martes, 21 de agosto de 2012

Texto de Ayelén Attías, agosto 2012


Que veinte años no es nada…..

                Era una noche cálida de verano. Toda la familia se había reunido. Los que vivíamos en distintas ciudades, dispersos por el mundo, Buenos Aires, Rafaela, Canberra, en Australia. Estábamos todos, éramos  catorce. Íbamos a pasar juntos el año nuevo, pero los festejos se habían extendido desde el 28 de diciembre hasta los primeros días de enero.  Los chicos jugaban en la pileta, los hombres al ping pong,  los viejos leían o miraban jugar a los chicos, el dueño de casa no había vuelto del trabajo y las mujeres nos disponíamos a preparar la cena.
                Pensamos en un asado, un  buen asado, completo, con provoleta,  achuras, morcilla, chorizo, entraña, tira, todo….Un asado, de esos que preparan los hombres como un ritual, con mucha dedicación y cuidado…. Cuidado masculino, porque acá, en la Argentina, el asado es una potestad masculina. Un vaso de vino, humo, dos o tres hombres alrededor de la parilla- uno con las manos negras- y conversaciones apasionadas, mujeres, fútbol, algo de política. Una típica escena argentina.
                Una típica escena de esas que a veces dan vergüenza y a veces se disfrutan, como lavar el auto en la vereda escuchando el partido, o mirar el futbol en la vidriera de Garbarino…..
                Pero esta no, acá los hombres estaban en otra cosa y la dueña de casa marcaba los ritmos y distribuía tareas. Se disponía a preparar el fuego, no parecía necesitar del género masculino, ni siquiera interrumpió el juego de ping pong. Las otras mujeres, hermanas, primas, la seguíamos,  un poco desorientadas ante la escena.  Algo no entendíamos, algo nos parecía raro, pero seguíamos el juego, no poníamos las reglas, las respetábamos.

                Sin hombres no hay asado, ella pensó.  Con lo que disfrutaba del domingo, del olor a la carne asada, del vino de mesa, de las charlas de sobremesa… Pero no habrá hombres, por mucho tiempo no habrá hombres. Y ella no estaba dispuesta a renunciar a la carne al asador.
                En el convento serán todas mujeres, de domingo a domingo, durante largo tiempo, indefinido, hasta que pueda salir a compartir algún mediodía en familia y papá se atreva a recibirla con el olorcito ese que le cambia el perfume al día, que abre las papilas y las expectativas de un paladar deseoso de placer.
                Qué crimen, pensaban los padres, qué dolor. Una chica tan bonita,  una belleza, alta, delgada, con una figura que podría haber modelado en las mejores pasarelas del mundo.  Una alumna ejemplar en la escuela secundaria, podría haberse destacado en cualquier disciplina científica. Incluso maestra, podría haber sido maestra si quería dedicar su vida al prójimo. Pero no, ella, la hija tan amada, tan bella e inteligente, había elegido encerrarse en un convento a rezar, alejada de todos, de los amigos, de la familia, de los padres. No lo entendían, lloraban cuando imaginaban la casa sin ella, sin sus ruidos, su campera sobre el sillón, su cama sin tender, sus ropas alrededor de la silla del cuarto.  No podían imaginar  ese cuerpo bello, esa figura casi perfecta, escondida detrás de esos hábitos grises, marrones, oscuros, que esconden a la mujer, que anulan la sensualidad,  la individualidad, que las hacen a todas iguales, difíciles de distinguir entre unas y otras.  ¡Tantos novios había tenido!  podría haberse casado con alguno de los hijos de las mejores familias del pueblo.
                Lloraban, pero acompañaban la decisión de su hija.
                Antes de partir hacia el encierro elegido y deseado, ella tenía que llevarse el saber más valioso de su padre, del hombre, del gran hombre de la familia. Él debía transmitirle el más preciado de los saberes. Y así fue como, un domingo especial, el último domingo antes de la partida,  el asado resultó el más especial.  Empezaron de cero: prepararon los brasas, primero con ramitas y diario, despacio, nada de químicas, nada de alcohol u otros trucos de principiantes. Saber de manos expertas,  de años de reiterar el  ritual. Un abanico viejo de la abuela´- un poco roto y manchado de carbón que se guardaba debajo de la parilla- ayudaba a encender. Despacito, de a poco, avivando el fuego, que no se arrebate, que no se queme, que se prenda.
                La carne: la carme es otra ciencia: golpearla, salarla, estirarla y exponerla en la tabla, al lado de la parilla. Sacarle algo de la grasa, no toda.  Con un trocito de esa grasa se limpiaba la parilla, había que pasar esa grasita por cada una de las varillas, dejarlas bien limpias, preparadas para recibir la carne.
                Salarla.
                Saber qué va primero y qué va después, qué más cerca y qué más lejos de las brasas.  Decidir cuánto tiempo va a llevar hacerlo, más lento es mejor, se hace más suave y se hace desear más…. Mientras vamos tomando un vino y transmitiendo ese saber tan experto, tan masculino, como femenino fue el de las mermeladas de la abuela.
                Igual a una despedida; a un legado. Ese fue el sabor, sabor a despedida con transmisión, como  una herencia en vida.

                Todos los domingos las monjitas comían asados, los mejores asados que habían comido en sus vidas. Con vino, con postres ricos, dulces hechos por sus propias manos. 
                Los domingos el convento era una fiesta, una fiesta privada. Le habían pedido al herrero que les enrejó las ventanas que les hiciera una parilla, sencilla, modesta, porque una de las hermanas era una gran asadora.  Preparaban la mesa en el fondo del jardín, amasaban el pan, tenían listo el vino y hasta hacían los quesos de la picada. Mientras algunas se ocupaban de la comida y de la mesa, otras jugaban con la pelota, vóley, basket, o simplemente lanzamientos. Los vecinos escuchaban sus risas,  sentían el olor  y podían imaginar una escena tan familiar en el fondo del convento, como en el fondo de cualquier casa del pueblo.  Era raro, los domingos, fiesta de guardar, pero fiesta al fin. Difícil darse una idea para quienes vivimos afuera, para quienes pensamos que ahí adentro no hay disfrute, no hay placer, no hay fiesta.
Asados de las monjas,  como los mejores asados que alguna vez probaron, como los de los obreros en las obras en construcción, con ese perfume a carne , leña y carbón,  que cada domingo invade terrazas, balcones y fondos, también los fondos del convento.
                Fueron veinte años, infinidad de asados. Asados hechos por mujeres, mujeres con hábito. Mujeres que se negaron a los hombres, pero no a los saberes tradicionalmente masculinos.  Mujeres, que podían dejar sus manos y sus hábitos negros de carbón, a cambio de disfrutar de un buen asado de domingo. Mujeres que, después, debían lavar trabajosamente sus ropas religiosas llenas de olor a humo.
               

                Ella se fue, volvió a hacer su vida fuera del convento. ¿Alguna hermana habrá recibido su herencia.?
                Ahora  nos juntamos en su casa, toda la familia, los de Buenos Aires, los de Rafaela, los Australia, al otro lado del planeta. Y comemos asados, los mejores asados. Después de veinte años,  en esa casa,  el asado es cosa de mujeres.

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