ANA.
La esquina con
baldosas vainillas grises la sostiene. Su cabello bailotea con el viento, nada
más se mueve en ella.
Su novio decidió
casarse con otra.
Su mirada sigue al perro
callejero, sus manos ya tranquilas descansan en la escoba. Su vestido es grande
para su silueta actual, pero no importa.
Amable ,siempre
busca despejar el día.
Barre su vereda,
limpia y busca más mugre.
Si no hay, espera.
Pero, entre tanto, limpia.
RAQUEL.
Cruza sus
dedos hábiles en el teclado nácar. Su música existe y contagia.
Maestra, exigente,
con grandes aros de perlas. Depura notas y contempla arrebatos. La espalda la
sostiene derecha y los pies la llevan derecho.
Su marido, relojero
diplomado, como anuncia su vidriera, abre y cierra su negocio en vaivén
infinito.
Escucha a Raquel.
Raquel a veces lo escucha.
MANUEL.
Joven alegre y
despabilado. Reparte el agua enfundado en un traje llamativo.
Su cosecha se
cuenta en sonrisas y amabilidades ganadas desde la espontaneidad. Luce
brillante.
Sus rulos
negros cuelgan pesados hasta la frente, casi tocan los ojos, pero la nariz
protagoniza sin problemas.
Pasea por las
calles, dueño de la situación. Posee el don de gustar.
Mira
embelesado a María, la hija de Raquel, recorre escondrijos para verla, se
aparece sin disimulo para sorprenderla. Ríe. A veces canta.
MARÍA.
Ya pasaron veinte
cumpleaños en los que su mamá repite “el momento de conocerte fue el más
feliz”. Los detalles destellan en el desayuno y continúan en la cena.
Su contento lo regala por
pasillos y rincones del hospital, es enfermera en el área de pediatría.
Tímida y apagada,
cuando no es el centro. Disfruta de eso, el cascabel se enciende sólo en
ocasiones especiales y dedica un esfuerzo a lograrlo.
Su voz prodigiosa engalana
el coro.
La lectura se la roba de
la vida social extra a estas actividades.
ALBERTO.
Melancólico hasta los
zapatos.
Envuelve en su alma a todo
lo que mira.
Sus manos tiemblan hace
décadas;
su paso, no.
Las canciones que lo
acunan devienen de Dios.
Cree y hace creer.
Cinco hijos son el mejor
regalo que ostenta, ahora sumamos nietos, muchos.
Su cabeza vuela tanto que
a veces se pierde, pero busca y retoma. Parece que nunca se fue.
ROBERTO.
El sillón de pana
recibe el cuerpo pequeño no sin sentir su peso.
Su lentitud se posa,
el cabello dibuja respeto, nada más.
Lee y divaga. Sus
manos hablan más que su boca. Su voz, poca, sale débil y perezosa. Cuenta
cuentos que nadie escucha.
Trabajó de muchas cosas,
no mucho de nada.
Vive solo en una casa
llena de gente, su familia.
Llegó al pueblo de
niño, con madre, padre y hermanos. Despidió el tren que lo dejó junto con
la amabilidad y la ternura.
Sufre del corazón como si
lo tuviera.
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