jueves, 27 de marzo de 2014

El viaje de Sarmiento, un cuento de Mariano Botto, en base a una técnica presente en "El chal", de Cynthia Ozyk

El viaje de Sarmiento.


            La oscuridad borraba los límites del cuarto. Sobre la ventana pintada de negro por la noche, el débil fuego del candelabro iluminaba el semblante de la mujer que se temblaba sobre el vidrio. La vela delimitaba una  luz mortecina a su alrededor y la protegía de la oscuridad voraz. El borrador estaba terminado. Alguna lágrima escurridiza consiguió burlar el pañuelo y borroneó la tinta. Tal vez para mitigar la tristeza, el agua salada arrugó el fino papel de arroz todo lo que pudo, aunque sus fuerzas apenas alcanzaran a contraer el tamaño de una lágrima. Sus ojos se borroneaban por las lágrimas y el cansancio. La caligrafía no alcanzaba a tener la redondez y la belleza de siempre; el corazón le desequilibraba el pulso y las “eles”, las patitas de las “o” y de las “a” resultaban ser las más castigadas. No tanto las “t”, su dureza ayudaban a cerrar la carta.
            Sostuvo la lapicera sobre el punto final unos segundos, respiró profundo y colocó su firma. Dobló el papel en tres partes iguales con la dulzura de sus dedos finos ajenos al dolor de los finales. Podría no tener fuerzas para sostenerse en pie pero jamás se apartaba de su prolijidad ni de su paciencia. Amaba escribir cartas, aunque esta era de las que nunca hubiese querido escribir. Sacó un sobre de bordes coloridos con anchas y cortas líneas rojas y azules dentro del cajón del escritorio. Buscó entre los papeles alguno blanco liso, pero sólo quedaban de esos, de los que usaba para enviar cartas a través del océano.
            Puso la carta dentro, repasó con la lengua el triángulo engomado de la solapa y, con ambas manos, aplastó el sobre. Lo acarició varias veces contra el escritorio. Tan delgada la carta, que el sobre aparentaba viajar solo. El último paso del ritual: pegar las estampillas. Tenía las dos últimas. Las mojó con su lengua, sintió el dulzor metálico y las colocó juntas, sin cortar el troquelado, en una esquina del sobre.

            Al otro día fue hasta el pueblo. Sorteó los charcos de barro en la calle y protegió  la carta de posibles salpicaduras. El gentío en la oficina de correo y la mala acústica multiplicaba voces y ruidos y los trasformaba en un rugido atronador. Hizo la fila para despachar la carta y varias veces corroboró que los datos del destinatario y el remitente estuviesen correctos. Observó las estampillas y le recordó los felices días, ella y el destinatario de la carta, en la costa. La mente se iluminó de las anchas playas, del sol radiante del verano y de la música de las olas contra la orilla junto al canto de las gaviotas.
            -¡El que sigue!- Irrumpió entre las olas.
- ¡El que sigue!- El grito gris y azul de la ventanilla con rejas era destinado a ella. Se acercó con apuro, tropezó con el aire y de manera maquinal dejó la carta. El hombre de gorra la tomó con firmeza, la dio vuelta y el papel  acusó un dolor que enseguida fue devorado por el rugido.  La lanzó en la balanza con el desprecio que genera la rutina.  
–Menos de 50 gramos- ¿Simple o esprés?-
-Express, por favor- Respondió ella.
-¿Qué? ¡Hable fuerte, no se escucha nada!-
-¡Express, express!- Y su grito reverberó en su interior, olas que chocaban contra los acantilados.
-Entonces estas estampillas no alcanzan, son de cincuenta centavos. Para esprés faltan dos más de cincuenta. ¿Se las ponemos?-
-Sí…sí, por favor-
-¿Eh?-
-Sí. ¡Sí, por favor!-
El hombre tomó las estampillas con sus dedos manchados de tinta, las dividió por el troquel, las salivó y las pegó algo torcidas en el sobre junto a las otras.
 La mano entintada alargó su palma hacia arriba y reclamó el dinero. Luego, el estruendo del sello acalló por un instante el resto del rugido y lanzó la carta, dentro de una gran bolsa junto a  una montaña de otras.

            Al entrar a la casa pisó la carta y siguió sin notarlo. La huella de su zapato cargó de negro la debilidad del sobre sucio por el sello y el trajín del viaje. Horas más tarde, cuando se disponía a salir por pan para la, cena la vio acurrucada, agonizante sobre el piso, con una punta atrapada en el tapete de entrada. Adivinó el tono de su contenido y tardó unos momentos en levantarla. Miró hacia atrás y vio el sonido de la radio y el olor de la salsa que hervía. Levantó la carta y salió. Se apoyó contra la pared, ni bien dobló en la esquina, para leerla. Sabía que no leería algo nuevo a no ser por un milagro, siempre, decía, podía ocurrir. Al terminar arrugó la carta con violencia y en sus ojos se montó una lágrima sobre el caballo de la furia. Observó el papel herido y la  ciudad desapareció empujada  por los días en el mar. Qué bellos habían sido. Caminar por la playa ancha las pieles doradas por el sol del verano. El sonido de la libertad.
El sonido de un auto por el callejón le dio la orden de recomponerse. Aún conservaba el sobre en su mano. Observó las estampillas: dos  rojas, unidas por su troquelado y prolijamente pegadas en un ángulo. La inscripción decía: “Pozo de petróleo en el mar”, República Argentina. Las otras dos, marrones, con el rostro de Sarmiento,  iban torcidas y superpuestas en sus esquinas una con otra. Caminó unos pasos con lentitud, rompió el sobre al medio y tiró las partes al suelo. Luego se internó veloz en el ruido de la avenida y el griterío de los chicos en un recreo de la escuela.
Por la calle, pateaba cada cosa a su paso e imaginaba una pelota de fútbol. Un perro callejero, de vez en cuando, lo acompañaba a todas partes. Jamás sus padres permitían que entrara  a la casa. Decían que se la pasaba ladrando y era verdad. El perro ladraba todo el tiempo: a otros perros, a los chicos en bicicleta, a los autos y a algún transeúnte desalineado. Eso era lo que más le gustaba del perro.
Las tardes se alargaban cuando se escapaba de la escuela. Había almorzado en su casa y debía regresar. Odiaba la escuela en general y más por la tarde. No le gustaba estudiar inglés y cada tarde tendría que oír: “Good afternoon students”, “this is a table…this is a pen….my name is…”
Lanzaba el portafolio de cuero, del mismo color del perro, y lo dejaba caer al piso. Sus ojos revolvían el aire, el piso, los techos de las casas, el cielo, un hormiguero, o se colgaban del estribo de algún auto. Se sentó sobre el escalón de una casa  mientras el perro se peleaba con otro, puerta de por medio. Tomó un bollo de papel y lo arrugó más hasta convertirlo en una pelotita y, antes de arrojárselo al perro, vio otros papeles, con pequeñas figuras de colores, que llamaron su atención. Eran estampillas con un dibujito rojo pegado sobre un trozo de papel que decía: “Pozo de petróleo en el mar”. Al lado, Sarmiento lo observaba serio, marrón, y lo acusaba de no haber asistido a la escuela. Dividió el papel y se lo ofreció al perro como si hubiese sido comida. El perro la masticó y luego escupió a Sarmiento mordido y babeado. Observó las estampillas rojas. ¡El mar!, pensó y recordó un cuento  leído en la escuela, no sabía ni como se llamaba ni quién era su autor. Sólo recordó la imagen de a la tapa y el relato del infinito profundo, las olas gigantes, la playa con indias hermosas casi desnudas, los barcos, las aventuras de los pescadores, islas con gente extraña. El mar, pensó, y tarareó una canción que había escuchado en la radio.
Un fuerte ardor creció en la oreja y lo arrebató del mar.
-¿Qué hacés acá? ¡Te voy a matar!- Tardó unos segundos en comprender: su madre quien sostenía su oreja y, con furia, se la retorcía y gritaba. Hubiese querido contestarle, intentar explicarle que odiaba el inglés, pero su madre gritaba tanto que no alcanzaba a comprender qué le decía ni qué pensaba. Y menos decirle el por qué no había ido a la escuela. La madre lo llevó hasta el edificio blanco,  ya  con sus puertas cerradas, sin dejar de gritar en ningún momento. Bajo la bandera argentina, la puerta se abrió con un sonido gigante y pesado que se lo devoró de inmediato.
-¡Pase a dirección! ¡Usted y yo tenemos que hablar!-  Golpeó el grito del gigante de guardapolvo blanco y cara roja. La voz resonó en los largos pasillos de la escuela.
-¿Cómo que estaba por la calle como un vago? ¡Conteste! ¿Qué tiene en la mano? ¿A ver, muestremé?-  La mano pequeña ofreció el trozo de papel con las estampillas como despojándose de su propia vida. La mujer se lo arrancó de la mano.
Él notó que aún conservaba el otro bollo de papel en la otra mano.
–¡Sientesé ahí!- Señaló una silla  y  la puerta tembló unos instantes, por el golpe al cerrarla, hasta quedar definitivamente inmóvil.
-A ver, ¿qué es eso? ¿Estampillas? ¿Usted recibió una carta?- dijo de pie de su sillón.
-No… ,estaban tiradas y me gustaron las figuritas-
-¿Te gustaron las estampillas?- Dijo otra voz dulce, sentada del otro lado del escritorio. Era el mismo gigante convertido en una señora más parecida a su tía que a una directora de escuela. Los colores del rostro se habían calmado y los modos resultaban blandos. Se acomodó el delantal y observó el trozo de papel.
-A mí me encantan las estampillas, las colecciono. Esta, fijate, tiene el sello del mes pasado pero no importa, se pueden coleccionar con o sin sello. A veces el sello les da más valor, otras veces se lo quita. ¿Sabés despegarlas? Si querés te puedo enseñar.  La radio con mínimo volumen pasaba una selección de tangos.
Él escuchaba a la directora con atención más por miedo que por interés.
-Le pedís a tu mamá que ponga en agua tibia y un chorrito de bencina. La sumergís y en diez minutos se despega sola. A ver…, esperame acá.
La directora salió y la puerta se abrió dulce y sin temblequeos. Sus pasos entusiasmados resonaron por el pasillo. Volvió con una taza de plástico y dijo:
-Mirá, acá tengo el agua y la bencina. ¿Ves? Le echás un chorrito, así, fijate.- Los dos se sumergieron por la taza junto a las estampillas y al trozo de papel. Ella la movía con una pincita de depilar, la hundía y salía a flote, una y otra vez. 
-Mirá, parece que estuviera en el mar del dibujo. Qué lindo el mar ¿Fuiste con tus papás en el verano?-
Él negó con la cabeza.
–Ya vas a ir. Es lo más lindo que hay en el mundo. El arrullo del mar te adormece, se ven toninas que nadan entre la gente. Tomás sol, caminás por la playa, juntás almejas o podés pescar algo para que tu papá lo cocine a la noche.-
 Primero se soltaron las puntas de la estampilla: se arquearon como un bebé que levanta sus brazos para que su madre lo alce  y luego estampilla y papel eran dos cosas separadas.
-Así juntas valen más. Si vos querés, yo te puedo dar unas hojas y un álbum y te puedo enseñar cómo pegarlas.-

El departamento olía a naftalina. El calor de la estufa consumía casi por completo el oxígeno del ambiente. Se aflojó la corbata y colgó el saco en un perchero al lado de la puerta. Los ruidos de la calle traspasaban el vidrio como si no existiera. La radio ganaba la batalla a puro volumen.
-¿Tiene los álbumes que quiere vender?- Preguntó ya fastidiado desde que puso un pie en el departamento del centro.
-¡Que si tiene los álbumes!- Dijo y extendió su palma a la radio como si eso lograra callarla. – ¡Los álbumes, señora, los álbumes!- Dijo sin paciencia.
La anciana sacó de una estantería el primero de una veintena de álbumes. El hombre lo inspeccionó desde la última hoja hacia la primera.  Las hojas de filatelia no estaban enumeradas, pero la fecha de las estampillas tenía un orden riguroso. Cada sección, dividida por años y por series. Sellos conmemorativos, series de uso corriente, enteros postales con pomposos matasellos y marcas del día de emisión. Al llegar a la primera hoja un papel arrugado se deslizó. El hombre la leyó por encima y dijo -esto debe ser suyo- y lo dejó sobre la mesa cubierta por un mantel  de hule. En la primera hoja, protegida con una banda protectora de nylon trasparente, una estampilla del año cuarenta, roja y ordinaria, marcada con un sello común y sucia por un pisotón.
-¿Y esta? ¿Qué hace acá? ¡Esta,  señora, la de los pozos de petróleo en el mar! ¡Qué tiene que ver!.... ¡Que qué tiene que ver!- La mujer se acercó y cambió sus anteojos.
-¡Ah!- Dijo en medio de un suspiro. –El mar, sí, qué bello el mar.- Y sus ojos se iluminaron de violines, olas, agua salada y horizonte.




El chal - Cynthia Ozick
Stella, frío, frío, el frío del infierno. Cómo avanzaban juntas por el camino. Rosa con Magda acurrucada entre los pechos adoloridos, Magda envuelta en el chal. A veces Stella cargaba a Magda. Pero estaba celosa de Magda. Una muchacha delgada de catorce años, demasiado pequeña, con sus propios pechos delgados; Stella quería estar envuelta en el chal, escondida, dormida, arrullada por la marcha, ser un bebé, un pequeño de brazos. Magda tomaba el pezón de Rosa y Rosa nunca dejaba de caminar, una cuna andante. No había leche suficiente; a veces Magda chupaba aire; entonces gritaba. Stella rabiaba de hambre. Sus rodillas eran tumores sobre varas, sus codos, huesos de pollo.
Rosa no sentía hambre. Se sentía ligera, no como alguien que caminaba sino como desmayada, en trance, como suspendida en una convulsión, alguien que ya es un ángel etéreo, alerta y viéndolo todo, pero desde el aire, no ahí, no tocando el camino. Como si se tambaleara en el borde de sus uñas. Vio la cara de Magda a través de un hueco en el chal. Una ardilla en el nido, segura, nadie podía alcanzarla dentro de la casita de los pliegues del chal. La cara, muy redonda, una cara como un espejo de bolsillo: pero no tenía la tez sombría de Rosa, oscura como el cólera, era totalmente otro tipo de cara, ojos azules como el aire, suaves plumas de cabello casi tan amarillo como la estrella cosida en el abrigo de Rosa. Se podría pensar que era uno de sus bebés.
Rosa, flotando, soñaba con regalar a Magda en uno de los pueblos. Podría dejar la fila por un minuto y arrojar a Magda en manos de cualquier mujer al lado del camino. Pero si se salía de la fila podían disparar. Y aun si abandonaba la fila medio segundo y le arrojaba el chal-fardo a una extraña, ¿lo tomaría esa mujer? Podría sorprenderse, o asustarse; podría tirar el chal y Magda se caería, se golpearía la cabeza y moriría. La cabecita redondita. Tan buena niña; había dejado de gritar y ahora chupaba nada más el sabor del pezón reseco. El agarre preciso de las encías pequeñitas. Una pizca de la puntita de un diente brotando en la encía inferior, tan brillante, una lápida delicada de mármol blanco ahí, brillando. Sin quejarse abandonó las tetillas de Rosa, primero la izquierda, luego la derecha; las dos estaban ajadas, sin siquiera el olor a leche. El ducto-grieta extinto, un volcán apagado, ojo ciego y foso helado, de modo que Magda agarró la esquinita del chal y lo ordeñó en su lugar. Chupaba y chupaba, inundando los hilos de humedad. El rico sabor del chal, leche de lino.
Era un chal mágico; podía alimentar a un bebé tres días y tres noches. Magda no se murió, permaneció viva, aunque muy quieta. Un olor peculiar, a canela y almendras, salía de su boca. Mantenía los ojos abiertos en todo momento, olvidándose de cómo parpadear o de cómo echar la siesta, y Rosa y a veces Stella estudiaban su azul intensidad. En el camino, alzaban el peso de una pierna tras otra y observaban la cara de Magda. "Aria", decía Stella en una voz que se había adelgazado como una cuerda; y Rosa pensaba en cómo Stella miraba a Magda como una joven caníbal. Y la vez que Stella dijo "Aria", le sonó a Rosa como si Stella en realidad hubiese dicho "Devorémosla".
Pero Magda vivió lo suficiente para caminar. Logró vivir todo ese tiempo, pero no caminaba muy bien, en parte porque sólo tenía quince meses de edad y en parte porque los huesos de sus piernas no lograban sostener su gorda pancita. Estaba gorda de aire, llena y redonda. Rosa le daba casi toda su comida a Magda, Stella no daba nada; Stella era voraz, una muchacha en desarrollo pero sin crecer mucho. Stella no menstruaba. Rosa no menstruaba. Rosa rabiaba de hambre, y al mismo tiempo no; aprendió de Magda a beber el sabor de un dedo en la boca. Estaban en un sitio sin piedad, toda compasión había sido aniquilada en Rosa. Veía los huesos de Stella sin piedad. Estaba segura de que Stella estaba esperando a que Magda muriera para poderle echar diente a los muslitos.
Rosa sabía que Magda iba a morir muy pronto; ya debía haber muerto, pero había estado enterrada en las profundidades del chal mágico, confundiéndose con el promontorio tembloroso de los pechos de Rosa; Rosa se asía al chal como si sólo la cubriera a ella. Nadie se lo quitaba. Magda estaba muda. Nunca lloraba. Rosa la ocultaba en las barracas, debajo del chal, pero sabía que un día alguien la delataría; o algún día alguien, que ni siquiera sería Stella, se robaría a Magda para comérsela. Cuando Magda empezó a caminar, Rosa sabía que la niña se iba a morir muy pronto, algo iba a pasar. Tenía miedo de quedarse dormida; se dormía con el peso de su pierna sobre el cuerpo de Magda; tenía miedo de asfixiar a Magda bajo su muslo. El peso de Rosa se iba haciendo cada vez menos; Rosa y Stella lentamente se iban transformando en aire.
Magda era sosegada, pero sus ojos eran horrorosamente vivos, como tigres azules. Observaba. En ocasiones reía -parecía una risa, pero, ¿cómo podría serlo? Magda nunca había visto reír a nadie. Aun así, Magda se reía de su chal cuando el viento le alzaba las esquinas, ese viento malo que llevaba trozos negros, que hacía que les lagrimearan los ojos a Rosa y a Stella. Los ojos de Magda siempre estaban nítidos, sin lágrimas. Acechaba como un tigre. Protegía su chal. Nadie podía tocarlo; sólo Rosa. Stella no tenía permiso. El chal era su propio bebé, su mascota, su hermanita pequeña. Se enredaba en él y chupaba una de sus esquinas cuando quería estar muy quietecita.
Entonces Stella se llevó el chal e hizo que Magda muriera.
Más tarde, Stella dijo: "Es que me dio frío."
Y después tuvo frío siempre, siempre. El frío se le fue al corazón: Rosa veía que el corazón de Stella era frío. Magda se lanzó con sus piernitas de lápiz que garabateaban por aquí y por allá, en busca del chal; los lápices vacilaron en la entrada de las barracas, donde comenzaba la luz. Rosa vio y la persiguió. Pero ya Magda estaba en el patio fuera de las barracas, en la luz alegre. Era la arena de pasar lista. Cada mañana Rosa tenía que ocultar a Magda debajo del chal contra un muro de las barracas y salir y pararse en la arena con Stella y cientos más, a veces durante horas, y Magda, abandonada, se estaba quieta bajo el chal chupando su esquinita. Todos los días Magda se quedaba quieta y así no moría. Rosa vio que hoy Magda se iba a morir, y simultáneamente un gozo temeroso corría por las dos palmas de Rosa, los dedos le quemaban, estaba atónita, febril: Magda, a la luz del sol, tambaleante sobre sus piernitas de lápiz, estaba berreando. Desde que se secaron los pezones de Rosa, desde el último grito de Magda en el camino, Magda había sido privada de sílaba alguna; Magda era muda. Rosa creía que algo se había descompuesto en sus cuerdas vocales, en su tráquea, en la gruta de su laringe; Magda estaba defectuosa, sin voz; quizás era sorda; algo podría faltarle a su inteligencia; Magda era muda. Hasta la risa que le salía cuando el viento ceniciento convertía el chal en un payaso, era solamente un soplido que le descubría los dientes. Aun cuando los piojos y las ladillas la enloquecían tanto que se volvía tan salvaje como las ratotas que saqueaban las barracas en las madrugadas buscando carroña, se frotaba y rascaba y pateaba y mordía y se revolcaba sin un quejido.
Pero ahora se derramaba de la boca de Magda una cuerda larga y viscosa de clamor.
"Maaa-."
Era el primer ruido que Magda había sacado de su garganta desde que se secaron los pezones de Rosa.
"¡Maaa... aaa!"
¡Otra vez! Magda trastabillaba bajo el sol peligroso de la arena, garabateando sobre las lastimosas espinillitas combas. Rosa vio. Vio que Magda sufría por la pérdida de su chal, vio que Magda se iba a morir. Una oleada de órdenes martilleó los pezones de Rosa: ¡Atrapa, toma, trae! Pero no sabía a cuál perseguir primero, a Magda o al chal. Si saltaba hacia la arena para atrapar a Magda, el berrido no cesaría, porque Magda todavía no tendría el chal; pero si regresaba corriendo a las barracas para encontrar el chal y si lo encontraba y si perseguía a Magda sosteniéndolo y sacudiéndolo, entonces haría que Magda volviera; Magda se metería el chal en la boquita y enmudecería otra vez.
Rosa entró en la oscuridad. Fue fácil descubrir el chal. Stella estaba arrebujada debajo, dormida sobre sus delgados huesos. Rosa arrancó el chal y voló -podía volar, era tan sólo de aire- hacia la arena. El calor del sol hablaba murmurando de otra vida, de mariposas en el verano.
La luz era plácida, melosa. Del otro lado de la cerca de acero, a lo lejos, había prados verdes moteados de dientes de león y de violetas de colores oscuros; más allá, aún más lejos, los lirios atigrados inocentes y altos levantaban sus bonetes naranjas. En las barracas se hablaba de "flores", de la "lluvia": excremento, gruesos mojones trenzados y la lenta cascada pestilente que descendía de los camastros superiores, el hedor mezclado con un humo flotante amargo y untuoso que engrasaba la piel de Rosa. Se detuvo un instante a la orilla de la arena. A veces la electricidad de la reja parecía canturrear; hasta Stella decía que era tan sólo una alucinación, pero Rosa oía sonidos de verdad en el alambre: voces tristes y granulosas. Mientras más lejos se hallaba de la cerca, más claramente se agolpaban las voces a su alrededor. Las voces lastimeras tañían de modo tan convincente, tan apasionado, que era imposible sospechar que fueran fantasmas. Las voces le decían que levantara el chal, en alto; las voces le decían que lo agitara, que lo batiera, que lo desplegara como una bandera. Rosa levantó, agitó, batió, desplegó. A lo lejos, muy lejos, Magda se inclinó sobre su pancita nutrida de aire, alargando los carrizos de sus brazos. Estaba en alto, elevada, montada en el hombro de alguien. Pero el hombro que llevaba a Magda no se estaba acercando a Rosa y al chal, se estaba alejando, la manchita que era Magda se adentraba más y más en la humeante distancia. Sobre el hombro brillaba un casco. La luz rozó el casco que centelleó como un cáliz. Bajo el casco un cuerpo negro como una ficha de dominó y un par de botas negras se precipitaron rumbo a la cerca electrificada. Las voces eléctricas comenzaron a parlotear salvajemente. "Maamaa, maaamaaa", murmuraron al unísono. ¡Qué lejos de Rosa estaba ahora Magda, atravesando el patio entero, después de una docena de barracas, totalmente del otro lado! No era más grande que una polilla.
De repente, Magda estaba nadando por el aire. Toda Magda viajaba por las alturas. Parecía una mariposa posándose en una hiedra plateada. Y en el momento en que la redonda cabeza con plumitas de Magda y sus piernas de lápiz y su pancita de globo y sus brazos en zigzag se estrellaron contra la cerca, el rugido de las voces de acero enloqueció, apremiando a Rosa para que corriera y corriera al punto donde Magda había caído en su vuelo contra la cerca electrificada; pero por supuesto, Rosa no las obedeció. Sólo se quedó parada, porque si corría, dispararían, y si trataba de recoger las varas del cuerpo de Magda, dispararían, y si dejaba escapar el aullido lobuno que trepaba por entre sus huesos, dispararían; así que tomó el chal de Magda y se llenó la boca con él, la rellenó y la rellenó hasta que se vio tragando el aullido lobuno y probando la profundidad de almendra y canela de la saliva de Magda; y Rosa se bebió el chal de Magda hasta que se secó.



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