martes, 24 de diciembre de 2013

Cajón de piedra azul, un cuento de Horacio Intorre, diciembre de 2013

CAJÓN DE PIEDRA AZUL
Hace dos meses me separé de Claudia, después de diez años de matrimonio, con brillos y sombras. Mi dependencia del whisky fue en aumento, hasta que Claudia no lo soportó más y me pidió, con dolor en la voz pero con firmeza, que me fuera de la casa y la dejara sola.
     Su mirada perdida en un punto infinito y su rostro pálido y sereno.      La comprendo bien, el alcohol me pone violento, mi rostro toma un aspecto vil, la convivencia se hace insoportable, ella no se lo merece.
     Amo a Claudia, la conocí cuando ella tenía diecisiete años y yo diecinueve. A l año nos casamos, éramos dos chicos aún, con todas las ilusiones por vivir. Claudia con su pollerita corta multicolor, sus piernas delgadas y contorneadas, siempre bronceadas y brillosas.
    Estoy en mi habitación con  el vaso de whisky pegad0 a mi mano, sombras danzan  alrededor, un coro recita letanías a mis oídos, mi cabeza es un tamboril sin ninguna melodía, un revoltijo de ruidos y visiones que se entremezclan sin orden ni prioridades. El calor es insoportable, mi cuerpo se asemeja a un volcán a punto de erupción. Me doy una ducha, el agua está tibia y alivia un ápice el calor. E l espejo me devuelve una extraña imagen, no me reconozco, tengo grandes ojeras. La mirada de vidrio, estoy flaco, creo que perdí varios kilos, mi rostro demacrado, mis pómulos salientes como rocas en una montaña. Me dejo caer desnudo sobre la cama, como si fuera un lago de agua clara y fresca, enciendo el ventilador. Desde la ventana, me llega un aroma a pasto mojado, cabalgo  sobre un bravo potro negro, por campos verdes llenos de flores, lagos y montañas, bandadas de aves sobrevuelan mi cabeza desenfrenada y avariciosa. Sigo en mi cama sin poder moverme, mi cuerpo parece un conjunto gelatinoso, pegajoso, vomito mi angustia sobre el parquet, las paredes se acercan cada vez más, hasta que quedo encerrado
                   en un cajón de piedra azul.
         Creo que bebí demasiado, vacilo al caminar como una marioneta, me coloco el mp3 en los oídos y escucho música para relajarme. Me siento sobre el sillón negro, cierro los ojos, los brazos del sillón me abrazan con la fuerza de un oso, el vaso cae de mi mano, un grito de estupor sale de mi boca amarga y reseca, es solo imaginación, me relajo. ¿Cuánto tiempo he dormido? Es noche, la casa está en sombras, me siento entre nubes de vapor, el cuerpo sudoroso y flácido.        
    Busco en el pantalón, un encendedor. Para encontrar la llave de luz,  titubeo en la oscuridad,  tanteo  como ciego cada paso del camino.
    Siento hambre, me preparo un bife con ensalada, la comida sabe insulsa como si comiera un pedazo de cartulina, es culpa de la bebida. Las flores de balcón están resecas. Tanto calor y me olvidé de regarlas. Les echo agua y al rato están erguidas y brillantes regalándome su aroma sin rencor.
      Quiero llamar a Claudia, pero no me animo, mi mano  se detiene ante el teléfono. A hora todo mi cuerpo tiembla, la tormenta esperada no llega. Mis ojos en blanco parecen querer saltar de sus órbitas, respiro hondo varias veces, aunque no hay aire aquí.
       Claudia aparece con un vestido negro largo, es una reina, su cuello delgado,  con una gran cadena de oro, sus hombros desnudos, su negro cabello cae hasta su cintura, está lista para que vayamos al casamiento de su amiga Gladys, una chica rubia con rostro de niña. La cama  húmeda por mi sudor, el ventilador sirve de muy poco. Busco el número de teléfono de Andrea, unan prostituta que suelo frecuentar en mis noches de borrachera. Andrea es exuberante, voluptuosa y a la vez tierna y confidente, sus ojos negros brillan  en la noche.
    Al día siguiente me siento una basura, , solo el simple goce de un salvaje animal, la piel ajada como el alma, los ojos llenos de sangre, un despojo, me lavo la cara y salgo rápido a la calle. Necesito tomar aire, la mañana es luminosa, el sol a pleno, un poco más fresco, los gorriones saltan  de rama en rama, buscan su alimento, n, los niños despreocupados juegan a la pelota, no hacen caso del sol ni del calor, son como los gorriones. El perro del vecino se acerca a saludarme, se para en dos patas y lame mi cara, pálida y cansada, lo acaricio y continúo mi camino. Presiento una sombra a mi lado izquierdo, una presencia, no hay nadie, solo la percibo. Me siento en un bar y pido un café con tostadas, el mozo- un muchacho muy joven y delgado- me atiende con una sonrisa franca, me cuenta que vino hace un mes de Chaco y que estudia en la facultad de derecho, es un chico muy agradable e inteligente. La sombra sigue a mi lado, tengo que dejar de beber, me estoy volviendo loco, voy a buscar ayuda. Ya no quiero esta vida p, moviéndome como beduino en el desierto, alucinado entre espejismos de lagos y manantiales
     Voy a ver a un grupo de alcohólicos anónimos, llego casi sin fuerzas. Me recibe una señora regordeta y mofletuda con rostro juvenil  y mirada penetrante. Es muy cordial, todos me reciben con alegría y respeto, me resulta aliviador saber que no soy el único con este problema, La señora regordeta de rostro rojizo me pide que me presente y cuente mi historia. L o hago con dificultad, jamás hablé de mi problema con nadie y mucho menos con desconocidos. Mi voz  es trémula, vacilante, no hilvano bien las ideas, me comprenden, luego escucho a otros hablar y me calmo. Un hombre de mediana edad y cuerpo atlético, con grandes bigotes negros, toma la palabra. Es muy locuaz y confiable, me agrada escucharlo.
     Salgo de aquel lugar, estoy reconfortado, parece que los árboles fueran más verdes, más brillantes los colores, la gente más amable, el sol brilla como nunca antes lo vi.
     Regreso a casa, tiro todo el alcohol en el baño, juro no volver a beber en toda mi vida.-una duda me atraviesa- continúo con la última botella.
     Hoy es el primer día en que no bebo una sola gota de alcohol. E s duro pero me contengo, hago mil cosas al día para no pensar en beber. Mis ojos recobraron sus brillo y mi rostro tiene color rosado,  mis flores me dan la bienvenida con sus colores rojos, verdes y amarillos y su especial aroma matinal.  El sol entra sin permiso por la ventana e ilumina la habitación.
   Llamo a Claudia, le cuento mi decisión de dejar de beber, ella dice –me alegro por vos- pero su tono es distante, frío como una serpiente a punto de dar muerte al desprevenido ratón. No debí llamarla.
     Preparo un café, me siento sobre el sillón negro a escuchar música (lúcido totalmente). De pronto la habitación se oscurece. En pleno día el sillón me abraza, cientos de sombras se mueven en la oscuridad, mis pelos se erizan, mi cuerpo tiembla, no puedo respirar. Y grito Claudia, Claudia, Claudia.
  

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