martes, 18 de marzo de 2014

un poema y un cuento sobre arroyos de Gabriela Ramos, marzo de 2014

Una ciudad chica

             Una ciudad chica: mis pasos podían contarla en pocas horas.  En el arroyo Tapalqué las piedras llenas de musgo eran mis preferidas para sentir cosquillas en los pies. A los cinco años ya podía atravesar el arroyo y repletarme de las caricias del musgo.
            Más adelante las cosas cambiaron: podía nadar y sentarme sobre el musgo, cosa que ya no me daba “impresión”.
           
            A los siete, los eucaliptos a los costados del arroyo empezaron a ser mis preferidos a  por sus hojas: al ponérmelas en la boca  y masticarlas servían de caramelo natural. El arroyo era enorme al comienzo. Era el pulmón de la ciudad. Cuando pasaron los años, se hizo más angosto y menos extenso.

            Llegué a Salto de Piedra a los nueve. El agua se deslizaba por las rocas hasta llegar a la presa y yo bajaba y mojaba la cabeza y los pies. El sol era una puerta segura al juego y a la aventura.
           
            Los paseos clandestinos me llevaron a conocer mucho más allá de la ciudad. Pero estos fueron más frecuentes cuando cumplí los catorce. Una serie de sitios escondidos de difícil acceso y también prohibidos.
            Uno de ellos (al que era más sencillo llegar) era las canteras. Empezamos a pasar tardes y noches allí. Por la noche hacíamos juegos, apuestas y siempre había un ganador. Pero dejaron de ser un misterio: prohibidos, aunque en desuso, mucha gente empezó a bañarse ahí. Por aburrimiento seguimos con las bicicletas.

            Las bicicletas primero comenzaron a ser usadas para un paseo breve por un trayecto muy restringido. Luego, la ciudad era completada en sus espacios vacíos por los ciclistas.
            Nosotros nos extendimos por caminos más largos, por el ripio, por la tierra y descubrimos más canteras. No nos bañábamos y siempre teníamos mucho cuidado porque podía encontrarnos el encargado de mantener el sitio limpio de visitantes peligrosos, como nosotros. Más tarde resignamos nuestros paseos a la cantera popular.       Las otras se convirtieron en criaderos de truchas y uno ya no podía bañarse.

            Más tarde aumentó el transporte, entonces las bicis ya no las usábamos de paseo, sino que eran nuestro medio para viajar y encontrarnos. A los diez y ocho las bicis empezaron a ser etiqueta de la clase social a la que cada uno pertenecía: el auto último modelo arrasaba con las distancias y nosotros no hacíamos más que pedalear, explorar, explorar…

            Y entonces ya la ciudad no era chica. Se había vuelto una gran ciudad: del otro lado del arroyo estaba pobladísimo y los lugares prohibidos ya no resultaban tan interesantes de visitar ni tan fácil de llegar.

            Nosotros también habíamos crecimos y ya conocíamos bastante más de lugares secretos.
            A los que no podíamos ir.








Las veces que crucé el arroyo

            Una vez crucé el arroyo,
                        detrás  quedaban estelas
                        y mis pasos  en el barro
            Del otro lado me esperaba un hombre,
                                                                       calvo tieso
            Dos veces crucé el arroyo y sonreí un poco
                        También lo crucé con lágrimas
                                   Y una vez me esperó una mujer a que volviera
            Siempre que crucé, un duende me esperó

            El hombre calvo tieso
                        reía a carcajadas cada vez que yo regresaba al otro lado

            La última vez que crucé el arroyo
                        Me esperaron


                        La vida y la muerte de la mano

1 comentario:

  1. Hermosos textos Gabriela, se encuentra uno con las profundidades oceánicas de los ríos, disfrazados de cantos leves en la piedra. Un Saludo grande Diego.

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