jueves, 9 de agosto de 2012

Nuevos textos de Daniel Milanesi, agosto 2012



El artesano
                                                                             
                                                               
          Con la habitual frase “Proveer de conformidad…Será justicia”, Rosendo Achaval terminó de tipear su enésima pericia. Ya hacía unos cuantos años que dedicaba gran parte de su tiempo laboral a las pericias judiciales. Como médico clínico, con tres décadas de experiencia en la atención de pacientes de todo tipo, encontró en esta actividad una variable satisfactoria, en lo profesional y en lo económico. Se recostó contra el respaldo del sillón, miró hacia arriba, suspiró y volvió sobre el teclado, para proseguir -ya en automático- con los pasos: salvar, imprimir y archivar.
         Pensó un instante en el archivo ideal de su notebook. El que permitía a los documentos elaborados no arruinarse, no envejecer, ni perderse y que no requería de un cuarto destinado a muebles para contenerlos. Ni aseo, ni ventilación, ni nada. Hasta le permitía tomar el recaudo de duplicar o triplicar archivos, para luego ser guardados en un cajón, ser transportados en un portafolio o -simplemente- en el bolsillo de su saco.
         También pensó: después del último “archivar”, la memoria de la máquina- que hasta hacia un rato estaba comprometida con el caso objeto de la pericia- volvió a quedar libre para lo que viniera a continuación.
         Sin afectaciones de ningún tipo.
         Sin conflictos ni emociones ni resquemores.
         Sin tomar partido.
         Libre, fresca.
         Achaval cerró por fin su computadora, miró en derredor como quien se despide de una pesada carga, rodó hacia atrás la silla, tomando distancia de algo y se incorporó. Dejó todo como estaba en su despacho, cerró la puerta y comenzó a bajar las escaleras hacia la distracción.
         Ese pequeño taller que armó en su casa fue una gran idea. Allí se podía dedicar a las manualidades y artesanías que lo regocijan.
         Mientras bajaba, gritó:
            – Silvia, bajo al cuarto, ¿me puede llevar un té?
         Desde un nivel superior de la casa, se oyó:
            – Sí, doctor, ya lo llevo.      
          Encendió las luces y, como un autómata, se puso una vieja camisa a cuadros de colores ocres, sobre la que tenía. Luego se sacó los zapatos y se calzó unas zapatillas de lona negra. Ya estaba uniformado para terminar su última obra, una cigarrera de roble. Como toque final, buscó el barniz y un pincel. Mientras, iba mirando alrededor los materiales para encarar otro trabajo. La tarde recién comenzaba y le quedaría bastante tiempo luego de darle lustre a la cigarrera.
         En un rincón polvoriento, divisó un barral de madera para cortinas. Estaba tal cual lo había comprado  hacía unos años; sin tintura, sin marcas. 150 centímetros de largo, 3 de diámetro. Era un sobrante del cortinado del living; se veía derecho.
         Mientras pincelaba el roble, lijado hasta la suavidad total - casi un espejo -, vio en el estante inferior del banco de trabajo, mezclado con otros cachivaches, la hoja oxidada de una cuchilla. Antes se usaba para mantener las plantas de las macetas. Ya no. Regaló todas las plantas hace tiempo.


         Silvia toca a la puerta; no espera respuesta y entra.
             – Permiso –
          Deja, sobre una mesita baja, la bandeja con la taza de té, unas masas y un vaso con jugo de pomelo. Una de tantas habitualidades que no requieren ni indicaciones, ni intercambio alguno. Recompone la vertical, se frota las manos sin pensar a los lados de su cintura. Mira sin ver a Achaval.
             – ¿Necesita algo más, doctor?
             –  No, gracias.
         Mientras ella se aleja y cierra la puerta, Rosendo queda pensando en esa pregunta inútil, estúpida y protocolar. ¿Quién no necesita algo más? Si fuésemos sinceros, ante esa pregunta, tendríamos una larga lista de cosas que solicitar.
         Una vez que da cuenta del té y algunas masas, se encamina, con el vaso de pomelo en la mano, hasta el lugar donde descansa el barral. Lo toma. Con un paño le quita el polvo y algunas telas de araña. Lo mira, lo apoya sobre el piso y lo hace rodar para verificar su rectitud. Lo sopesa con aprobación y lo deja sobre la mesa de trabajo.
         Termina de pincelar la cigarrera y la deja en un estante para que se seque.
         Con la idea ya definida, comienza el siguiente trabajo. En uno de  los      extremos del palo, hace un corte longitudinal con la sierra, de unos 10 centímetros de largo. Luego toma la cuchilla, le quita el mango de madera remachada y la pule. Calza la hoja metálica en el corte hecho en el extremo del barral. Termina de asegurar la hoja al palo  con unos tarugos y unas cuantas vueltas de alambre. Deja para otro día la terminación estética. Antes de guardarla, prueba su obra lanzándola contra una caja de cartón que contenía viejas revistas. Le gusta el efecto.
          Al otro lado de la puerta, Silvia:
               –  Me voy, doctor, quedó todo listo, ¿necesita algo más?
               –  Pase, por favor.
          Silvia entra.
          Siente un silbido extraño y un fuerte golpe en el pecho y el ahogo – culpa de un líquido con ansias de subir hasta la boca en cantidad exagerada.
         Algo emerge desde su pecho y vacila. Deja ver en cada vacilación el rostro inexpresivo del doctor, o lo tapa.
          Cuando sus rodillas se doblan y cae de bruces sobre el objeto extraño, le parece escuchar a Achaval decir:
              –  Eso es todo. Gracias.


El anotador
                                                               Un cuento breve de Daniel Milanesi        

          Como pasa cada tanto, aquella mañana de un tórrido enero, salí en busca de un nuevo café. Uno al que nunca hubiera entrado. Mi afición es concurrir a este tipo de locales, me gusta descubrirlos, ver qué ofrecen, cómo son, quiénes lo frecuentan.
          Me alejé bastante de mi casa, descendí del micro en una zona que no conocía, caminé unas cuadras,  vi una imponente casona de amplios ventanales con mesitas en la vereda. “Café – Si Supieras”, se podía leer en la puerta principal.
          Miré un poco desde afuera y entré. Era lo que buscaba. Me gustó su barra de madera y mármol, con una antigua y lustrosa cafetera. Las botellas en la estantería se alternaban entre marcas ya desaparecidas y modernas. Las paredes lucían sus ladrillos sin revocar y el techo tenía tejuelas a la vista con la tirantería de pino lustrado: se veía impecable. Mesas y sillas de madera, manteles blancos, y un aroma a café que prometía lo mejor. Los mozos - de pantalón y camisa negra, chaqueta blanca y lazo al cuello color gris satinado, peinados a la gomina - daban un marco de fábula a este lugar.
          Ocupé una mesa chica junto a una ventana, bastante cerca del mostrador. Se acercó uno de los mozos, le pedí mi clásico café con medias-lunas. Con todo respeto, el empleado se alejó voceando el pedido.
          Mientras esperaba, me puse a investigar mi alrededor (como lo hago siempre). Trataba de adivinar cosas.
          Por ejemplo: los de la mesa a mi espalda, imaginé que eran un matrimonio del interior,  por su forma de hablar y sus comentarios. Frente a mí, estaban dos tipos que parecían amigos pasando el rato. Así fui recorriendo con la vista. Imaginé mesa por mesa las posibles relaciones y actividades, las edades - en fin - sus vidas. Quedé prendado de la belleza de una muchacha de cabello negro y vestido azul, a mi derecha, a tres mesas de distancia. Parecía esperar a alguien, posiblemente, un novio.
          Junto con la llegada de mi pedido, entró al local un anciano con bastón y sombrero. El recibimiento me hizo pensar en un habitué de mil mañanas. Buen día, Don Olegario, le dijeron los mozos y el encargado tras la barra. El viejo se sentó también junto a una ventana, pero más cerca del estaño que yo.
          No pidió nada.
           No hizo falta: apenas colgó el bastón en el respaldo de una silla y se sentó, le trajeron una taza grande con café, un jarro con leche, agua, tostadas y un potecito de mermelada (color durazno). El hombre vio que lo miraba insistentemente y me sonrió con amabilidad.
          Mientras saboreaba el café, exquisito por cierto, noté que había olvidado mi libreta de anotaciones. Siempre estos paseos me inspiran historias y trato de anotarlas antes de que las barra el olvido. Por eso, llamé al mozo y le pedí papel. Me trajo un anotador de avejentadas hojas, sujetas por un espiral de alambre algo oxidado. Mientras pensaba en un disparador para mi historia, hice correr las hojas con la yema de mi dedo pulgar, noté que algunas tenían inscripciones.
          Me detuve en una:

                    “nadie podía imaginar que el anciano reaccionaria con…”.

          Y nada más que eso, ahí quedaba trunca la frase. En mi afán por escribir una historia, decidí continuarla así:

                    “reaccionaria con… semejante violencia”.

          En eso estaba, cuando el mozo que le acercaba a Don Olegario el periódico, tropezó y volcó parte de la jarrita de leche sobre el prolijo saco del anciano. Sin contener gritos y maldiciones, el viejo empujó al mozo y le tiró un par de bastonazos, sin puntería, por suerte. Descontrolado, totalmente iracundo, el viejo rezongaba. Trataron de calmarlo, le pidieron disculpas y lograron que se sentara y serenara. No fue una escena que esperase ver. Nadie lo esperaba. Todos quedamos algo tocados por lo sucedido.
          Pensé en la frase escrita y me corrió un temblor por el cuerpo. Revisé atentamente el anotador. Nada raro, solo tenía de especial su antigüedad y descuido y esas hojas parcialmente escritas, con frases cortadas por puntos suspensivos.
          Busqué una de esas hojas.

                    “Llegó la hora de …”

          Pensé en agregar algo leve, por las dudas. Completé el texto.

                    “Llegó la hora de…las flores”.

          Casi de inmediato, entró al local un muchachito con una canasta con ramitos de crisantemos, que fue ofreciendo por las mesas.
          Lo confieso: pasaron muchas cosas por mi mente. Pero algo dentro de mí me llevó a pedir la cuenta, pagar y retirarme. Antes de dejar la mesa tomé el anotador, este se abrió en una nueva frase,

                    “Espero que me siga…”

          No pude resistir la tentación de completarla,

                    “Espero que me siga… la muchacha de azul”

          Fue mi sentencia.
           Dejé el lugar sin mirar hacia atrás. Caminé hasta la primera parada del 138 y subí apresurado.
          Nunca volví a ese barrio. Ella tampoco, solo me sigue a donde vaya.

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