jueves, 2 de mayo de 2013

La concertista, por Josefina Bravo, mayo de 2013



LA CONCERTISTA

El sol se había ido hacía rato, sin embargo, el cielo permanecía claro.
Los días de verano eran largos.
Hasta pasadas las nueve de la noche no oscurecía.
Las luces de la casa se encendían:
en la cocina, en el salón,
en algunas habitaciones.
                                                                     Luego,
          
   los faroles del jardín.

A la diez. En punto, habían sido citados los invitados. Faltaba más de una hora y toda la casa estaba revolucionada. En la cocina, Ramona -generosa de carnes pero ágil- hacía su trabajo a cuatro manos. Todas las hornallas encendidas. Una cacerola chiquita, dos grandes y una  mediana chillaban de fuego. Ramona revolvía, degustaba, condimentaba un poco más. En la gran mesa, en el centro de la cocina, una muchacha petisa y morena, enrollaba un pionono. Otra, petisa también pero un poco más delgada, con una cuchara, ponía relleno sobre la tapa de empanada, en su mano izquierda. Luego, le hacía el repulgue, la acomodaba en la gran asadera… y al horno.
Las domésticas seguían las instrucciones de Amelia. Lustraban los platos y los cubiertos antes de ponerlos a la mesa. Pasaban un papel con alcohol a las copas. Corrían una silla de acá. Levantaban un poco aquella cortina. Barrían, en la puerta se había juntado algo de tierra. Los candelabros de centro de mesa. Las servilletas dobladas por igual.
Todo listo.
Momento de prepararse para la cena.

Una señora, de largo, se daba aire con un abanico negro cerca de la puerta. La noche estaba fresca, mas adentro hacía calor. Tres hombres trajeados charlaban en el medio del salón. Una gran humareda envolvía sus caras de bigotes tupidos. Dos mujeres, a unos metros, cuchicheaban y reían detrás de sus abanicos. Una de ellas miraba con picardía al más alto de esos hombres. Un muchacho y una muchacha conversaban tímidamente. Ella con brazos hacia atrás, las manos enlazadas en la espalda. Él, con las manos en los bolsillos y los ojos chispeantes. Un niño y una niña, vestidos como adultos pero con ropa de miniatura, se acompañaban en el eterno aburrimiento. Cada vez que intentaban un juego, una señora mayor de rodete les chistaba y abría los ojos grandes. Y los niños volvían a sentarse y a mirarse los pies.
Después vino la comida y todos se sentaron. Las mozas, con grandes bandejas de empanadas criollas. Los platos brillaban. El murmullo disminuyó con las bocas llenas. Nuevas bandejas eran llevadas a las mesas con arrollados agridulces. Y luego, las carnes, las salsas, los panes, las verduras. Todo un festín.
Una vez terminada la cena, se apagaron las luces, sólo los candelabros permanecieron encendidos.
Los ojos se volvieron hacia el piano de cola, bellísimo.
Negro lustroso, de patas trabajadas al detalle. La tapa levantada para dejar salir acordes formados al sólo contacto de los dedos en las teclas. Una luz tenue lo alumbraba. Era música, aunque la concertista no estuviese tocando.
La concertista, cambiada para la ocasión, lucía su largo pelo rubio hasta la cintura. Camisola blanca, pollera negra de satén a la cintura, con caída en ondas deliciosas. Saludó y se sentó sobre la banqueta, dejó caer
sus hombros,
brazos,
antebrazos,
muñecas,
     manos
                        y dedos
                             al teclado.

Nacían y crecían los acordes en sus entrañas, se expandían en todas direcciones dentro de su cuerpo, llegaban a sus extremidades, hacían su camino hasta los dedos al teclado. Los dedos largos eran vientos que bailaban y se desdibujaban en la melodía. Su espalda se erguía y se doblaba, se acercaba y se alejaba. El cuello y la cabeza danzaban atravesados y seducidos por la música. El pelo rubio, larguísimo, ondeaba en la cintura trémula. Entonces, el majestuoso piano y la concertista eran un solo cuerpo, una sola alma, vibrante a cada nota, al unísono.
Un gato negro, del otro lado de la ventana, seguía el ritmo con un movimiento pendular en la cabeza. Los ojos amarillos quietos en el piano, en la concertista, en el cuerpo sonoro que formaban.
Los invitados estaban extasiados. La música expandía su aroma por el salón. Rodeaba los cuerpos, los adormecía, los arrullaba, los aturdía. Se metía por los orificios de la nariz, hasta los pulmones. Bombeaba desde el corazón, a través de las venas, mezclado con oxígeno. Sensibilizaba cada célula.
De repente,
el gato se quedaba quieto en la ventana, petrificado. Los músculos
contraídos, el pelo erizado hacia arriba.
Su aliento empañaba el vidrio
y su figura se desdibujaba en la oscuridad.
Sólo se veían dos líneas amarillas, paralelas, más quietas que nunca.
Adentro del salón, la música era un hilo      
tenso                entre los cuerpos.
Tiraba del cuello, dolía en la espalda, estrujaba el estómago.
Cortaba la respiración.
La concertista clavaba los dedos en las teclas, levantaba y sostenía, en silencio punzante. Volvía otra vez al teclado, se hundía en el sonido de las notas, para separarse -tajante- otra vez. Luego, más rápido. Más rígida, más rítmica, más investida por la música.
            Unos segundos después, el gato echaba la cabeza sobre sus patas delanteras. La mirada se ensanchaba, redonda y amarilla como la luna. La respiración gatuna se volvía rítmica, constante.
            Los invitados acomodaban el cuerpo en sus asientos. Movían los hombros, relajaban la espalda, suavizaban la respiración.
            La concertista se abandonaba en movimientos circulares. De la tapa abierta del piano, salían ondas sonoras calmas. El piano y la concertista vibraron con la última nota. Su sonido se prolongó, agudizándose hacia los extremos del salón.
            El gato negro giró la vista hacia el jardín y -despacio- se alejó, hasta desaparecer entre el rocío de esa noche de verano.
            El sonido se hizo finito  
la concertista se encorvó

hasta el silencio total.

            Rompieron
los aplausos. Se expandió sin forma el batir de palmas entre la multitud. La concertista se levantó y, con una mano sobre el piano, agachó la cabeza ante su público. El pelo rubio, larguísimo, se deslizó hacia adelante.
            Los hombres trajeados se levantaron en el aplauso. Las mujeres también. Sobre las mesas quedaron los abanicos, relegados. Los niños se acercaron a la pista para ver mejor. Se encendieron –nuevamente- las luces del salón. Las cocineras volvieron a su trabajo, se escabulleron detrás de la puerta a la cocina. Las mozas entraron con brillantes copas de champagne y los hombres acercaron su sed a la pista. Un disco comenzó a sonar como un canto olvidado. Los cuerpos se mecieron por el efecto del champagne.
            La concertista salió al jardín, detrás del gato negro. El rubio de su pelo destelló una vez con el reflejo de la luna, antes de  perderse en la oscuridad.

           

No hay comentarios:

Publicar un comentario