Como
para ahorrar especulaciones, llegué al canibalismo sin proponérmelo.
(Félix escucha la voz
de Albert Fish en su MP3. Una voz con pocas modulaciones y tonalidades graves.
Una voz entre rocas y erupciones.)
(Félix
detiene la grabación y piensa: como esas películas donde un psicópata captura
víctimas y el film detalla los destripamientos, los degollamientos, la
extirpación de genitales. Las secuencias son atravesadas por brevísimos
momentos de la infancia del psicópata, ya. Lo vemos, por ejemplo: camina con su
madre y se cae a un pozo profundísimo y queda atrapado tres meses. Vemos al
psicópata convivir con ratas…)
No
quisiera teorizar, pero el canibalismo, así como todos los sentimientos
primordiales del hombre, anidan dentro de todos. Aun en la instancia de la
civilización. Quizá con niveles mayores en la instancia de la civilización.
Quizá la civilización es la instancia superior del canibalismo.
(…
o bien lo vemos al caníbal en un hermoso campo con su tío. Y su tío, con mirada
de violador, se lo lleva al fondo donde se imbrican las sombras con unos
árboles y, actitud calculadora de violador, le pide que se quite la ropa, eso
es parte de un juego; entonces, con manos de violador, mirada de violador,
sonrisa de violador y voz de violador, lo viola.)
Me
escapé de mi país en un avión de guerra. En condición de lastre, junto a un
muchachito temeroso, un piloto silencioso y un copiloto hablando de su novia
rusa.
(Félix
detiene la grabación. Félix escribe el monólogo del copiloto: Mi novia,
señores, es una vasca exiliada. Ha llegado a mis brazos perseguida por los
nazis y tiene una cicatriz en la mejilla. Según me dijo en varias
conversaciones, su padre- en un ataque de furia por el carácter indócil de la
pequeña- la cortó con un cuchillo. Mi novia, señores, nunca aprendió a tocar el
piano ni aprendió idiomas. Ella considera al sexo como lo principal y tiene el
pelo colorado y el cuerpo de pecas. Se entregó a mí antes de casarnos, cosa
insólita e inmoral, señores. Su voz cansada me pedía amor entre matorrales. La
penetré con temor de niño y susto de inexperto. Semejante mujer, una mujer de
otra era, meneándose entre mis piernas. Me sentía paralizado, señores. Y les
confieso: en los momentos más intensos y dramáticos de esta guerra, evoco los
raptos de pasión compartidos y me digo: “vale la pena aguardar este dolor, si
ella me espera para hacerla mía”.)
Un
exiliado no tenía buen porvenir en este país.
Así
las cosas, viví y dormí en las calles. Y, con los primeros asentamientos de
esta ciudad –oh, en las gloriosas épocas del General–, conseguí un techo.
Ahí
comencé a forjar la leyenda del Hombre de la bolsa.
(Félix
acompaña en su imaginación el relato con las imágenes del encuentro.
Reconstruye la casa de Fish hundida en una opacidad amarillenta. Las sillas
gastadas, el pasillo con las complicadas escaleras. La cara del psicópata. Sus
arrugas, surcos que eran también esas hendijas por las cuales la ínfima luz del
invierno - ese invierno que se anuncia y no llega más, invierno de cielos
turbios que sin embargo no llega, siempre a punto de derribarse sobre la ciudad
y sobre Félix pero no - la luz del invierno se filtra.) Raptar niños, destriparlos y comerlos me causaba un placer
inestimable. El procedimiento era sencillo: adoptaba el papel del pobre viejo
mendicante. Cualquier familia se apiadaba y me hacía entrar a su casa. Me daban
comida, me sentaban a la mesa. Contaba una historia de vida lacrimógena, como
la que te cuento a vos. Lograba así golpearlos en su sensiblería y me otorgaban
su amistad. Como vos me otorgás tu amistad, también.
El
terreno, pues, quedaba propicio para cometer el robo: convencía a los niños de
estas familias para que vinieran conmigo. Los llevaba donde vivía, es decir,
bien lejos de sus lugares de residencia. Los dormía a golpes y los mataba, sin
premura.
Después,
los cortaba en pedazos y los comía.
De acuerdo: un niño no se puede comer de
una sola vez. ¿Qué hacía? Trozaba su cuerpo en partes y las colocaba en bolsas.
Pedía a algún vecino que me congelara el alimento y, cada noche, buscaba un poco para cenar.
Muchos
de mis homicidios y actos de canibalismo fueron descriptos en cartas. Cartas
escritas para los padres de los mismos niños. Me motivaba la necesidad de
explicarles en qué condiciones mataba y comía a sus hijos. Más tarde te leo
algunas.
(La
película, piensa Félix después de detener la grabación, puede comenzar
justamente con una carta que escribe Fish a los hipotéticos espectadores.
“Queridos espectadores:”, diría, “todos sus hijos pueden ser devorados por este
servidor”.)
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