En una
fracción de segundo.
Coti es la nena que nunca quiere
bajarse del samba chiquito al costado de la calesita. Coti no tiene más de dos
años, dos y medio, cuando se ríe sentada en el samba. Le hace acordar a una
rodaja de sandía: verde brillante por fuera y con los asientos rojos. Llora a
gritos cuando la hacen bajar.
Al lado de las vías está la calesita
enorme y, en un rincón, el sambita y un caballo con una pistola pegada a la
cabeza para dispararle a los cowboys que asoman y caen en una caja enfrente.
Están justo del otro lado de la barrera que baja cuando pasa el tren y hace tlan
tlan tlan, como el botón de la campana de uno de los libros musicales de
Coti. De este lado de la barrera vive Coti con su papá y su mamá en una casa de
paredes amarillas con una heladera llena de stickers (redondos, enormes, regalo
de las cajas de cereales) y un televisor que perdió el control remoto.
Coti va a una calesita en la Plaza
Primero de Mayo, cerca de lo de su abuela, a la de la Plaza Colón en Mar del
Plata y a una en el Parque de los Niños y siempre agarra la sortija.
Mientras Coti y su papá miran a la
hija de Coti, Agus, girar, asomarse y perderse de vista subida a un cisne de
calesita, él le jura y recontrajura que los “señores de la sortija” nunca hacían
trampa: ella las agarraba siempre en serio.
Coti es la tercera o la cuarta en la
fila de chicos de primer grado, de segundo, de tercero, de séptimo. Tiene unas
pestañas larguísimas, apelmazadas, las cejas frondosas y unos ojos marrones
gigantes (pero siempre los lleva escondidos detrás de un flequillo recto de
pelo lacio y pesado). La gente la mira minuciosa, largamente por la calle.
Nunca es abanderada ni lee en un
acto ni le pega a la pelota de volley ni es la primera en terminar la tarea.
Pero siempre es la última sentada sobre los escalones fríos de la entrada de la
escuela (espera que su papá vaya a buscarla) y siempre la invitan a los
cumpleaños. Su mamá guarda una bolsa llena de autitos y carteritas idénticos de
un bazar de “todo por dos pesos” para que nunca vaya sin regalo.
Coti es la colita de caballo densa,
tupida, que asoma entre las camperas del perchero, al fondo del aula de
séptimo, mientras todos los chicos juegan a la botellita y se dan sus primeros
besos. Coti odia las horas libres en séptimo y a veces las aprovecha para ir
hasta el aula de cuarto y charlar con Norma, su señorita preferida. Ella
siempre le regala las galletitas de limón que se escondió en la cartera durante
el desayuno. Y Coti se las come sentada sobre el piso, entre el pizarrón y el
escritorio, mientras los de cuarto practican divisiones y la señorita Norma le
muestra cómo deben limarse las uñas. Coti no vuelve a ver limas como esa, de
metal, finitas, punteagudas (sobre las mesitas de luz de su mamá, sus tías, sus
abuelas son de cartones ásperos, de colores).
Un día Coti estrena su nuevo gancho
para el pelo (tiene forma de mariposa y es esmeralda transparente) y mete un
gol durante el partido de fútbol de la clase de Educación Física. Al parecer
ese gol hace ganar a su equipo, todos la abrazan y Axel (el preferido de la
profesora porque juega bien a todo y siempre gana) grita enojadísimo:
–¡Yo no juego más!
Esa misma tarde, después del
colegio, Coti va a la casa de Gabriel para hacer un trabajo en grupo sobre los
diaguitas. Ni bien los otros chicos salen a hacer fotocopias color para la
lámina, Gabriel le encaja un pico y ella piensa que va a usar el gancho de
mariposa todos los días para la buena suerte.
Constanza tiene veintiún años y
todavía no usa corpiño. Guarda en el fondo de un cajón los que le regala su
mamá, unos deportivos, elastizados, amorfos. Apenas intentan empujar la remera
dos piquitos débiles, dos montoncitos de piel amarronada y fruncida que todavía
no son pezones, todavía no son carne. Constanza tiene vergüenza de usar ropa
muy justa (eso no es problema porque todos los pedazos de tela le bailan).
Puede escuchar la voz de su abuela decirle a su mamá:
–Es tan menudita esa chica, no le
das de comer suficiente.
Pero Constanza siempre come y repite.
A Coti se le puede adivinar la forma
de los huesos bajo la piel. Su piel muy blanca, muy transparente se apoya –o
apenas roza– sobre el relieve débil de músculos. Coti es puro ojos y pestañas y
cejas. Los hombres la miran minuciosa, fugazmente por la calle. Y en una
fracción de segundo capturan lo que les basta y se complacen.
–Es falta de ejercicio físico– opina
su padre y la invita a correr con él alrededor del parque. A ella no le
interesa: prefiere dormir hasta tarde o quedarse en su cuarto infantil de
paredes rosas con la puerta cerrada. Correr con su papá también la avergüenza.
Coti tiene seis, diez, doce cuando
corre por el pasillo de su casa. Corre para ir de su cuarto al baño, del baño
al cuarto de sus papás, del cuarto de sus papás al living. Nunca mira hacia
atrás (donde seguramente corre el monstruo o el ladrón a punto de alcanzarla).
Su tía le contó que, cuando era
chica, debía esquivar el corral donde aleteaban las aves, saltar un cerco y
atravesar un campo interminable (amenazado por sombras de naranjos y
jacarandaes enormes) para llegar al baño. Y su tía chiquita saltaba en medio de
la siesta, corría en plena noche y hacía pis sacudida por el temblor de sus
piernas y los latidos de su corazón. No terminaba de tirar la cadena y ya echaba
a correr con la bombacha a medio subir para volver a la casa cuanto antes.
Coti se acuerda de su tía chiquita
al correr por el pasilllo, aunque su baño no queda afuera. Entonces no es la
única: otra nena va con ella, las rodillas bien altas, los vestiditos al vuelo
y juntas escapan de los jadeos que les pisan los talones y de las garras
resueltas a atraparles los tobillos.
A Constanza le gusta salir de noche. Con compañeros
históricos de la primaria o la secundaria, con algún conocido reciente del trabajo,
o sola. Pero no pasa dos días seguidos sin hacer su recorrido nocturno. Le
gusta ser parte de las calles saturadas de ritmo, cuerpos apretujados, gritos y
luces de todos colores; y también de las solitarias, mudas donde los únicos
despiertos son los taxistas, los vagabundos y los semáforos. Le gusta
encontrarse con sus personajes, hablarles bien cerca u observarlos de lejos.
Constanza
camina por las calles y siempre siente que va a encontrarse a alguien. Flashes
de miradas, rostros, voces, perfumes conocidos que tan rápido como aparecen, se
deforman y se extinguen. Desde el colectivo, aquella parece ser la misma barba.
O allá, sobre el banco de plaza, el mismo buzo con capucha. Y anoche, entre las
cabezas apiñadas contra la barra, los mismos rulos. Y ahí, de espaldas en aquella mesa contra la
ventana, las mismas manos.
Se le
puede cruzar la misma persona, una y otra vez, durante varios días en los
lugares más remotos de la ciudad. O todas las personas de su historia pueden
caber juntas en un minuto, mientras espera que cambie el semáforo.
Constanza
se pregunta si aquel que acaba de verla y cruzar el molinete del subte de un
salto no es un viejo amante; o si aquella, unos escalones más arriba, sobre la
escalera mecánica no es una chica de su clase de pintura evitando su mirada.
Constanza achica los ojos y se mueve de lugar para ver mejor. Entonces el
rastro familiar comienza a difuminarse entre otros completamente extraños hasta
perderse por completo en una cara, un cuerpo, un modo de andar desconocidos.
Ese instante tremendo (descubrirse cara a cara con un fantasma) la deja vacía.
O pasa lo
contrario: de la sombra amorfa de caminantes sobresale, de pronto, una mirada.
Y la mirada se pega a la de Constanza y no la suelta. Pero entonces la de ella tampoco
quiere desprenderse. Las dos se recorren las caras, los cuerpos, lo que llevan
puesto con persistencia canina, mientras la memoria se esfuerza por reconocer,
sigue minuciosa la estela débil que indica –asegura– que ya se encontraron
antes, en algún lugar. Débil pero clara. Esta marca es indeleble, resiste hasta
el final, hasta que direcciones opuestas o el tiempo contado arrancan las
miradas y las obligan a separarse para no volverse a encontrar, o a encontrarse
sin recordar.
esencial! jazmin te felicito, el muchacho q iba al taller de 4 a 5 el año pasado, Pablo
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