lunes, 6 de mayo de 2013

Penúltima hora, por Roberto Aguilar, mayo de 2012






                                                Penúltima hora


      Dio vueltas en círculos, después en semicírculos cada vez más pequeños.
Se mareó y se cayó.
      Esa  mañana de domingo, le habían dejado usar las bermudas azules y la
camisa naranja con la que había ingresado la primera vez al lugar santo. Las
alas y el delantal blanco los había dejado revolcados en sus camas como 
fantasmas heridos de muerte. Este clerical día estaba dedicado a la libertad
y a la visita de sus parientes o amigos. Pero nadie llegó.  Ella y sus compañeras, tan solas como ayer, como hoy y mañana. Sin embargo, sus risas se agolpaban en sus bocas cerradas y estallaban cuando abrían los ojos obnubila- dos por la claridad de la luz del sol, a través de la única ventana del gran  cuarto.
      Clarís parpadeó desde el suelo y todas las cosas fueron a parar a la negru-
ra de su desmayo. Chocaban entre sí mesas y sillas, cuadros de paisajes y
las flores nauseabundas dentro de los floreros. Olor a gallina quemada salía
de los poros de las paredes. Multiformes sábanas se elevaban desde todas las piezas. Iban por los pasillos hasta el cuarto de espera. Entraban allí como  personas conocidas por las internadas. Con largos pliegues de tela abrazaban cuerpos, besaban bocas y lucían transparentes colgadas sobre espaldas y
hombros. Un fantasma se acercó a cada una y les puso una capucha en las cabezas. Sus ojos brillaban en la oscuridad a través de dos grandes agujeros en los trapos. Clarís miró aquella ceremonia con el espanto de quien ve el momento final planeado y calculado por verdugos. Ellas portaban sendas cruces entre sus manos. La rodearon y le cantaron una melodía vieja del Hades. La negra se durmió ante el arrullo encantador de las brujas de Auschwitz. Pedazos de piel ennegrecida, quemada por el fuego de las antorchas, saltaban a su pelo mota y se confundía en aquella selva blanda y oscura. Pavor, temblor, lucidez y desesperación, escupieron en flamas, recuerdos salvajes, antiguas memorias quebradas por el dolor infligido por sus amas blancas, de ojos azules y mentes brillantes. Anduvo sobre las llamas y se hizo carbón.
       Al mediodía, cuando el sol quemaba los guijarros del camino hacia el hospicio, Clarís colgaba de la rama gruesa y lubricada de aceite de un eucaliptus ardiente. Abajo, las cruces se extendían y los pajarracos buscaban los palos más altos del pueblo. Gritaban y cantaban estrofas sin palabras, sin sentido, ni dirección. Los ángeles y las cosas huyeron de los ojos de Clarís. El miedo dispersó las cuadras frías y las separó con un abismo entre ellas. De soledad en soledad levantaron vuelo las angustias de angostas alas para volver a caer entre las hojas de invierno. La luz de un metal, o tal vez de la luna o de algún faro dando vueltas, iluminó la ruta del viento sur que trajo el olor de la sal.
        Hubo marejada. La brevedad y el infinito se hamacaron, se odiaron sobre el aire caliente, en las ráfagas frías de la tormenta de agosto, en el vuelo nocturno de una lechuza, en los remolinos de las cenizas, los silencios y los abandonos figurados por Clarís. Bajo la nebulosa de las olas, la arena enterraba y desenterraba cielos abiertos sobre los muertos de la penúltima hora.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario