LAS MEDIAS DEL POETA
Ser extranjero no es una
cuestión de lenguas y territorios.
Ser extranjero es estar
lejos de tu propio deseo.
Hernán Ronsino - Lumbre
Hay distintos
tipos de excepcionalidad en Las medias de
Astrid. Ya en el título, el nombre remite a algún tipo de extranjería. En
la primera línea, una aldea contiene a todo el mundo. Lo excepcional, lo no
frecuente, en una de sus acepciones. Pero las cosas pueden mezclarse cuando lo
infrecuente se convierte en mandato y, por repetición, se vuelve costumbre. Sin
embargo, lo habitual no siempre es sinónimo de uniforme y puede haber algo
único en la mezcla “de jean universales
con bombachas criollas”.
Lo supuesto, materializado
en la convivencia de las malas lenguas y un silencio, refuerza la idea de un origen, o una llegada,
desconocidos; como un agujero imposible de ser nivelado y que solo puede ser emparchado
con dinero y pactos.
Claro que llegar
implica moverse – cabalgar - y poner a rodar las cartas sobre las que leer
el afuera y mantenerlo encendido. Entre el más allá y el más acá, una fusión y
un quiebre. Basta una canción en otra lengua, para romper la armonía de un
paisaje con olor de adentro.
Nada parece
mejor que la imaginación nórdica o la fantasía angloargentina si se trata de llenar
ese hueco que conecta el infinito con una profundidad remota. Entonces el amor,
o la forma de manifestarse en relaciones, aporta con su fortaleza la
posibilidad de transitar. Solo hacer falta creerlo y reconocer lo sorpresivo
aun en lo invariable.
Unas medias
transpiradas, un trozo de carne cocido, son cuerpos que vehiculizan historias.
Y las perforan entre piernas cruzadas y saques reeditados en butacas fuera de
la cancha. Defectos a corregir. Sombras en movimiento. Y la línea
delgada en el terreno incluye o deja fuera de juego, según de qué lado haya
caído la pelota. El borde de la media, en cambio, duda, se afloja y se hace
autónomo a costa de la fragmentación.
Otra vez, las
voces calladas hubieran dicho,
normalizado, sin sospechar de la sorpresa corriente, sin desconcertar. La línea
que separa, ahora, es la de la falta atención, la no incumbencia. Así, lo
evidente se enfantasma. Pero, por primera vez, la palabra directa toma voz y propone un intercambio sencillo,
concreto, material. Cuando a un tenista le quiebran el saque lo obligan a
defenderse, a responder a la iniciativa de su contrincante, a superar la
incertidumbre de la dirección del juego. Entonces la sorpresa, por algunos
instantes, sorprende, se absurda, se atreve y luego deviene respuesta emergida
de pautas ancestrales, de la celeridad de
un estremecimiento. Respuesta que es internalizada al hacerse en el afuera.
Después de hablar.
Luces y sombras ahuecan
y atrapan. La excepcionalidad es ese acto sin
argumento, fuera de libreto y de jugadas imaginadas. Nuevo, flamante. Tan fugaz que no había durado ni quince segundos. Suficiente para desnudar, para colocar fuera
del mundo que ahora sin disimulo
molesta. Si ese instante pudiera ser dicho, narrado, ingresaría en el entramado
del vacío argumental. Quizás esa imposibilidad de decir era su núcleo
constituyente. Había sido posible por no haber podido ser imaginado y cualquier
relato lo alteraría al tiempo que él mismo ya era invariable.
La palabra se
materializa, desafía al silencio guardado y hace transcurrir la historia.
Repite. Pero es inútil. El desconocido no
volvió a presentarse y si lo hubiera hecho tampoco ella lo habría reconocido.
Obliga a seguir buscando. La ilusión de asir lo inasible, el deseo de lo inconcebible
vuelto concebible. Todo lo demás es ruido y “sobrevino entonces una discusión
trivial”.
También en los
poemas de Leonardo Martínez queda escrita la excepcionalidad. Claro, que en
otra forma. Ya no es ese relato dentro de otro del cuento de Rodolfo Rabanal.
Ya no se trata de la duración de una narración que promete un instante final e
inesperado para concluir en que la intensidad radicó en su devenir. Ahora las siestas y las casas se relacionan
con el sonido de Dios y la fugacidad de la mirada en un escenario que se repite
y atropella.
La siesta, lejos
de ser plácida, duele incesto. Lo familiar se apoya en miedos. Y como boca
grita fuegos sin poder morder la luna, hasta la muerte. Esa
muerte que en la casa se hace herencia y a pesar de todas las barreras, permite
la trasmutación a través de un hueco que
deja caer la luz y vencer el tiempo.
Sin embargo, el futuro, sin casa donde
anidar la desesperanza, puede inmovilizar y ser nada. No es el ciego quien tiene lazarilla, sino la
lazarilla quien tiene ciego; ambos imaginan libertades y comparten cuevas.
Dejan de ser ellos quienes no temen a la muerte y elevan sus oídos al cielo mientras tintinean las monedas al caer, para ser mi
padre quien escapa del olor y la
mugre prostibularia. Los cuerpos
son mercancía y se hacen conocidos con nombres propios - Manuelito, Carlos - a
quienes delatan sus animales atados. El confort se tensa entre la hipocresía
cotidiana - la carne nuestra de cada día -
y el todo mañana repercutido en promesas. Entonces, las vírgenes gordas, relampaguean. El sueño es uno, único, pero aun así, renueva el despertar, desparrama voces y se
abisma en el universo internalizado.
La pregunta
sobre si el incesto es la excepción o si lo excepcional es su prohibición flota
en el aire, lo peculiar viaja en el viento, mueve las palabras, las recoloca en
siestas de verano, embestidas, purificaciones y chispas. Lo que nunca dejó de estar
sobreviene, hace que los sentidos se funden. El corazón emerge en lágrima,
oscuro, luego de haber sido gota adivinada en la piedra ancestral. La música
nos mira, nos está mirando, desde las
medias del poeta.
LOURDES LANDEIRA
Texto de Rodolfo Rabanal
Rodolfo Rabanal
Las Medias de Astrid
En la primera época de su residencia en la aldea, todo el
mundo convino en que Astrid había sido seducida por la pampa, arrebato
espiritual no infrecuente entre nórdicos imaginativos y, al mismo tiempo, un
lugar común casi turístico y vagamente romántico que los mismos nórdicos se
sienten, a veces, obligados a cultivar. Astrid, una atractiva rubia de unos
cuarenta años sumamente juveniles, alternaba los gastados jeans universales con
unas bombachas criollas ajustadas a la cintura mediante rastras de plata, calzaba
alpargatas negras con suela de soga y se adornaba con un chaleco “estanciero”
color habano, de bordes dorados. Su figura elegante y un tanto pintoresca
gracias a su atuendo, la volvía entonces inconfundible.
Cuando llegó a la zona vino en compañía de un marido
banquero, alemán como ella, que le puso una casa en la playa y volvió a partir.
Las malas lenguas comentaron que el hombre le extendió a su mujer un cheque en
blanco y partió en silencio. El marido había llegado en busca de clientes para
su banco en Suiza pero lo cierto es que no encontró tantos candidatos como
había supuesto.
Lo que hizo entonces el banquero fue comprar la casa junto
al mar y huir de inmediato, como si los dos hubiesen pactado vivir a distancia.
Una vez instalada, Astrid empezó a cabalgar, a jugar al
tenis y a echar las cartas entre las damas ociosas de la comarca. Y esto último
cimentó las bases de su reputación. Rápidamente se habituó al asado a la brasa
y recibía en su casa cada vez que venían amigos de afuera. Al poco tiempo era
ya un personaje distinguido en este sitio que sólo vibra dos meses en verano y
después se apagaba alegremente el resto del año.
Una noche de marzo nos invitó a una pequeña reunión. Había
un reducido grupo de gente desconocida y media docena de vecinos. La noche olía
a jazmines y a césped recién cortado y removido; el asado se hacía despacio en
el patio de atrás, protegido por una pared contra la brisa del mar. En el salón
se escuchaban temas de otros tiempos: “Fly me to the moon” y “You make me feel
so young”, entre otros, entonces supe que Astrid era extravagante y adoraba la
nostalgia.
Más tarde, esa misma noche, supe también –y supimos todos–
que su extravagancia no se limitaba a los temas bailables de otra época. Todo
empezó porque un angloargentino que tiene tierras muy cerca del pueblo dijo que
la vida rural enciende en las personas de la ciudad un tipo de fantasías que
ellos mismos se rehúsan a admitir. Es como un embrujo, dijo el hombre, y Astrid
quiso saber a qué tipo de fantasías se estaba refiriendo. El hombre juntó los
labios y puso cara de pensativo, al cabo: “Las relaciones amorosas, por
llamarlas de algún modo, son impares, rudimentarias y variadas... Pero muy
fuertes”.
A Astrid le pareció interesante y rápidamente, entre risas,
todos se pusieron a citar casos probablemente inventados, pero no
inverosímiles. Luego, alguien dijo que las relaciones amorosas son siempre
mayormente impares y que, por otro lado, no había manera de juzgarlas ya que la
intimidad de las parejas es, invariablemente, una verdadera sorpresa.
Cuando sirvieron el asado –en pequeños trozos bien cocidos–
Astrid, seguramente alentada por el vino que ella misma estaba tomando y que
todos, en realidad, no dejábamos de tomar, contó una historia de su pasado
llena de inesperadas precisiones.
La historia empieza siendo ella una muchacha de veinte años
a punto de casarse y arranca una tarde calurosa de primavera en Hamburgo cuando
regresaba a su casa después de abandonar el gimnasio donde jugaba al tenis tres
veces por semana. Vestida de blanco, con una falda muy corta y un simple
impermeable echado a los hombros, Astrid tomó el tren suburbano en las afueras
de la ciudad y se instaló cómodamente en una butaca para cuatro personas. Con
las piernas cruzadas y los ojos puestos en la ventanilla, se olvidó del gentío
que la rodeaba y se abstrajo recomponiendo el impacto de sus saques, a los que
consideraba todavía algo endebles y poco certeros; dominaba la raqueta pero le
pesaba el golpe de altura y su impulso, en ese caso, se asemejaba más al de
detener la pelota que al de lanzarla contra el campo adversario. Sus defensas
eran mejores que sus ataques, y era eso lo que debía corregir.
Subsanaba mentalmente el defecto cuando, en la segunda
estación, un hombre se sentó frente a ella sin que ella, por su lado, lo
advirtiera mucho más de lo que se advierte una sombra en movimiento. El, en
cambio, no vio otra cosa que las largas piernas desnudas y apenas bronceadas,
los jóvenes muslos, la delicada curva de las pantorrillas y aquellos pies, enfundados
en unas medias cortas de algodón blanco que no alcanzaban a cubrirle los
tobillos porque, flojas en los bordes superiores, cedían hacia los flancos
altos de las zapatillas, igualmente deportivas y blancas como el resto del
atuendo. La piel rubia de Astrid, tenuemente encendida de sol, mostraba una
delicada película de transpiración que la humedecía con un fino fulgor de seda.
Cualquiera hubiera dicho que aquel hombre reflexionaba
mirando hacia el suelo como quien no tiene nada más interesante que hacer u
observar y se abisma en sí mismo con la cabeza gacha. Según pudo recordar
Astrid, era un hombre de unos cuarenta años, vestido de manera corriente y de
acuerdo con su aspecto general, un aspecto nada extravagante sino más bien todo
lo contrario: anodino y correcto. Tanto es así que, aun en el caso de que
alguien lo hubiera sorprendido mirando las piernas de Astrid, no habría
sospechado en esa actitud nada desconcertante o suspicaz: después de todo,
también esas miradas forman parte del orden corriente de las cosas.
Salvo que, si alguien hubiera prestado mayor atención,
habría advertido que el hombre sólo miraba aquellas piernas, recorriéndolas con
sus ojos una y otra vez sin que el objeto de su atención fuera desplazado por
ningún otro en ningún momento. Pero nadie se tomaba ese trabajo, de modo que
nadie se dio cuenta de que el hombre, sin cambiar su posición ni modificar su
actitud, se dirigió de pronto a la chica en los siguientes términos:
–No deseo molestarla, pero necesito hacerle una propuesta.
Al principio, Astrid no creyó que le hablaran a ella. Su
mente visualizaba la red divisoria y escuchaba con atención el rítmico golpe de
las raquetas en una jugada idealmente sostenida donde era ella quien llevaba la
delantera. De modo que sonrió para sí como quien oye algo que no le incumbe.
Entonces el hombre insistió mirándola a los ojos y ella lo vio realmente por
primera vez sin que tuviera el tiempo suficiente para que la sonrisa –sonrisa
íntima, pero al mismo tiempo automática, resultado, sin duda, de un perfecto
mecanismo basado en la cortesía y en el arte asimilado de agradar– se le
desdibujara de los labios. El hombre tenía un rostro de rasgos regulares y una
expresión clara en los ojos y le hablaba correctamente. Pero lo que dijo a
continuación no parecía tener nada que ver con esa cara:
–Le ofrezco un billete de cien marcos a cambio de esas
medias que lleva puestas.
Astrid se sintió tan sorprendida que frunció el ceño como
quien hace un esfuerzo para comprender de qué le hablan. Pensó que se trataba
de un malentendido y luego, de inmediato, prefirió suponer que era una broma
absurda y atrevida y también un galanteo bastante fuera de lo común. Pero este
pensamiento atravesó su mente a una velocidad tal que no le permitió sentar una
estrategia y desviar la dirección de la propuesta con un gesto o una palabra
cuya suficiencia desmantelara la seguridad del hombre. Tan fugaz fue el
pensamiento, que en ella prevaleció la actitud primera, la actitud abierta y
cortés de su naturaleza, habituada a respuestas limpias y frontales, aunque
normalmente amables y discretas. Fue así que se descubrió a sí misma aceptando
el trato como quien consiente un juego que no había imaginado nunca, o como
quien se pliega a la comisión de un acto insignificante y sin consecuencias. Y
entonces se oyó decir a sí misma:
–Muéstreme los cien marcos y le doy las medias.
Y mientras decía lo que acababa de decir, otra voz, la voz
más honda y no fácilmente traducible de su conciencia vigilante le reprochaba
el escándalo de la transacción, la extravagancia del trato, la ostensible
impudicia de aceptar esa descarada proposición. Proposición inocultablemente
sórdida y mezquina, lo cual tornaba a la propuesta menos indecente que
enfermiza. Sin embargo, una vez más, la luminosa celeridad del reproche había
quedado reducida a sombras bajo el vértigo de la acción en que de pronto se
veía envuelta. Casi hundida en un perfecto vacío emocional y atrapada en un
instante de veleidad sin razón ni propósito, se vio a sí misma interpretando un
papel espontáneo en un episodio sin argumento para el que jamás se había
preparado anteriormente.
De manera que al mismo tiempo que ella completaba su frase
cerrando el trato, el hombre hacía aparecer de uno de los bolsillos interiores
del saco un flamante billete de cien marcos. Astrid –casi como para emular esa
urgencia delictiva– se quitó rápidamente las zapatillas y aún más rápidamente
las medias, y las entregó al hombre quien, de manera impalpable, las escondió
en el interior de su saco. Y ella tomó el billete y lo hundió en uno de los
bolsillos del impermeable. Toda la operación no había durado ni quince
segundos.
Cuando se atrevió a levantar la vista, el desconocido ya no
estaba allí. Sus pies lucían desnudos y la gente, sin disimulo alguno, la
miraba ahora con un interés molesto y un tanto lúbrico. Se volvió a calzar
sintiéndose vejada y escapó del coche en la primera estación donde el tren se
detuvo.
Ya en su casa, ni siquiera se atrevió a tocar el billete. En
lo hondo de su corazón deseaba olvidarlo, o quemarlo, quemando así el extraño
episodio. En algún momento de esa misma noche tuvo la intención de contarle la
historia a su amiga más íntima, porque intuía que no tendría sentido hablar de
cualquier otra cosa antes de aclarar esa situación que consideraba anormal.
No obstante ¿cómo contarla? ¿Habría que adoptar un tono
ligero, como si aquel encuentro (¿encuentro?) careciera de toda importancia? Y
si así fuera, ¿entonces por qué no contarlo? Tampoco deseaba que su novio se
enterara. Le sonaría absurdo y disparatado, además de indigno.
Se fue a la cama y procuró dormir, pero volvió a construir
el momento en el tren, tratando de ensayar las distintas respuestas que hubiera
debido dar al hombre, todas exitosas y concluyentes aunque, por cierto,
totalmente inútiles porque esas respuestas ya no podrían alterar el pasado.
Antes de dormirse imaginó que le preguntaba al desconocido
para qué deseaba sus medias, aunque ella sabía muy bien para qué. Imaginó que
buscaba al hombre y lo descubría jugando con aquellas medias, e imaginó –sin
poder controlar cuanto imaginaba– que ella se plegaba al juego y que el hombre,
después de ofrecerle nuevos billetes de cien marcos cada uno, la dejaba desnuda
y la poseía de forma progresiva y minuciosa, de una manera hasta aquel momento
inconcebible para ella.
–Ahora –dijo Astrid para todos nosotros, que guardábamos
silencio–, debo confesarles que es la primera vez que hablo de esto.
Tal vez la noche de verano, el alcohol y los temas musicales
de otros tiempos o quizás el hecho de estar tan lejos de Hamburgo, en un
pequeño lugar marítimo y semirrural de Sudamérica la alentaba a hablarnos de
aquel modo. De todas maneras siguió hablando y la historia transcurrió de esta
manera:
En los días que siguieron volvió a tomar el mismo tren a la
misma hora y ocupó el mismo coche que había ocupado aquella tarde, esperando
que el desconocido apareciera una vez más. Ahora sentía claramente que alguien
–el fantasma de un hombre– había obtenido su cuerpo y esta conjetura la
perturbaba y la avergonzaba sin que la vergüenza pudiese en ningún momento
sobrepujar a la perturbación excitante que la encendía.
La espera fue inútil porque el desconocido no volvió a
presentarse y si lo hubiera hecho tampoco ella lo habría reconocido. Su litigio
la enfrentaba a una figuración viciosa que era toda su ilusión, y a un secreto
vergonzante y solapado que debía guardar celosamente: el deseo irrefrenable
–debió admitir sin poder contener el llanto– de entregarse a desconocidos que
le pagaran por un instante fugaz. Pero este sentimiento, enjuiciable tal cual
ella lo consideraba, pertenecía ahora a su naturaleza, le había sido revelado
en la ordinaria rutina de la tarde de un perverso y llevaba consigo la fuerte
atracción que produce todo lo desconocido. La curiosidad la devoraba.
–Yo quería saber –confesó Astrid– qué se siente al vender el
propio cuerpo, mi curiosidad me empujaba, como dije antes y, si vamos al caso,
todavía hoy me empuja.
Estuve a punto de preguntarle algo que me pareció demasiado
íntimo y brusco y entonces me contuve y permanecí callado. Pero, curiosamente,
ella interpretó mi silencio o, mejor dicho, la pregunta que mi silencio velaba:
“Te puedo decir –comentó sin mirarme– que he conocido momentos
extraordinarios”. Entonces quise saber si se sentía feliz, o si esos momentos
la hacían feliz. Movió la cabeza manifestando duda y, al fin, murmuró: “Lo poco
que sé es que un accidente de quince segundos puede ser suficiente para definir
un destino. En cuanto a lo otro, no se trata exactamente de felicidad, se trata
de algo más simple, creo. Es el placer, y nada más”.
En medio de un nerviosismo inocultable, sobrevino entonces
una discusión trivial sobre los aspectos diversos de la sexualidad en las
mujeres y en los hombres, se habló de la influencia del medio en el
comportamiento erótico de las personas y hubo mujeres que se atrevieron a
competir con Astrid exaltando un presunto aspecto “mercantil” del erotismo femenino.
Poco después, mientras volvía a sonar “Fly me to the moon” y empezábamos a
irnos, Astrid nos dijo que había sido una noche espléndida pero creo que cada
uno de nosotros sintió que se burlaba un poco amargamente de todos y también de
ella misma.
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