Matices
La tarde se desgaja en
colores, el arrebol entre los árboles del poniente es una mancha de acuarela -
desprolija - sobre el verde.
El grito agudo y prolongado
del hornero, junto a las campanadas lejanas y eternas de la capilla del pueblo,
reclama el final del día.
Caminan sin prisa por la
calle empedrada hacia la estación. Él, con la maleta marrón en una mano y la
vista perdida en los adoquines. Ella toma la mano libre y alarga los pasos para
caminar a la par, acompasados.
Algunas luces comienzan a
iluminar – débiles y desteñidas - su paso, es un escenario de teatro barrial. Son
actores de una obra a punto de cerrar un acto y siguen su marcha hacia el
telón.
El andén calmo y desolado de
las siete y media de la tarde es ahora la nueva escenografía. Un personaje
secundario, el único empleado ferroviario, los mira llegar y sentarse en el
banco de madera.
La
valija entre ambos.
Las tablas descascaradas saben de cansancios
ajenos y apenas crujen al recibir el peso.
Ella se acomoda el pelo sin la
ayuda de espejo. Él enciende un cigarro haciendo parapeto con sus manos. El
humo escapa y dibuja en el aire una especie de martillo a punto de golpear.
Cuando el tren de las 7,45
parta, uno de ellos quedará en el pueblo. El empleado lo sabe: hace dos días, vendió
solo un boleto para esa hora. Esa es toda la información que maneja.
Gente reservada los Morales, tan reservada que,
en este pueblo donde todo se sabe, han generado un misterio. Algunos vecinos piensan
en una separación, otros en una enfermedad a tratar en la capital, y quién sabe
qué otras cosas.
Antes de encender el segundo
cigarro, él le pide, que por favor no olvide decirle ¡cuánto hubiese querido acompañarlo
en ese momento! Ella repite que sí, que lo hará, que se quede tranquilo. Luego
sus miradas buscan, en el horizonte paralelo de las vías, una señal. La
encuentran. La luz frontal de la locomotora enciende los matorrales de la
curva, les da una máscara de fogata descontrolada. Pero es solo luz y
movimiento.
Se despiden antes de que ella
suba al estribo con un beso breve. Y sueltan sus manos muy de a poco,
levemente, casi una caricia.
Al partir el carruaje
maltrecho llena de bufidos y relinchos la estación y los alrededores.
Así, el hombre queda solo en la plataforma,
mirando alejarse el tren rumbo a la oscuridad más negra que recuerde.
Camuflaje
Pasos dudosos y extraviados hacia
a la zona portuaria. Lejos de la soledad, el aburrimiento y la justicia, entré
en la taberna “La Perla”, cuando la tarde caía.
Atravesé una puerta vaivén,
como la que custodia las pesadillas (de ellas se entra y sale sin esperar, a
los empujones) acompañado del chirrido de las bisagras oxidadas.
El lugar olía a vicio y
comida rancia. Lucía a caos. Mesas a medio limpiar, el piso sucio y desgranado.
En las paredes y en el techo se podía ver el paso del tiempo con todas sus
inclemencias. La humedad se había instalado hasta en los escasos parroquianos
que bebían en silencio.
A pesar del anuncio de mi
llegada que hicieron las bisagras, nadie se dio vuelta para mirarme. Caminé
hasta la barra y me senté en el taburete libre entre un tipo y la pared. El abandono
estaba a la orden, parecía de utilería. Insectos y bichos dejaron su huella de
telas, caparazones y heces sobre la estantería con botellas, atrás de la barra.
Mientras esperaba ser
atendido, noté que detrás de las botellas había un espejo disimulado por las
manchas de vejez y empañado por alientos de alcohol y blasfemia.
En esa superficie inmunda me
vi. Bastante calvo y canoso.
Nadie se acercó a atenderme.
El tipo a mi lado miraba el fondo de su vaso en silencio, sin expresión. Yo
volví a reparar en el espejo y me vi algo encorvado. Temblaba.
Seguí en la espera de
atención, mientras oía a mis espaldas a unos hombres hablar sobre viejas
hazañas de pesca en alta mar, y reír.
Cuando quise acordar, una
mano empuñaba un trapo que alguna vez fue blanco y hacía garabatos de limpieza
sobre la porción de barra frente a mí. Después de prestarle atención a las
huellas grasosas, subí con la vista por
la mano, el brazo, hasta llegar a la cara del hombre:
- ¿Qué quiere tomar?
- Cerveza - respondí
La botella tamborileó un poco
sobre la madera, hasta que fue sujeta con firmeza para destaparla. Después del
clásico sonido de presión liberada al aire, una lengua de espuma y líquido
chorreó por el vidrio hasta la base.
No esperé vaso, sorbí un
largo trago del pico. Eso hizo que me estremeciera por el impacto del frio en la
garganta. Volví a mirarme en el espejo. La imagen que vi armonizaba por completo con el
lugar.
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