió los labios. Guardó silencio. Las rocas del mar estaban cerca de él. Las olas eran  intensas. Sintió sus alas. Una nube pasó y se mezcló con su cuerpo. Oyó el grito de su voz contra el eco de las montañas. La noche se hizo día,
           luego noche,
después día.
          El sonido sordo de una campana sonó a destiempo y muy lejos. Alguien tiró una flor sobre su cuerpo. La comió mientras cerraba las orillas de la tierra. Las abría,
                      las cerraba,
las entreabría.     

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