lunes, 3 de septiembre de 2012

Nuevos textos de Daniel Milanesi, septiembre de 2012



  

  Matices
                                                                       

     La tarde se desgaja en colores, el arrebol entre los árboles del poniente es una mancha de acuarela - desprolija - sobre el verde.

     El grito agudo y prolongado del hornero, junto a las campanadas lejanas y eternas de la capilla del pueblo, reclama el final del día.

     Caminan sin prisa por la calle empedrada hacia la estación. Él, con la maleta marrón en una mano y la vista perdida en los adoquines. Ella toma la mano libre y alarga los pasos para caminar a la par, acompasados.

     Algunas luces comienzan a iluminar – débiles y desteñidas - su paso, es un escenario de teatro barrial. Son actores de una obra a punto de cerrar un acto y siguen su marcha hacia el telón.    

     El andén calmo y desolado de las siete y media de la tarde es ahora la nueva escenografía. Un personaje secundario, el único empleado ferroviario, los mira llegar y sentarse en el banco de madera.

                                                  La valija           entre ambos.

     Las tablas descascaradas saben de cansancios ajenos y apenas crujen al recibir el peso.

     Ella se acomoda el pelo sin la ayuda de espejo. Él enciende un cigarro haciendo parapeto con sus manos. El humo escapa y dibuja en el aire una especie de martillo a punto de golpear.

    Cuando el tren de las 7,45 parta, uno de ellos quedará en el pueblo. El empleado lo sabe: hace dos días, vendió solo un boleto para esa hora. Esa es toda la información que maneja.

    Gente reservada los Morales, tan reservada que, en este pueblo donde todo se sabe, han generado un misterio. Algunos vecinos piensan en una separación, otros en una enfermedad a tratar en la capital, y quién sabe qué otras cosas.

    Antes de encender el segundo cigarro, él le pide, que por favor no olvide decirle ¡cuánto hubiese querido acompañarlo en ese momento! Ella repite que sí, que lo hará, que se quede tranquilo. Luego sus miradas buscan, en el horizonte paralelo de las vías, una señal. La encuentran. La luz frontal de la locomotora enciende los matorrales de la curva, les da una máscara de fogata descontrolada. Pero es solo luz y movimiento.

    Se despiden antes de que ella suba al estribo con un beso breve. Y sueltan sus manos muy de a poco, levemente, casi una caricia.

    Al partir el carruaje maltrecho llena de bufidos y relinchos la estación y los alrededores.

      Así, el hombre queda solo en la plataforma, mirando alejarse el tren rumbo a la oscuridad más negra que recuerde. 
                                            




Camuflaje
                                                                   

     Pasos dudosos y extraviados hacia a la zona portuaria. Lejos de la soledad, el aburrimiento y la justicia, entré en la taberna “La Perla”, cuando la tarde caía.

     Atravesé una puerta vaivén, como la que custodia las pesadillas (de ellas se entra y sale sin esperar, a los empujones) acompañado del chirrido de las bisagras oxidadas.

     El lugar olía a vicio y comida rancia. Lucía a caos. Mesas a medio limpiar, el piso sucio y desgranado. En las paredes y en el techo se podía ver el paso del tiempo con todas sus inclemencias. La humedad se había instalado hasta en los escasos parroquianos que bebían en silencio.

     A pesar del anuncio de mi llegada que hicieron las bisagras, nadie se dio vuelta para mirarme. Caminé hasta la barra y me senté en el taburete libre entre un tipo y la pared. El abandono estaba a la orden, parecía de utilería. Insectos y bichos dejaron su huella de telas, caparazones y heces sobre la estantería con botellas, atrás de la barra.

     Mientras esperaba ser atendido, noté que detrás de las botellas había un espejo disimulado por las manchas de vejez y empañado por alientos  de alcohol y blasfemia.

     En esa superficie inmunda me vi. Bastante calvo y canoso.

     Nadie se acercó a atenderme. El tipo a mi lado miraba el fondo de su vaso en silencio, sin expresión. Yo volví a reparar en el espejo y me vi algo encorvado. Temblaba.

     Seguí en la espera de atención, mientras oía a mis espaldas a unos hombres hablar sobre viejas hazañas de pesca en alta mar, y reír.

     Cuando quise acordar, una mano empuñaba un trapo que alguna vez fue blanco y hacía garabatos de limpieza sobre la porción de barra frente a mí. Después de prestarle atención a las huellas grasosas, subí  con la vista por la mano, el brazo, hasta llegar a la cara del hombre:

- ¿Qué quiere tomar?

- Cerveza - respondí

     La botella tamborileó un poco sobre la madera, hasta que fue sujeta con firmeza para destaparla. Después del clásico sonido de presión liberada al aire, una lengua de espuma y líquido chorreó por el vidrio hasta la base.

     No esperé vaso, sorbí un largo trago del pico. Eso hizo que me estremeciera por el impacto del frio en la garganta. Volví a mirarme en el espejo. La  imagen que vi armonizaba por completo con el lugar.

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