Baile
de los estorninos rosados sobre el Danubio
A veces cuando los domingos sale a
comprar el pan de las ocho, calentito y
rosado, se le aparece el que estuvo anoche en su bulín. Dobla a la esquina y la
encara. Calza zapatos oscuros, recién lustrados, usa gomina
en el pelo negro y
un moño celeste aprieta el cuello de su
camisa blanca . Chapa bien a la antigua, tan sólo porque le dijo que le
gustaban los hombres
del cuarenta. Se
produce bien para ella. La toma de la cintura y la mina le deja correr la mano
por su cola. Le da un dulce cachetazo en su nalga cubierta por un vestidito
cuadriculado, como aquel que usaba en el secundario. Su pelo ondulado gira al
viento. Ya es primavera. Los primeros rayos del sol se meten entre el trigo de
la cabellera y se pierden en el escote por las dece-
nas de lunares de
sus tetas. Hermosa calentura la atrapa al verlo llegar.
Habían estado tres horas bajo las
estrellas tapadas por el
Cielo raso azul
profundo de su cuarto. Acabó, dos, cuatro veces. ¿Quién sabe? Pero allí estaba
él de nuevo,
para sentirla otra vez mujer. Irían a tomar mate volteados por la luz de
una mañana canchera de tibias manos amarillas. Ella doblega el ánimo de las
cosas y a todas las pieles de los gatos y perros alrededor. Los emperna, los
hace gritar de placer. Desparrama calor
para un mañanero con todos los poros entrelazados por la claridad
insurgente a la noche. Ambas luces disputan el frenesí de sus deseos nocturnos unidos a la calentura
del mundo matinal. A la mina le parece que está con Do, a veces con Fa, otras
con Sol. ¡Quién sabe! No recuerda su nombre.
Es un hombre perfumado con el mismo olor a lavanda que otros tantos. Y,
debajo de su ropa de compadrito, despide el olor leve del guano en los campos
de piedra, antes de llegar a la casa de ella.
Entran y se sube a él, a cocoyo.
Franelean y ríen bajo las sombras de
la cocina. Él abre a empujo-
nes las puertas
intermedias hasta su pieza y le zampa
flor de
chupón. Come su
lengua en el caminito anterior a la cama. Arrastran los
pies sobre la
alfombra y, con el primer roce de las sábanas, la clava. Para ella las dos
luces- la de la noche y la del puto sol - se unen, salen y se van de su carne
caliente como el pan olvidado en la cocina. Para ella, que no está despierta,
ni siquiera dormida. Tan sólo muerta en la tierra. Una inmensa sombra de
cientos de alas sobre la yerba después de haber bailado arriba con la más linda
acabada. El río debajo les da de beber y vuelan de nuevo cerca del cielo raso.
Nada los detiene. Todo se une en el movimiento de una estrella fugaz contra las
orillas de un caudal sin pausa. Van de aquí para allá hasta caer entre las
rocas del abismo, en una vertiente. La pava tintinea con caracoles. Pasa el
churrero, un vendedor en un carro lleno de porquerías, la vecina con su perra
grita en el aire y apenas oyen su voz en el cañaveral. Estallan los sonidos,
pero el de ellos es tapado por la cortina roja y los vidrios verdes de la
ventana.
Un murmullo de Do, de Fa, de Sol le hace
estremecer la piel. Va a acabar de nuevo.
Y, entonces, la bajada por la loma. Ahora
más tranquila, más lenta de brazos, ella lo separa de su cuerpo y agarra los
matorrales: él, la angostura de las aguas entre un viaje de troncos a la deriva. Se dejan llevar por
la inmundicia de la
flora hasta unirse en una cuenca, en otro chupón
de despedida. Ella
se baja del río, él también. La mina lo saluda con sus manos llenas de humedad.
Do se pone su ropa de malevo y, antes de
irse, tira treinta dólares sobre la mesita de luz. Ella se enrolla entre las
sábanas, luego las patea. Se levanta. Cree haber soñado, pero no. Está tan
cansada como Dalila después de vender su cuerpo a la tropa de maricones.
Produce su carne con el mejor vestido de colegiala y sale a buscar más pan
francés,
bajo un asqueroso cielo celeste nacarado.
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