2+2
Si
todo no fuera tan dos más dos y basta… eso tan implacable que aprendemos en la
escuela; si la vida no fuera tan rígida, tan me despierto, tan me voy al
trabajo, un beso en la frente y adiós. ¡Ahhhh!..., si no fuera imprescindible saber que el 92 sale
desde Camino de Cintura y tarda una vida -una vida urgente- en llegar a Retiro;
el dolor cuando se atraviesa el Gran Buenos Aires de baches y olores de
fábricas, chimeneas humeantes. Nadie las ve hasta que la nariz se frunce en un
torbellino de arrugas sobre el ceño, a nadie le importa, aunque la nariz se achicharre otra
vez y arrastre al labio superior en un reflejo de rechazo que el resto del cuerpo se niega a
acompañar. Las cosas están dadas así, no hay que meterle mucho rollo, el olor
pasa, el Gran Buenos Aires pasa, todo pasa sin más para quienes habitamos esta
porción de espacio y tiempo llamada línea 92.
La
oruga verde rechoncha sigue su derrotero lento pero seguro. Devora
pasajeros en cada parada, pequeñas
hojitas alicaídas con rumbo al mismo
lugar, a la misma hora todos los días. La oruga engulle a la señora de Camino
de Cintura y Richieri, gorda, enorme, todos la miran de soslayo, los grises
habitantes del gusano se niegan a moverse una vez aferrados a un pasamano, la
gorda empuja, pide perdón, tiene un ambo azul de enfermera, la veremos bajar en
Liniers inevitablemente, todos los días. Y también está el estudiante que sube
en General Paz y Eva Perón, aferrado a sus libros de anatomía, gesticula incómodo,
odia sin dudas el roce con el cuerpo de los otros, pero lo acepta al final,
rendido, ante la comodidad de una oruga en la línea 92 a esa hora y a las puertas
de la Capital Federal.
La
mamá de Lisandro de la Torre y Directorio y sus niños gemelos llega siempre tarde, cortan el
ambiente en gritos agudísimos y hacen sacudir a la oruga y a los pasajeros. La
mamá los lleva a la rastra, viaja hasta la Av Rivadavia, donde sube puntual el
vendedor de chocolates con la oferta de la semana de vencimiento, grabada a
fuego al dorso: el chocolate “Hamlet”, la oferta del año. Dos más dos, más dos.
Fuera,
todo es lo de siempre, una enorme
escenografía de edificios a lo largo de la avenida, el mar invertido con sus
barcos blancos, lentos, muy lentos, los barcos proyectan sus sombras sobre la
iglesia de Flores, ahí donde las viejas se detienen a rezar, a pedir
bendiciones y otra más luego
y
otra
y
otra, siempre es otra, siempre son grises.
Con
una mano acarician a San Cayetano y con otra sostienen la bolsa de los
mandados. El santo mira hacia arriba, señala hacia arriba, no sé por qué, pero
ellas lo acarician y esperan que se cumpla lo deseado, piden a una instancia
celeste solo porque no se va a cumplir, por no alterar la normalidad, imagino:
si algo cambiase de un día para otro- si el paralitico de la puerta de la
iglesia corriese al día siguiente- muchos aullarían del susto. Hasta la oruga
verde de la 92 no se animaría a pasar por el frente de aquella plaza. Pero ya
sabemos también que los controles estatales volverían todo a la normalidad con
su acostumbrada voluntad de cambio.
Mi
cuerpo se habituó a esto sin siquiera darme cuenta, quizás la necesidad de
marchar como los otros a un trabajo me haya hecho soluble en estas aguas. Mis
pies son ahora pedestales a fuerza de
esperar a la oruga en la ruta; mis
brazos, tentáculos para aferrarme cuando
no hay lugar. Otras veces imagino que soy un paracaidista, mochila al hombro a
punto de embarcar a Normandía en un C-47. Huelo la combustión de los Pratt & Whitney
a punto de acelerar y salir por Camino de Cintura.
Pero,
cuando puedo sentarme, me gusta hacerlo siempre cerca de la puerta. Apoyo la
cabeza contra una ventana, siento vibrar el camino y me zumba al oído la idea
recurrente de otra realidad paralela a, ¿una realidad?, ¿muchas?, ¿qué es en
definitiva una realidad?, ¿la de la gorda enfermera de la avenida o la el
estudiante antropofóbico? Me ilusiona
poder escapar de todos ellos con solo rasgar con un dedo el aire, sentir
cómo se deshace entre las yemas una fina tela de araña que dé lugar a otro
mundo, a diferente a esta avenida, a esta iglesia y a esta oruga de la línea 92
que se arrastra por las calles de Flores.
Todo
es igual siempre: la gorda, el estudiante, la oruga, el cielo azul, las viejas
que rezan y la mujer que sube en la calle Ramón Falcón, mezcla de estudiante hippie
y señora madura. La espero siempre sumido en una rutina recalcitrante como las
otras, pero vívida. Ella camina por el pasillo, busca asiento con sus ojos
pardos y yo la veo. La recorro con la vista alegre, mientras ella juega con su
pañuelo bermellón. Sus labios apretados calculan: dos más dos, cinco. El
asfalto negro se abre en fauces babeantes dispuestas a comerse el mundo, este
mundo que escapa del libro de Cortázar de Norma. Porque ella se llama Norma, la
de pañuelo bermellón, así se me ocurre debe llamarse desde la primera vez que
se sentó junto a mí, cuando vi el cielo abrirse como tantas veces lo había
imaginado. Un tajo mortal que deja ver sus entrañas de colores vivos al aire y
a punto de estallar, en esa esquina de Ramón Falcón donde siempre sube ella, ahí
donde dos más dos da siempre lo mismo.
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