sábado, 4 de mayo de 2013

En una fracción de segundo, por Jazmín Cañete, mayo de 2013


En una fracción de segundo.



            Coti es la nena que nunca quiere bajarse del samba chiquito al costado de la calesita. Coti no tiene más de dos años, dos y medio, cuando se ríe sentada en el samba. Le hace acordar a una rodaja de sandía: verde brillante por fuera y con los asientos rojos. Llora a gritos cuando la hacen bajar.
            Al lado de las vías está la calesita enorme y, en un rincón, el sambita y un caballo con una pistola pegada a la cabeza para dispararle a los cowboys que asoman y caen en una caja enfrente. Están justo del otro lado de la barrera que baja cuando pasa el tren y hace tlan tlan tlan, como el botón de la campana de uno de los libros musicales de Coti. De este lado de la barrera vive Coti con su papá y su mamá en una casa de paredes amarillas con una heladera llena de stickers (redondos, enormes, regalo de las cajas de cereales) y un televisor que perdió el control remoto.
            Coti va a una calesita en la Plaza Primero de Mayo, cerca de lo de su abuela, a la de la Plaza Colón en Mar del Plata y a una en el Parque de los Niños y siempre agarra la sortija.
            Mientras Coti y su papá miran a la hija de Coti, Agus, girar, asomarse y perderse de vista subida a un cisne de calesita, él le jura y recontrajura que los “señores de la sortija” nunca hacían trampa: ella las agarraba siempre en serio.
            Coti es la tercera o la cuarta en la fila de chicos de primer grado, de segundo, de tercero, de séptimo. Tiene unas pestañas larguísimas, apelmazadas, las cejas frondosas y unos ojos marrones gigantes (pero siempre los lleva escondidos detrás de un flequillo recto de pelo lacio y pesado). La gente la mira minuciosa, largamente por la calle.
            Nunca es abanderada ni lee en un acto ni le pega a la pelota de volley ni es la primera en terminar la tarea. Pero siempre es la última sentada sobre los escalones fríos de la entrada de la escuela (espera que su papá vaya a buscarla) y siempre la invitan a los cumpleaños. Su mamá guarda una bolsa llena de autitos y carteritas idénticos de un bazar de “todo por dos pesos” para que nunca vaya sin regalo.
            Coti es la colita de caballo densa, tupida, que asoma entre las camperas del perchero, al fondo del aula de séptimo, mientras todos los chicos juegan a la botellita y se dan sus primeros besos. Coti odia las horas libres en séptimo y a veces las aprovecha para ir hasta el aula de cuarto y charlar con Norma, su señorita preferida. Ella siempre le regala las galletitas de limón que se escondió en la cartera durante el desayuno. Y Coti se las come sentada sobre el piso, entre el pizarrón y el escritorio, mientras los de cuarto practican divisiones y la señorita Norma le muestra cómo deben limarse las uñas. Coti no vuelve a ver limas como esa, de metal, finitas, punteagudas (sobre las mesitas de luz de su mamá, sus tías, sus abuelas son de cartones ásperos, de colores).
            Un día Coti estrena su nuevo gancho para el pelo (tiene forma de mariposa y es esmeralda transparente) y mete un gol durante el partido de fútbol de la clase de Educación Física. Al parecer ese gol hace ganar a su equipo, todos la abrazan y Axel (el preferido de la profesora porque juega bien a todo y siempre gana) grita enojadísimo:
            –¡Yo no juego más!
            Esa misma tarde, después del colegio, Coti va a la casa de Gabriel para hacer un trabajo en grupo sobre los diaguitas. Ni bien los otros chicos salen a hacer fotocopias color para la lámina, Gabriel le encaja un pico y ella piensa que va a usar el gancho de mariposa todos los días para la buena suerte.
            Constanza tiene veintiún años y todavía no usa corpiño. Guarda en el fondo de un cajón los que le regala su mamá, unos deportivos, elastizados, amorfos. Apenas intentan empujar la remera dos piquitos débiles, dos montoncitos de piel amarronada y fruncida que todavía no son pezones, todavía no son carne. Constanza tiene vergüenza de usar ropa muy justa (eso no es problema porque todos los pedazos de tela le bailan). Puede escuchar la voz de su abuela decirle a su mamá:
            –Es tan menudita esa chica, no le das de comer suficiente.
            Pero Constanza siempre come y repite.
            A Coti se le puede adivinar la forma de los huesos bajo la piel. Su piel muy blanca, muy transparente se apoya –o apenas roza– sobre el relieve débil de músculos. Coti es puro ojos y pestañas y cejas. Los hombres la miran minuciosa, fugazmente por la calle. Y en una fracción de segundo capturan lo que les basta y se complacen.
            –Es falta de ejercicio físico– opina su padre y la invita a correr con él alrededor del parque. A ella no le interesa: prefiere dormir hasta tarde o quedarse en su cuarto infantil de paredes rosas con la puerta cerrada. Correr con su papá también la avergüenza.
            Coti tiene seis, diez, doce cuando corre por el pasillo de su casa. Corre para ir de su cuarto al baño, del baño al cuarto de sus papás, del cuarto de sus papás al living. Nunca mira hacia atrás (donde seguramente corre el monstruo o el ladrón a punto de alcanzarla).
            Su tía le contó que, cuando era chica, debía esquivar el corral donde aleteaban las aves, saltar un cerco y atravesar un campo interminable (amenazado por sombras de naranjos y jacarandaes enormes) para llegar al baño. Y su tía chiquita saltaba en medio de la siesta, corría en plena noche y hacía pis sacudida por el temblor de sus piernas y los latidos de su corazón. No terminaba de tirar la cadena y ya echaba a correr con la bombacha a medio subir para volver a la casa cuanto antes.
            Coti se acuerda de su tía chiquita al correr por el pasilllo, aunque su baño no queda afuera. Entonces no es la única: otra nena va con ella, las rodillas bien altas, los vestiditos al vuelo y juntas escapan de los jadeos que les pisan los talones y de las garras resueltas a atraparles los tobillos.
            A Constanza le gusta salir de noche. Con compañeros históricos de la primaria o la secundaria, con algún conocido reciente del trabajo, o sola. Pero no pasa dos días seguidos sin hacer su recorrido nocturno. Le gusta ser parte de las calles saturadas de ritmo, cuerpos apretujados, gritos y luces de todos colores; y también de las solitarias, mudas donde los únicos despiertos son los taxistas, los vagabundos y los semáforos. Le gusta encontrarse con sus personajes, hablarles bien cerca u observarlos de lejos.
            Constanza camina por las calles y siempre siente que va a encontrarse a alguien. Flashes de miradas, rostros, voces, perfumes conocidos que tan rápido como aparecen, se deforman y se extinguen. Desde el colectivo, aquella parece ser la misma barba. O allá, sobre el banco de plaza, el mismo buzo con capucha. Y anoche, entre las cabezas apiñadas contra la barra, los mismos rulos. Y  ahí, de espaldas en aquella mesa contra la ventana, las mismas manos.
            Se le puede cruzar la misma persona, una y otra vez, durante varios días en los lugares más remotos de la ciudad. O todas las personas de su historia pueden caber juntas en un minuto, mientras espera que cambie el semáforo.
            Constanza se pregunta si aquel que acaba de verla y cruzar el molinete del subte de un salto no es un viejo amante; o si aquella, unos escalones más arriba, sobre la escalera mecánica no es una chica de su clase de pintura evitando su mirada. Constanza achica los ojos y se mueve de lugar para ver mejor. Entonces el rastro familiar comienza a difuminarse entre otros completamente extraños hasta perderse por completo en una cara, un cuerpo, un modo de andar desconocidos. Ese instante tremendo (descubrirse cara a cara con un fantasma) la deja vacía.
            O pasa lo contrario: de la sombra amorfa de caminantes sobresale, de pronto, una mirada. Y la mirada se pega a la de Constanza y no la suelta. Pero entonces la de ella tampoco quiere desprenderse. Las dos se recorren las caras, los cuerpos, lo que llevan puesto con persistencia canina, mientras la memoria se esfuerza por reconocer, sigue minuciosa la estela débil que indica –asegura– que ya se encontraron antes, en algún lugar. Débil pero clara. Esta marca es indeleble, resiste hasta el final, hasta que direcciones opuestas o el tiempo contado arrancan las miradas y las obligan a separarse para no volverse a encontrar, o a encontrarse sin recordar. 

1 comentario:

  1. esencial! jazmin te felicito, el muchacho q iba al taller de 4 a 5 el año pasado, Pablo

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