El artesano
Con la habitual frase “Proveer de
conformidad…Será justicia”, Rosendo Achaval terminó de tipear su enésima
pericia. Ya hacía unos cuantos años que dedicaba gran parte de su tiempo
laboral a las pericias judiciales. Como médico clínico, con tres décadas de
experiencia en la atención de pacientes de todo tipo, encontró en esta actividad
una variable satisfactoria, en lo profesional y en lo económico. Se recostó contra
el respaldo del sillón, miró hacia arriba, suspiró y volvió sobre el teclado,
para proseguir -ya en automático- con los pasos: salvar, imprimir y archivar.
Pensó
un instante en el archivo ideal de su notebook. El que permitía a los
documentos elaborados no arruinarse, no envejecer, ni perderse y que no
requería de un cuarto destinado a muebles para contenerlos. Ni aseo, ni
ventilación, ni nada. Hasta le permitía tomar el recaudo de duplicar o
triplicar archivos, para luego ser guardados en un cajón, ser transportados en un
portafolio o -simplemente- en el bolsillo de su saco.
También pensó: después del último
“archivar”, la memoria de la máquina- que hasta hacia un rato estaba
comprometida con el caso objeto de la pericia- volvió a quedar libre para lo
que viniera a continuación.
Sin afectaciones de ningún tipo.
Sin conflictos ni emociones ni
resquemores.
Sin tomar partido.
Libre, fresca.
Achaval cerró por fin su computadora,
miró en derredor como quien se despide de una pesada carga, rodó hacia atrás la
silla, tomando distancia de algo y se incorporó. Dejó todo como estaba en su
despacho, cerró la puerta y comenzó a bajar las escaleras hacia la distracción.
Ese pequeño taller que armó en su casa
fue una gran idea. Allí se podía dedicar a las manualidades y artesanías que lo
regocijan.
Mientras bajaba, gritó:
– Silvia, bajo al cuarto, ¿me puede llevar
un té?
Desde
un nivel superior de la casa, se oyó:
– Sí,
doctor, ya lo llevo.
Encendió las luces y, como un
autómata, se puso una vieja camisa a cuadros de colores ocres, sobre la que
tenía. Luego se sacó los zapatos y se calzó unas zapatillas de lona negra. Ya
estaba uniformado para terminar su última obra, una cigarrera de roble. Como toque
final, buscó el barniz y un pincel. Mientras, iba mirando alrededor los
materiales para encarar otro trabajo. La tarde recién comenzaba y le quedaría
bastante tiempo luego de darle lustre a la cigarrera.
En un rincón polvoriento, divisó un
barral de madera para cortinas. Estaba tal cual lo había comprado hacía unos años; sin tintura, sin marcas. 150
centímetros de largo, 3 de diámetro. Era un sobrante del cortinado del living;
se veía derecho.
Mientras pincelaba el roble, lijado
hasta la suavidad total - casi un espejo -, vio en el estante inferior del
banco de trabajo, mezclado con otros cachivaches, la hoja oxidada de una
cuchilla. Antes se usaba para mantener las plantas de las macetas. Ya no. Regaló
todas las plantas hace tiempo.
Silvia toca a la puerta; no espera
respuesta y entra.
– Permiso –
Deja, sobre una mesita baja, la
bandeja con la taza de té, unas masas y un vaso con jugo de pomelo. Una de
tantas habitualidades que no requieren ni indicaciones, ni intercambio alguno.
Recompone la vertical, se frota las manos sin pensar a los lados de su cintura.
Mira sin ver a Achaval.
– ¿Necesita algo más, doctor?
– No, gracias.
Mientras ella se aleja y cierra la
puerta, Rosendo queda pensando en esa pregunta inútil, estúpida y protocolar. ¿Quién
no necesita algo más? Si fuésemos sinceros, ante esa pregunta, tendríamos una
larga lista de cosas que solicitar.
Una vez que da cuenta del té y algunas
masas, se encamina, con el vaso de pomelo en la mano, hasta el lugar donde
descansa el barral. Lo toma. Con un paño le quita el polvo y algunas telas de
araña. Lo mira, lo apoya sobre el piso y lo hace rodar para verificar su
rectitud. Lo sopesa con aprobación y lo deja sobre la mesa de trabajo.
Termina de pincelar la cigarrera y la
deja en un estante para que se seque.
Con la
idea ya definida, comienza el siguiente trabajo. En uno de los
extremos del palo, hace un corte
longitudinal con la sierra, de unos 10 centímetros de largo. Luego toma la
cuchilla, le quita el mango de madera remachada y la pule. Calza la hoja
metálica en el corte hecho en el extremo del barral. Termina de asegurar la
hoja al palo con unos tarugos y unas
cuantas vueltas de alambre. Deja para otro día la terminación estética. Antes
de guardarla, prueba su obra lanzándola contra una caja de cartón que contenía
viejas revistas. Le gusta el efecto.
Al otro lado de la puerta, Silvia:
– Me voy, doctor, quedó todo listo, ¿necesita
algo más?
– Pase, por favor.
Silvia entra.
Siente
un silbido extraño y un fuerte golpe en el pecho y el ahogo – culpa de un
líquido con ansias de subir hasta la boca en cantidad exagerada.
Algo emerge desde su pecho y vacila.
Deja ver en cada vacilación el rostro inexpresivo del doctor, o lo tapa.
Cuando sus rodillas se doblan y cae de bruces sobre el objeto extraño,
le parece escuchar a Achaval decir:
–
Eso es todo. Gracias.
El anotador
Un cuento breve de Daniel Milanesi
Como pasa cada tanto, aquella mañana
de un tórrido enero, salí en busca de un nuevo café. Uno al que nunca hubiera
entrado. Mi afición es concurrir a este tipo de locales, me gusta descubrirlos,
ver qué ofrecen, cómo son, quiénes lo frecuentan.
Me alejé bastante de mi casa,
descendí del micro en una zona que no conocía, caminé unas cuadras, vi una imponente casona de amplios ventanales
con mesitas en la vereda. “Café – Si Supieras”, se podía leer en la puerta
principal.
Miré un poco desde afuera y entré. Era
lo que buscaba. Me gustó su barra de madera y mármol, con una antigua y
lustrosa cafetera. Las botellas en la estantería se alternaban entre marcas ya
desaparecidas y modernas. Las paredes lucían sus ladrillos sin revocar y el
techo tenía tejuelas a la vista con la tirantería de pino lustrado: se veía
impecable. Mesas y sillas de madera, manteles blancos, y un aroma a café que
prometía lo mejor. Los mozos - de pantalón y camisa negra, chaqueta blanca y lazo
al cuello color gris satinado, peinados a la gomina - daban un marco de fábula
a este lugar.
Ocupé una mesa chica junto a una
ventana, bastante cerca del mostrador. Se acercó uno de los mozos, le pedí mi
clásico café con medias-lunas. Con todo respeto, el empleado se alejó voceando
el pedido.
Mientras esperaba, me puse a
investigar mi alrededor (como lo hago siempre). Trataba de adivinar cosas.
Por ejemplo: los de la mesa a mi
espalda, imaginé que eran un matrimonio del interior, por su forma de hablar y sus comentarios.
Frente a mí, estaban dos tipos que parecían amigos pasando el rato. Así fui recorriendo
con la vista. Imaginé mesa por mesa las posibles relaciones y actividades, las
edades - en fin - sus vidas. Quedé prendado de la belleza de una muchacha de
cabello negro y vestido azul, a mi derecha, a tres mesas de distancia. Parecía
esperar a alguien, posiblemente, un novio.
Junto con la llegada de mi pedido,
entró al local un anciano con bastón y sombrero. El recibimiento me hizo pensar
en un habitué de mil mañanas. Buen día, Don Olegario, le dijeron los mozos y el
encargado tras la barra. El viejo se sentó también junto a una ventana, pero
más cerca del estaño que yo.
No pidió nada.
No hizo falta: apenas colgó el bastón
en el respaldo de una silla y se sentó, le trajeron una taza grande con café,
un jarro con leche, agua, tostadas y un potecito de mermelada (color durazno).
El hombre vio que lo miraba insistentemente y me sonrió con amabilidad.
Mientras saboreaba el café, exquisito
por cierto, noté que había olvidado mi libreta de anotaciones. Siempre estos
paseos me inspiran historias y trato de anotarlas antes de que las barra el
olvido. Por eso, llamé al mozo y le pedí papel. Me trajo un anotador de
avejentadas hojas, sujetas por un espiral de alambre algo oxidado. Mientras
pensaba en un disparador para mi historia, hice correr las hojas con la yema de
mi dedo pulgar, noté que algunas tenían inscripciones.
Me detuve en una:
“nadie podía imaginar que
el anciano reaccionaria con…”.
Y nada más que eso, ahí quedaba
trunca la frase. En mi afán por escribir una historia, decidí continuarla así:
“reaccionaria con…
semejante violencia”.
En eso estaba, cuando el mozo que le
acercaba a Don Olegario el periódico, tropezó y volcó parte de la jarrita de
leche sobre el prolijo saco del anciano. Sin contener gritos y maldiciones, el
viejo empujó al mozo y le tiró un par de bastonazos, sin puntería, por suerte. Descontrolado,
totalmente iracundo, el viejo rezongaba. Trataron de calmarlo, le pidieron
disculpas y lograron que se sentara y serenara. No fue una escena que esperase
ver. Nadie lo esperaba. Todos quedamos algo tocados por lo sucedido.
Pensé en la frase escrita y me corrió
un temblor por el cuerpo. Revisé atentamente el anotador. Nada raro, solo tenía
de especial su antigüedad y descuido y esas hojas parcialmente escritas, con
frases cortadas por puntos suspensivos.
Busqué una de esas hojas.
“Llegó la hora de …”
Pensé en agregar algo leve, por las
dudas. Completé el texto.
“Llegó la hora de…las
flores”.
Casi de inmediato, entró al local un
muchachito con una canasta con ramitos de crisantemos, que fue ofreciendo por
las mesas.
Lo confieso: pasaron muchas cosas por
mi mente. Pero algo dentro de mí me llevó a pedir la cuenta, pagar y retirarme.
Antes de dejar la mesa tomé el anotador, este se abrió en una nueva frase,
“Espero que me siga…”
No pude resistir la tentación de
completarla,
“Espero que me siga… la muchacha de
azul”
Fue mi sentencia.
Dejé el lugar sin mirar hacia atrás.
Caminé hasta la primera parada del 138 y subí apresurado.
Nunca volví a ese barrio. Ella tampoco,
solo me sigue a donde vaya.
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