Yo no sé tejer ni coser. Pero me encanta
reciclar ropa de mi madre y de mi abuela. Ir a la modista, hacer de una pollera
un vestido, cortar uno muy largo, entallar una camisa, encontrar en algún lugar
remoto de un placard una tela nunca usada para crear.
Me gusta la ropa usada porque tiene historia,
porque tiene vida.
Vi el vestido rojo de la abuela Blanca en algún
álbum de fotos y, ahora, frente al espejo, sí, me sienta bien. Y me encanta
llevarlo puesto, siento entre los puntos del ruedo, los botones y los pliegues
de la tela, secretos escondidos, recuerdos de vida. Es como ir vestida de
momentos, vivos mientras los lleve puestos.
Mi abuela Lizzie siempre fue buena sastre. Todavía
conserva su máquina, en su departamento de separada y, aun hoy, con más de ochenta
años, nos arregla un ruedo o acorta un vestido. Ella siempre confeccionó su
propia ropa: trajecitos para trabajar en la oficina del juzgado con tajo atrás
(siempre atrás), pantalones, camisas, vestidos. A mí y a mis hermanas- de
pequeñas-nos tejía suéteres, pulóveres. Mamá compraba un vestido y ella copiaba
el molde para hacernos otros iguales, en distintos colores. Y a mí me tocaba el
azul, el rojo me quedaba mal, ya era demasiado colorada.
Mi abuela Lizzie fue y sigue siendo una mujer bellísima,
más allá de la edad. Rasgos yugoslavos: blanco rosáceo en la piel, azul
oceánico en los ojos. Mujer de huesos grandes, trabajadora y con mucha energía.
Sus padres, inmigrantes escapados de la guerra, vinieron a la
Argentina en busca de paz.
Sólo tengo ropa de mi madre y de mi abuela
materna, Blanca. Le pregunto a mi abuela paterna, mi abuela Lizzie, si ella
tiene, guardado en algún lugar, algún vestido de cuando era joven. Le digo,
tengo muchos de mi abuela Blanca, quisiera tener también alguno tuyo.
-No -me dice- no guardé nada,
siempre regalé todo. No me interesa guardar nada, porque no vivo de recuerdos.
La escucho hablar así y no lo entiendo. En su
vida construyó una familia, tuvo un marido, dos hijos. ¿Nunca fue feliz? La
miro. En la cara, en las manos y en el cuerpo entero: piel de acordeón. En cada
pliegue, oculto por piel en demasía, una música. Música de la infancia, la
pubertad, la juventud, la temprana madurez. La música extinta, ahogada entre
pliegues de piel. Los años, latigazos en las mejillas, en la nariz deforme, en
las orejas que buscan el suelo.
Los ojos, ya sin pestañas, rodeados de piel
rojiza, raspada por los años. Los ojos, océanos calmos, ya sin olas, sin
siquiera espuma. Los ojos, tristes, hacia atrás, no se alegran; y, hacia
adelante, temen.
Los ojos, teñidos de sombra.
Se sostiene a la puerta, como quien
se sostiene a la vida. La mano arrugada en el picaporte presiona y los dedos se
ponen amarillos. Los hombros caídos, el pecho hacia adentro. Y, en los ojos, un
brillo. Sea de tristeza, de amor. ¿Quisieron esos ojos? ¿Amaron con pasión?
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