martes, 4 de septiembre de 2012

Fragmentos de novela, Víctor Dupont, septiembre 2012

"Lúcido, ¿está?" y  "La leyenda del hombre de la bolsa"


            Como para ahorrar especulaciones, llegué al canibalismo sin proponérmelo.
(Félix escucha la voz de Albert Fish en su MP3. Una voz con pocas modulaciones y tonalidades graves. Una voz entre rocas y erupciones.)
            (Félix detiene la grabación y piensa: como esas películas donde un psicópata captura víctimas y el film detalla los destripamientos, los degollamientos, la extirpación de genitales. Las secuencias son atravesadas por brevísimos momentos de la infancia del psicópata, ya. Lo vemos, por ejemplo: camina con su madre y se cae a un pozo profundísimo y queda atrapado tres meses. Vemos al psicópata convivir con ratas…)
            No quisiera teorizar, pero el canibalismo, así como todos los sentimientos primordiales del hombre, anidan dentro de todos. Aun en la instancia de la civilización. Quizá con niveles mayores en la instancia de la civilización. Quizá la civilización es la instancia superior del canibalismo.
            (… o bien lo vemos al caníbal en un hermoso campo con su tío. Y su tío, con mirada de violador, se lo lleva al fondo donde se imbrican las sombras con unos árboles y, actitud calculadora de violador, le pide que se quite la ropa, eso es parte de un juego; entonces, con manos de violador, mirada de violador, sonrisa de violador y voz de violador, lo viola.)
            Me escapé de mi país en un avión de guerra. En condición de lastre, junto a un muchachito temeroso, un piloto silencioso y un copiloto hablando de su novia rusa.
            (Félix detiene la grabación. Félix escribe el monólogo del copiloto: Mi novia, señores, es una vasca exiliada. Ha llegado a mis brazos perseguida por los nazis y tiene una cicatriz en la mejilla. Según me dijo en varias conversaciones, su padre- en un ataque de furia por el carácter indócil de la pequeña- la cortó con un cuchillo. Mi novia, señores, nunca aprendió a tocar el piano ni aprendió idiomas. Ella considera al sexo como lo principal y tiene el pelo colorado y el cuerpo de pecas. Se entregó a mí antes de casarnos, cosa insólita e inmoral, señores. Su voz cansada me pedía amor entre matorrales. La penetré con temor de niño y susto de inexperto. Semejante mujer, una mujer de otra era, meneándose entre mis piernas. Me sentía paralizado, señores. Y les confieso: en los momentos más intensos y dramáticos de esta guerra, evoco los raptos de pasión compartidos y me digo: “vale la pena aguardar este dolor, si ella me espera para hacerla mía”.)
            Un exiliado no tenía buen porvenir en este país.
            Así las cosas, viví y dormí en las calles. Y, con los primeros asentamientos de esta ciudad –oh, en las gloriosas épocas del General–, conseguí un techo.
            Ahí comencé a forjar la leyenda del Hombre de la bolsa.
            (Félix acompaña en su imaginación el relato con las imágenes del encuentro. Reconstruye la casa de Fish hundida en una opacidad amarillenta. Las sillas gastadas, el pasillo con las complicadas escaleras. La cara del psicópata. Sus arrugas, surcos que eran también esas hendijas por las cuales la ínfima luz del invierno - ese invierno que se anuncia y no llega más, invierno de cielos turbios que sin embargo no llega, siempre a punto de derribarse sobre la ciudad y sobre Félix pero no - la luz del invierno se filtra.)     Raptar niños, destriparlos y comerlos me causaba un placer inestimable. El procedimiento era sencillo: adoptaba el papel del pobre viejo mendicante. Cualquier familia se apiadaba y me hacía entrar a su casa. Me daban comida, me sentaban a la mesa. Contaba una historia de vida lacrimógena, como la que te cuento a vos. Lograba así golpearlos en su sensiblería y me otorgaban su amistad. Como vos me otorgás tu amistad, también.
            El terreno, pues, quedaba propicio para cometer el robo: convencía a los niños de estas familias para que vinieran conmigo. Los llevaba donde vivía, es decir, bien lejos de sus lugares de residencia. Los dormía a golpes y los mataba, sin premura.
            Después, los cortaba en pedazos y los comía.                     
            De acuerdo: un niño no se puede comer de una sola vez. ¿Qué hacía? Trozaba su cuerpo en partes y las colocaba en bolsas. Pedía a algún vecino que me congelara el alimento  y, cada noche, buscaba un poco para cenar.
            Muchos de mis homicidios y actos de canibalismo fueron descriptos en cartas. Cartas escritas para los padres de los mismos niños. Me motivaba la necesidad de explicarles en qué condiciones mataba y comía a sus hijos. Más tarde te leo algunas.
            (La película, piensa Félix después de detener la grabación, puede comenzar justamente con una carta que escribe Fish a los hipotéticos espectadores. “Queridos espectadores:”, diría, “todos sus hijos pueden ser devorados por este servidor”.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario