Penúltima hora
Dio vueltas en círculos, después en
semicírculos cada vez más pequeños.
Se mareó y se cayó.
Esa
mañana de domingo, le habían dejado usar las bermudas azules y la
camisa naranja con
la que había ingresado la primera vez al lugar santo. Las
alas y el delantal
blanco los había dejado revolcados en sus camas como
fantasmas heridos
de muerte. Este clerical día estaba dedicado a la libertad
y a la visita de
sus parientes o amigos. Pero nadie llegó. Ella y sus compañeras, tan solas como ayer,
como hoy y mañana. Sin embargo, sus risas se agolpaban en sus
bocas cerradas y estallaban cuando abrían los ojos obnubila- dos por la
claridad de la luz del sol, a través de la única ventana del gran cuarto.
Clarís parpadeó desde el suelo y todas
las cosas fueron a parar a la negru-
ra de su desmayo.
Chocaban entre sí mesas y sillas, cuadros de paisajes y
las flores
nauseabundas dentro de los floreros. Olor a gallina quemada salía
de los poros de las
paredes. Multiformes sábanas se elevaban desde todas las piezas. Iban por los
pasillos hasta el cuarto de espera. Entraban allí como personas conocidas por las internadas. Con largos
pliegues de tela abrazaban cuerpos, besaban bocas y lucían transparentes
colgadas sobre espaldas y
hombros. Un
fantasma se acercó a cada una y les puso una capucha en las cabezas. Sus ojos
brillaban en la oscuridad a través de dos grandes agujeros en los trapos.
Clarís miró aquella ceremonia con el espanto de quien ve el momento final planeado
y calculado por verdugos. Ellas portaban sendas cruces entre sus manos. La
rodearon y le cantaron una melodía vieja del Hades. La negra se durmió ante el
arrullo encantador de las brujas de Auschwitz. Pedazos de piel ennegrecida,
quemada por el fuego de las antorchas, saltaban a su pelo mota y se confundía
en aquella selva blanda y oscura. Pavor, temblor, lucidez y desesperación,
escupieron en flamas, recuerdos salvajes, antiguas memorias quebradas por el
dolor infligido por sus amas blancas, de ojos azules y mentes brillantes. Anduvo
sobre las llamas y se hizo carbón.
Al mediodía, cuando el sol quemaba los
guijarros del camino hacia el hospicio, Clarís colgaba de la rama gruesa y
lubricada de aceite de un eucaliptus ardiente. Abajo, las cruces se extendían
y los pajarracos buscaban los palos más altos del pueblo. Gritaban y cantaban
estrofas sin palabras, sin sentido, ni dirección. Los ángeles y las cosas
huyeron de los ojos de Clarís. El miedo dispersó las cuadras frías y las separó
con un abismo entre ellas. De soledad en soledad levantaron vuelo las angustias
de angostas alas para volver a caer entre las hojas de invierno. La luz de un
metal, o tal vez de la luna o de algún faro dando vueltas, iluminó la ruta del
viento sur que trajo el olor de la sal.
Hubo marejada. La brevedad y el
infinito se hamacaron, se odiaron sobre el aire caliente, en las ráfagas frías
de la tormenta de agosto, en el vuelo nocturno de una lechuza, en los remolinos
de las cenizas, los silencios y los abandonos figurados por Clarís. Bajo la
nebulosa de las olas, la arena enterraba y desenterraba cielos abiertos sobre
los muertos de la penúltima hora.
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