lunes, 13 de agosto de 2012

Nuevos textos de Mónica Maravini, agosto 2012


ROMERO
Caminábamos por los jardines externos de La Alahambra. La mañana era clara y el sol, tibio a esa hora, prometía calor de primavera. Nos habíamos levandtado muy temprano para conseguir entradas. El café, a las apuradas en el hotel, me había sabido a poco. Aún teníamos media hora de espera para ver uno de los lugares más hermosos.
-¡No sólo del país, niña, sino del mundo!-  había exclamado el andaluz que nos sirvió el desayuno.
          Media hora, suficiente para tomar otro café, relajarnos y planificar qué visitaríamos a la tarde.
 Mientras mi amiga fumaba el último cigarrillo, antes de entrar, yo - sentada sobre un banco de piedra- buscaba la forma de llegar, nada menos que a la casa de Federico. En el folleto que nos habían dado en Informaciones podía verse una foto donde geranios y claveles - desde los balcones - y una fila de maceteros con malvones rojo sangre -desde la galería- custodiaban a un limonero, centrado en la pequeña huerta. Ahí estaba yo: atravesaba la puerta de la casa, decidida a buscar algún poema olvidado en los rincones, cuando una voz de mujer me devolvió a La Alahambra.
-¡Que tengas un buen día, guapa! – y, al tiempo que emprendía a hablar sobre lo que parecía ser mi suerte, me extendía unas ramitas verde intenso. 
No era la primera gitana que se nos acercaba. Desde nuestra llegada a España, aparecían, generalmente en las cercanías de las estaciones de trenes. Mujeres y niños piel de aceituna: limpios, pero desalineados. Ellas, al acecho, siempre con las ramitas verdes. Los niños, en bandadas,pedían monedas, caramelos, lo que fuera. Las adolescentes solían andar de a dos y ponían en juego todo su ingenio, querían engrupirte y sacarte dinero. En Madrid dos gitanitas, haciéndose pasar por sordomudas, habían logrado sacarnos unos euros. Otras pretendían que firmáramos una planilla e hiciésemos una donación para la lucha contra el Sida. Una vez que lograban su cometido corrían visiblemente divertidas. Los hombres, en cambio, nunca se dejaban ver.
La mujer frente a mí rondaría los sesenta. Bajita, regordeta, el busto ancho y generoso. Llevaba una pollera plisada hasta los tobillos, una blusa a cuadros y un pañuelo sobre la cabeza. Nada de trenzas, monedas de oro, ni flores jugando en el cabello. Todo en ella era gris, lavado, como si su figura fuera a desvanecerse así como había aparecido. En nada semejaba a las flamencas que la noche anterior habíamos visto bailar en las cuevas del Sacromonte. Tampoco a la mujer de la botella de aceite La Malagueña, con el vestido de lunares y los zapatitos rojos, que tanto había deseado de niña.
-El romero se regala, la suerte no- agregó apenas terminó el monólogo sobre mi persona, donde no faltaban los viajes, los apuestos caballeros que iba a conocer y los recaudos a tomar por la envidia de una mujer rubia, entrada en carnes.
 Sabía que los gitanos eran reacios a responder preguntas, no obstante, después de pagarle por las predicciones, intenté iniciar un diálogo. Y, aunque se la veía inquieta -ni a ellas ni a los vendedores ambulantes se les permitía andar por las inmediaciones, se quedó unos minutos.
Me contó que vivía no lejos de allí, en un complejo de viviendas, cercanas a las chabolas: aunque algunos decían que las cosas estaban cambiando, la mayoría de los hombres andaban parados y la persecución continuaba. Se refirió entonces al incendio de una colonia gitana en las afueras de Nápoles, como represalia al supuesto secuestro de un niño blanco d el cual se culpaba a un joven romaní. Recordé haber escuchado la noticia en la tv del hotel.
          Quiso sabera algo sobre mí: que de dónde venía y hacia dónde iba y cuánto tiempo iba a permanecer en Granada. Entonces, a modo de conclusión, dijo una frase que quedó resonando en los jardines y en mi cabeza:
- Tú eres de aquí.
 Y, antes de que mi amiga viniese a buscarme porque comenzaba nuestra visita guiada, sacó de un bolsillo profundo, que se perdía entre los pliegues de su falda, otra ramita verde.
- Romero santo, santo romero, que se lleve lo malo y te traiga lo bueno.
Y se perdió por los senderos.


Cantes y coplas


Dame un poco de tierra y te devuelvo un patio donde
la luna
baje a bailar bulerías,
con un batir de palmas y acordes de guitarra,
con cantes de otros tiempos y coplas de otros días.

Dame un poco de cielo y te devuelvo un manto
de azul negro azabache y luces que titilan, donde
el lucero
salga y sea el último en irse
y baile sevillanas, fandangos y alegrías.

Dame un poco de viento y te devuelvo
brisa
que apenas acaricie la flor de los naranjos,
que haga correr su aroma, como mecha encendida,
por caminos y campos, arroyos y remansos.
Que traspase los muros y se trepe a las verjas,
que se meta en las camas y embriague a los amantes.

Dame un poco de día y te devuelvo
el sol,
que con hilos dorados descienda hasta la albahaca,
madure el limonero y haga estallar claveles.
Que camine caliente, caliente y amarillo
y que a su paso deje rastros de lumbre y oro.

Dame un poco de tiempo y te devuelvo horas, donde
el agua
resuene y nunca se detenga,
donde olvidar olvidos y entretejer historias,
mientras la muerte espera, para tocar la aldaba.

Verde de luna


En el silencio profundo de la noche
surgen uno a uno los sonidos.
Agua que desborda de las fuentes de piedra,
gotas de rocío que caen en la tierra.

Verde oscuridad,
verde de luna,
desciende un manto sobre el río.

A tientas voy por las calles estrechas,
los faroles se apagan,
se cierran los postigos.

El búho vela, para que nada altere
la muerte calma de un sueño adormecido.
Solos mis pasos
y el agua de las fuentes.
Sola mi alma
 y la luna conmigo.






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