Artesanal y
técnica
Llegaba otro libro y ya no entraban
más.
Unas manos de hombre lo extendían
hacia mí. La tapa dura y brillosa, para arriba, me sonreía arrogante. Las dos
manos se aferraban al libro por los costados. Las uñas mordidas, cortísimas, de
cutículas al rojo vivo. La más grande –la del dedo gordo, de la mano
izquierda– morada, machucada, reventada,
deformada. Negra.
–¿Te agarraste con la puerta?
– La pata de la cama.
–Ah...
–Tomá. ¿No era el que estabas
buscando?
Otro más de tapa pintada a mano (o hace
como si estuviera pintada a mano), con témperas (“óleos” suena mejor), de
colores intensos (que sean los MÁS intensos, para demostrar que el artista es
un apasionado), todos mezclados (“yuxtapuestos”), no se entiende un carajo,
¿qué es eso?, ¿la vía láctea enredada en un pastizal? En serio, ¿qué mierda es
eso?
Mi sobrinita de cinco años te hace
una tapa mejor. ¿Qué es esa nueva moda de estamparme en la cara un dibujito
“como de nene” si el libro no es para nenes?
Porque si mi sobrinita, un día
–mientras pinta con una rodilla sobre uno de los almohadones del sillón tirado
al piso y la otra lista para pararse, sobre la mesita ratona del living que
recibe sin parar las gotitas deslizadas
desde su vaso de chocolatada y que, además, sostiene avergonzada tu libro de
mierda sobre una de sus esquinas (en lo más alto de una torre de otros tantos
libros que no pienso leer jamás, ni asignarles un lugar definitivo), a punto de
dejarlo caer, bah, de tirarlo mejor, tirarlo intencionalmente al abismo que lo
separa de mi piso de madera astillada, sin alfombrita de catálogo, sin nada,
pe-la-da– levanta la mirada de su hoja y descubre, arriba de la pila, esa tapa
con manchas y trazos asínomás, “como de nene”, en esa superficie de
cartón liso y despampanante (como sólo puede ser el material con el que se
hacen las tapas de los libros para chicos, para ellos ¿no ves?, para ellos nada
más), lo va a agarrar con sus manitos pegajosas llenas de manchitas de colores
(¡igual que tu dibujo!) y lo va a abrir en una página cualquiera (y no te creas
que no sabe leer, ¿tenés alguna idea de las cosas que aprenden los pibes en
prescolar? ¡saben decir todos los colores en inglés!) y va a leer justo la
parte en la que describís cómo el narco viola a la pendeja amordazada mientras
obliga a su papá-traidor a mirarlo, atado desde una silla, para después
volverse hacia él y cortarle la lengua, un pedazo del cuero cabelludo y las
manos, con secos, concisos golpes de sable ninja, y te detenés párrafos y
párrafos, páginas enteras, innecesarias, en describir cómo la chiquita de
dieciséis, empapada en lágrimas y saliva, descubre a su padre descuartizado y
grita desconsolada porque tu morbosidad le arruinó la vida para siempre, y ¿qué
le digo yo a mi sobrinita que, además, se pregunta “por qué no hay más
dibujitos adentro”, entre las oraciones?
Tampoco necesito mirar la foto de la
contratapa o la solapa para adivinarlo, sos ese tipo macanudo que saca a pasear
al perro y no lleva bolsa para levantar su mierda. Es más, lo hace cagar en el medio de una bicisenda
para que después pase un bicicletista, o un señor en silla de ruedas y se le
quede toda la caca blandita de tu Waimaraner Gold pegoteada en la trama de la
llanta y tenga que buscar una carilina –si lleva encima–, o alguna hoja seca –si es otoño– para
sacarla. Pero igual se le van a quedar restos marrones en la goma y en las
uñas. Ese tipo que todos los viernes al mediodía va a almorzar al bar de abajo
con los compañeros de la oficina, pide y come de todo (como si fuera el último
día, como si después de eso no hubiera nada, no hubiera –por ejemplo– media
jornada de trabajo para terminar), jode a la moza en cada una de sus
apariciones con chistes sexuales (realmente bochornosos que ella nunca va a
lograr responder porque siempre le cerrarías la boca con otro todavía peor) y
no le deja propina (o le deja veinte centavos y un Beldent sin azúcar) cuando
el almuerzo salió casi lo mismo que ella hace en el mes. Así que:
–¿Yo? Imposible. Nunca. Te confundís
de persona– pero el hombre desapareció y descubro el libro frío entre mis
manos. El libro pintado a mano de niño y yo, solos.
De pie en el centro de un living
desconocido, imaginado, sostengo el pedazo de mierda. Entonces los muebles
comienzan a girar, lento, en ronda, alrededor de mi.
Recuerdo el televisorcito que mi
mamá y yo hicimos con una caja de fósforos para Artesanal y Técnica (segundo
grado, Señorita Mari, sombra de ojos color turquesa y espacio entre las
paletas). En una cara de la caja, mamá había recortado un rectángulo con la
trincheta y, en una tira larga de papel, yo dibujé otros rectángulos, uno al
lado del otro, del mismo tamaño que el de mamá con los distintos programas de
televisión adentro. Una especie de historieta. En cada costado de la caja
atravesamos dos palitos y les enrollamos la tira. Para cambiar de canal, los
girabas y listo.
Como en este momento alguien debe
estar girando los que hacen desfilar el living ante mis ojos.
Un cuadro,
una repisa,
una mesa,
una tele,
una puerta,
una pecera:
se acercan y se alejan,
se agrandan,
se achican,
se deforman al pasar
delante mío.
¿Soy el ojo en
la mirilla de la puerta?
–No puedo quedarme con este libro.
No quiero. ¿No te ofendés? Es que no tengo dónde ponerlo,
nada más. Me complica. Me estás tirando un fardo enorme. Es enorme este libro.
Siempre lo mismo, ¿por qué venís con esto ahora? Vos y tu olfato de mierda para
aparecer justo cuando estoy bien. De verdad, yo estaba lo más bien recién.
Llevatelo, por favor. No tengo lugar en la biblioteca. Hay lomos para todos
lados, verticales, horizontales, en diagonal, todos apretujados. Los de tapa
blanda ya están dobladísimos por la presión. Cada vez que quiero sacar uno, se
les rompe un pedacito. Este es tapa dura, ya sé, peor todavía. No entra. ¿Me
escuchás?
La única clavada al suelo en el
living sin gravedad. Los muebles flotan, hacen círculos, ondas, zig zags
alrededor de la mujer con cabeza de ojo.
El iris rebota desesperado hacia
arriba, hacia abajo, hacia arriba, hacia la derecha. Dibuja estrellas en un
sólo trazo y nunca las cierra. La inmensa bola blanca de nervaduras rojas se
balancea sobre el cuello. Alerta, con miedo.
Silencio.
La mujer sostiene un ladrillo de
mierda con las dos manos. Las uñas mordidas, cortísimas, de cutículas al rojo
vivo. La del dedo gordo, de la mano izquierda, parece machucada. Pero no sé. No puedo ver bien con la mirilla al
revés.
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