jueves, 27 de marzo de 2014

La edad del imprevisto, un texto de Patricia Tombetta, marzo de 2014

LA EDAD DEL IMPREVISTO
-No confíes en las alas que no coinciden al cerrarse- dijo, por lo bajo, mi abuela, mucho tiempo antes de conocer el poema de Calveyra.
No había existido ninguna belleza en la oración de la mujer. Una sentencia. Alborotó mi corazón recién amanecido mientras mis ojos se perdían en la pequeña cavidad de la almohada. Almohada hecha por la abuela, como casi todo en esa casa. El cubrecamas abrigado, la cortina blanca que no me dejaba dormir a mis anchas, el camisón pesado lleno de osos cariñosos.
-¿De qué me hablás?- le mentí.
-Del que te tiene con esa cara de búho hambriento-su voz sonaba agitada, se agachaba para juntar mi libretita de apuntes.
-Y vos, ¿qué sabés?- nunca me gustó hablar de aquello que no hubiera bailado por mi cabeza unas cien veces.
-Nada, no me hagas caso- decía mientras, con la mano, apartaba algo imaginario.
-Qué lío tenés en este ropero, no sé cómo encontrás ropa a la mañana-
-Dejá así, yo lo hago después- le hablaba desde debajo de las sábanas- en ese ropero no entra nada.
-Este ropero es hermoso, lo compró mi madre en Francia y se lo hizo traer en barco-dijo enmarañada, vaya a saber en qué mares.
-Dale, abuela. Después ordeno, dejame dormir.
-Después, después, después. Sos igual a tus hermanos y a tus tías-hablaba sin lamentarse y ordenaba con la velocidad de un rayo- esta casa es enorme y no aguanta los después, pero no te preocupes, para eso estoy yo, todavía puedo hacer algunas cosas- esto último, sí, había sido un lamento.
-¿Qué hora es?
-Es la hora en que podrías ayudarme a juntar higos- la voz se le endulzaba- te los preparo en almíbar.
-No quiero embadurnarme con esas ramas lechosas tan temprano, ni con toda esa caca de los perros, imposible no pisarla en el camino hasta la planta.
-Esta tarde le digo al tío que limpie, dale levantate.
-El tío no hace más que chupar cerveza- yo quería cambiar de tema, sacármela de encima.
Se miraba las manos adoloridas, secas y oscuras.
-¿Por qué no te ponés crema?
-Tengo que lavar y hacer la comida-dijo dándose importancia-se me patina todo, acá no hay mucamas ni cocineras, mirá cómo están las paredes- sus ojos se detenían en cada mancha sin poder abarcarlas todas-dale  levantate.
-Si me dejás dormir te prometo llevarte a vivir conmigo cuando trabaje- se lo dije en serio-vas a vivir como una reina.
-Soñá, soñá-habló estirándose en la cama de al lado, como si fuera ella quien se hubiera puesto a soñar- a mí de acá me llevan para otro lado, vos, en cambio, tenés tiempo, no lo pierdas.
-Tengo frío, alcanzame la ropa.
-Es esta habitación de porquería, habría que achicarla, fue un lindo living hasta que nacieron ustedes.
-Ya me lo contaste mil veces, abuela- me tiritaban las manos y no lograba acertar a las mangas del pulóver- parece que vinimos a molestarte- lo dije en broma, para mí. Me dolía ese cuento y lo aligeraba con sorna.
-Más o menos, tampoco me voy a poner a hablar pavadas del pasado, entre el casino y el whisky no quedó nada, mucho antes de ustedes.
-¿No coincidían las alas?
Su risotada grave y cascada nos dejó envueltas y al descubierto. Se nos caían las lágrima que, en mi caso, eran alegres, las de ella… quién sabe.
-Veo que me entendiste muy bien- se secaba los ojos con una toalla tirada desde hacía días sobre la mesa de luz-ese gavilán no te conviene, vuela muy alto.
-¿Y, a vos quién te dijo que quiero volar?
-¿Y para qué están las alas, si no?-hacía un gran esfuerzo por hablar y levantarse de la cama hundida que parecía tironearla.
-No sé, preguntale a las gallinas, esas, que todavía tenés en el patio.
-No quedó ni una, anoche el galgo se comió la última- sus ojos se perdían en dirección de la higuera, alzó una mano sin mucho sentido, a menos que la saludara- Está llena, si no los sacamos se van a pudrir, dale.
Salió pesadamente de la habitación, había logrado el cometido de sacarme de la cama. La seguí hasta la cocina.
-Estos fósforos de porquería, ya no vienen como antes.
-Antes encendías con dos piedritas.
Tiró un manotazo cariñoso que no llegó a destino, ese codo se negaba a estirarse. Pegué un salto exagerado ante un peligro inexistente.
-Dame una bolsa grande- grité desde la puerta del patio - así junto muchos y me dejás dormir mañana.
Caminaba delante de mí, barría la caca de los perros y juntaba algunos broches de la ropa que se le habían caído seguramente la tarde anterior. La sobrepasé con cuidado, no quería ensuciarme las zapatillas, las que más me gustaban, las únicas.
-Subí tranquila, yo sostengo la escalera- dijo mientras yo rogaba que la escalera no se moviera- cada año está más llena, no se cansa de dar frutos y estoy harta de hacer dulce.
-No chilles que lo peor del trabajo lo hago yo.
 La edad del imprevisto hizo que llenara demás la bolsa demasiado usada. Una lluvia de higos cayó sobre la abuela. Ella sólo había atinado a subir, con esfuerzo, sus manos hasta las orejas.
-No sé de qué te reís, pero ayudame a juntarlos.
De un salto caí a su lado y me ensucié las zapatillas con algunos frutas que había aplastado.
-Ahora no voy al colegio, mirá cómo quedaron.
-Si te mira las zapatillas no será de los que valoran tus poemas.

La vi irse por el patio, arrastraba un poco los pies y me sorprendía que sus chinelas no dejaran huella en esa tierra tan dura.  Sus codos colgaban contraídos, uno más alto que el otro, dos ramas endurecidas, alas desplumadas.

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