CAJÓN DE PIEDRA AZUL
Hace dos meses me separé de Claudia, después de diez años de
matrimonio, con brillos y sombras. Mi dependencia del whisky fue en aumento,
hasta que Claudia no lo soportó más y me pidió, con dolor en la voz pero con
firmeza, que me fuera de la casa y la dejara sola.
Su mirada perdida en un punto infinito y
su rostro pálido y sereno. La
comprendo bien, el alcohol me pone violento, mi rostro toma un aspecto vil, la
convivencia se hace insoportable, ella no se lo merece.
Amo a Claudia, la conocí cuando ella tenía
diecisiete años y yo diecinueve. A l año nos casamos, éramos dos chicos aún,
con todas las ilusiones por vivir. Claudia con su pollerita corta multicolor,
sus piernas delgadas y contorneadas, siempre bronceadas y brillosas.
Estoy en mi habitación con el vaso de whisky pegad0 a mi mano, sombras
danzan alrededor, un coro recita
letanías a mis oídos, mi cabeza es un tamboril sin ninguna melodía, un
revoltijo de ruidos y visiones que se entremezclan sin orden ni prioridades. El
calor es insoportable, mi cuerpo se asemeja a un volcán a punto de erupción. Me
doy una ducha, el agua está tibia y alivia un ápice el calor. E l espejo me
devuelve una extraña imagen, no me reconozco, tengo grandes ojeras. La mirada
de vidrio, estoy flaco, creo que perdí varios kilos, mi rostro demacrado, mis
pómulos salientes como rocas en una montaña. Me dejo caer desnudo sobre la
cama, como si fuera un lago de agua clara y fresca, enciendo el ventilador.
Desde la ventana, me llega un aroma a pasto mojado, cabalgo sobre un bravo potro negro, por campos verdes
llenos de flores, lagos y montañas, bandadas de aves sobrevuelan mi cabeza
desenfrenada y avariciosa. Sigo en mi cama sin poder moverme, mi cuerpo parece
un conjunto gelatinoso, pegajoso, vomito mi angustia sobre el parquet, las
paredes se acercan cada vez más, hasta que quedo encerrado
en un cajón de piedra azul.
Creo
que bebí demasiado, vacilo al caminar como una marioneta, me coloco el mp3 en
los oídos y escucho música para relajarme. Me siento sobre el sillón negro,
cierro los ojos, los brazos del sillón me abrazan con la fuerza de un oso, el
vaso cae de mi mano, un grito de estupor sale de mi boca amarga y reseca, es
solo imaginación, me relajo. ¿Cuánto tiempo he dormido? Es noche, la casa está
en sombras, me siento entre nubes de vapor, el cuerpo sudoroso y flácido.
Busco en el pantalón, un encendedor. Para
encontrar la llave de luz, titubeo en la
oscuridad, tanteo como ciego cada paso del camino.
Siento hambre, me preparo un bife con
ensalada, la comida sabe insulsa como si comiera un pedazo de cartulina, es
culpa de la bebida. Las flores de balcón están resecas. Tanto calor y me olvidé
de regarlas. Les echo agua y al rato están erguidas y brillantes regalándome su
aroma sin rencor.
Quiero llamar a Claudia, pero no me
animo, mi mano se detiene ante el
teléfono. A hora todo mi cuerpo tiembla, la tormenta esperada no llega. Mis ojos
en blanco parecen querer saltar de sus órbitas, respiro hondo varias veces, aunque
no hay aire aquí.
Claudia aparece con un vestido negro largo,
es una reina, su cuello delgado, con una
gran cadena de oro, sus hombros desnudos, su negro cabello cae hasta su
cintura, está lista para que vayamos al casamiento de su amiga Gladys, una
chica rubia con rostro de niña. La cama húmeda por mi sudor, el ventilador sirve de
muy poco. Busco el número de teléfono de Andrea, unan prostituta que suelo
frecuentar en mis noches de borrachera. Andrea es exuberante, voluptuosa y a la
vez tierna y confidente, sus ojos negros brillan en la noche.
Al día siguiente me siento una basura, ,
solo el simple goce de un salvaje animal, la piel ajada como el alma, los ojos
llenos de sangre, un despojo, me lavo la cara y salgo rápido a la calle. Necesito
tomar aire, la mañana es luminosa, el sol a pleno, un poco más fresco, los
gorriones saltan de rama en rama, buscan
su alimento, n, los niños despreocupados juegan a la pelota, no hacen caso del
sol ni del calor, son como los gorriones. El perro del vecino se acerca a
saludarme, se para en dos patas y lame mi cara, pálida y cansada, lo acaricio y
continúo mi camino. Presiento una sombra a mi lado izquierdo, una presencia, no
hay nadie, solo la percibo. Me siento en un bar y pido un café con tostadas, el
mozo- un muchacho muy joven y delgado- me atiende con una sonrisa franca, me
cuenta que vino hace un mes de Chaco y que estudia en la facultad de derecho,
es un chico muy agradable e inteligente. La sombra sigue a mi lado, tengo que
dejar de beber, me estoy volviendo loco, voy a buscar ayuda. Ya no quiero esta
vida p, moviéndome como beduino en el desierto, alucinado entre espejismos de
lagos y manantiales
Voy a ver a un grupo de alcohólicos
anónimos, llego casi sin fuerzas. Me recibe una señora regordeta y mofletuda
con rostro juvenil y mirada penetrante.
Es muy cordial, todos me reciben con alegría y respeto, me resulta aliviador
saber que no soy el único con este problema, La señora regordeta de rostro
rojizo me pide que me presente y cuente mi historia. L o hago con dificultad,
jamás hablé de mi problema con nadie y mucho menos con desconocidos. Mi voz es trémula, vacilante, no hilvano bien las
ideas, me comprenden, luego escucho a otros hablar y me calmo. Un hombre de
mediana edad y cuerpo atlético, con grandes bigotes negros, toma la palabra. Es
muy locuaz y confiable, me agrada escucharlo.
Salgo de aquel lugar, estoy reconfortado,
parece que los árboles fueran más verdes, más brillantes los colores, la gente
más amable, el sol brilla como nunca antes lo vi.
Regreso a casa, tiro todo el alcohol en el
baño, juro no volver a beber en toda mi vida.-una duda me atraviesa- continúo
con la última botella.
Hoy es el primer día en que no bebo una
sola gota de alcohol. E s duro pero me contengo, hago mil cosas al día para no
pensar en beber. Mis ojos recobraron sus brillo y mi rostro tiene color
rosado, mis flores me dan la bienvenida
con sus colores rojos, verdes y amarillos y su especial aroma matinal. El sol entra sin permiso por la ventana e
ilumina la habitación.
Llamo a Claudia, le cuento mi decisión de
dejar de beber, ella dice –me alegro por vos- pero su tono es distante, frío
como una serpiente a punto de dar muerte al desprevenido ratón. No debí
llamarla.
Preparo un café, me siento sobre el sillón
negro a escuchar música (lúcido totalmente). De pronto la habitación se oscurece.
En pleno día el sillón me abraza, cientos de sombras se mueven en la oscuridad,
mis pelos se erizan, mi cuerpo tiembla, no puedo respirar. Y grito Claudia,
Claudia, Claudia.
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