Una ciudad chica
Una ciudad chica: mis pasos podían contarla en
pocas horas. En el arroyo Tapalqué las
piedras llenas de musgo eran mis preferidas para sentir cosquillas en los pies.
A los cinco años ya podía atravesar el arroyo y repletarme de las caricias del
musgo.
Más adelante las cosas cambiaron: podía
nadar y sentarme sobre el musgo, cosa que ya no me daba “impresión”.
A los siete, los eucaliptos a los
costados del arroyo empezaron a ser mis preferidos a por sus hojas: al ponérmelas en la boca y masticarlas servían de caramelo natural. El
arroyo era enorme al comienzo. Era el pulmón de la ciudad. Cuando pasaron los
años, se hizo más angosto y menos extenso.
Llegué a Salto de Piedra a los
nueve. El agua se deslizaba por las rocas hasta llegar a la presa y yo bajaba y
mojaba la cabeza y los pies. El sol era una puerta segura al juego y a la
aventura.
Los paseos clandestinos me llevaron
a conocer mucho más allá de la ciudad. Pero estos fueron más frecuentes cuando
cumplí los catorce. Una serie de sitios escondidos de difícil acceso y también prohibidos.
Uno de ellos (al que era más
sencillo llegar) era las canteras. Empezamos a pasar tardes y noches allí. Por
la noche hacíamos juegos, apuestas y siempre había un ganador. Pero dejaron de
ser un misterio: prohibidos, aunque en desuso, mucha gente empezó a bañarse
ahí. Por aburrimiento seguimos con las bicicletas.
Las bicicletas primero comenzaron a
ser usadas para un paseo breve por un trayecto muy restringido. Luego, la
ciudad era completada en sus espacios vacíos por los ciclistas.
Nosotros nos extendimos por caminos
más largos, por el ripio, por la tierra y descubrimos más canteras. No nos
bañábamos y siempre teníamos mucho cuidado porque podía encontrarnos el
encargado de mantener el sitio limpio de visitantes peligrosos, como nosotros. Más tarde resignamos nuestros paseos a
la cantera popular. Las otras se
convirtieron en criaderos de truchas y uno ya no podía bañarse.
Más tarde aumentó el transporte,
entonces las bicis ya no las usábamos de paseo, sino que eran nuestro medio
para viajar y encontrarnos. A los diez y ocho las bicis empezaron a ser
etiqueta de la clase social a la que cada uno pertenecía: el auto último modelo
arrasaba con las distancias y nosotros no hacíamos más que pedalear, explorar,
explorar…
Y entonces ya la ciudad no era
chica. Se había vuelto una gran ciudad: del otro lado del arroyo estaba
pobladísimo y los lugares prohibidos ya no resultaban tan interesantes de
visitar ni tan fácil de llegar.
Nosotros también habíamos crecimos y
ya conocíamos bastante más de lugares secretos.
A los que no podíamos ir.
Las veces
que crucé el arroyo
Una
vez crucé el arroyo,
detrás quedaban estelas
y
mis pasos en el barro
Del
otro lado me esperaba un hombre,
calvo
tieso
Dos
veces crucé el arroyo y sonreí un poco
También lo crucé con lágrimas
Y
una vez me esperó una mujer a que volviera
Siempre
que crucé, un duende me esperó
El
hombre calvo tieso
reía
a carcajadas cada vez que yo regresaba al otro lado
La
última vez que crucé el arroyo
Me
esperaron
La
vida y la muerte de la mano
Hermosos textos Gabriela, se encuentra uno con las profundidades oceánicas de los ríos, disfrazados de cantos leves en la piedra. Un Saludo grande Diego.
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