PUNTO Y APARTE
Bajó del taxi y caminó unos pasos
bajo la lluvia.
Pensó en su madre, el llanto final
sobre su regazo.
Calzada de serenidad, entró al
velatorio: abrazó a Patricia como sólo se abrazan los recíprocos testigos de
vida.
En la sala silenciosa, descansaba
Edith: se acercó al féretro en puntitas de pie y lanzó un beso al aire, ofrenda
de buen viaje a esa otra madre de risa cantarina y manos de oro para los
dulces.
Rumbo al cementerio, conversó con
Chita – la mejor amiga de Edith- y los recuerdos alegres bailaron con la
tristeza.
Junto a la puerta de la capilla está
él, su porte distinguido de lord inglés: en tantos años de festejos y duelos
sólo habrán intercambiado diez o veinte palabras intrascendentes; diez o veinte
besos rápidos y equívocos.
Sus ojos se encuentran y encienden
una pasión que – una vez más- apagarán dos o tres segundos después.
Hoy, más que la pérdida de la mujer
con risa cantarina y manos de oro para los dulces, su tristeza es lo imposible
de esa pasión.
Llueve a cántaros.
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