Pecho
Colorado
Arenal gris
piedra. Duros matorrales amarillentos. Los de cerros azules, a distancia
fantasmal, rodean el desierto y sostienen al cielo que aplasta la tierra y no
deja crecer nada verde, nada húmedo. Sólo prospera la maleza, insectos y
animales de rapiña en la pequeña banda entre el cielo y la tierra miserable.
Un tajo de
asfalto rectifica lo amorfo. Su línea recta, custodiada por los palos de luz
eléctrica, pone el contraste al caos.
La tierra
arenosa arde inmóvil. Un reguero de plumas blancas cae lento por la ruta. Marca
el paso del auto que las libera y, presas de gravedad, caen en el lugar, el
viento no tiene fuerzas ni para correr a
una sola.
Un Siam Di Tella
celeste cielo triste cacarea pesado y lento. Atrás, el sonajero de las jaulas
con gallinas golpea a unas con otras. Su
escándalo se absorbe en el abismo del lugar.
El sol, una
antorcha en el cenit, quema el brazo izquierdo del conductor con camisa azul,
las mangas cortadas desde el hombro. El resplandor y el fuego trabajan sobre el
brazo para dejarlo como al desierto. Su brazo se dora sin pausa, la piel se
reseca y los vellos azuzados por el viento a la velocidad del vehículo
completan la maqueta con los matorrales. Sólo se salva la piel debajo de la
franja inquebrantable del reloj.
El otro brazo
hurga en el dial alguna estación de radio, acomoda los anteojos de marcos
gruesos y marrones y seca el sudor que,
desde la frente, irrita los ojos.
Queda quieta
sobre la falda sólo unos segundos.
Se aburren.
Las manos se
aburren.
Se turnan con el
volante, golpean torpes el techo al ritmo de la música, tapan los bostezos
crónicos, juegan con la palanca de cambio, acomodan los espejos, aventan la
camisa empapada y peinan los pelos
canosos.
-Ese
pajarillo…verde col…- canta desde
que salió del campo y se corrige:
-...pecho
colorao´…-
El sol se trancó
en lo alto y no cede.
La cinta
asfáltica tironeada por carteles abre en dos y se aleja entre ellos. Intentan
huir del gobierno dictador del sol.
-¿A la derecha o
a la izquierda?- Se pregunta ante los carteles implacables.
-Al camino le
faltan varias sillas- Entendió, cuando preguntó en la estación de servicio a
otro viejo que le dijo “Millas”.
-Está loco este
viejo- se dijo y continuó sin quitarse la duda.
- Ese
pajarillo…verde col…-
-¡Cuál es el
camino para llegar a ese maldito pueblo!
Se persigna por
lo de “maldito”. Y mira el rosario colgado del espejito con el Cristo que
también traspira.
Elige el camino
de la derecha, promete menos distancia para salir de esta nada.
El auto no da
más y tose a tono con el conductor.
Él escupe por la
ventanilla y el auto escupe aceite por el carter.
La promesa de
otra estación de servicio se rompe por abandono. Se parece a los animales
muertos al costado de la ruta. El alquitrán se derrite y alarga aun más la ruta
inacabable.
-Ese
pajarillo…verde col…. Ese
pajarillo…verde col…. Ese pajarillo…verde col….- repite y
repite su mente sin pausa.
La señal suelta
la antena y la radio sólo capta el ruido blanco.
El calor termina
por secarle la vida a las gallinas y ahora va de frente contra el conductor. Es
un camión de fuego, viene de frente a toda marcha.
El auto parece
parado de tanta distancia a recorrer. No da más, sigue por viejo testarudo.
Porque estos autos no se quedan. Dicen. Estos autos estaban bien hechos. Dicen.
Los hacían con una chapa así. Muestran. Son nobles. Afirman.
El conductor
detiene el auto y carga nafta con un bidón de repuesto. Se lamenta por las
gallinas pero no llora; son gallinas, dice para sí.
De vuelta en la
ruta, el sonido del motor es más ronco, espeso, sin el vigor ágil de la salida.
Sigue su marcha, es un soldado herido de muerte, cuando caiga no se levantará
más.
El sol se
perfila de frente y en picada. El conductor sigue adelante movido por
alucinaciones. Sonríe al imaginar una cama del hotel, una bañera llena con agua
fría y el ventilador prendido toda la noche.
Las sombras
superan en tamaño a los arbustos. Crecen sobre el arenal gris plomo, gris
cemento hasta que la noche se los traga junto
a los cerros. Negro cielo y tierra. Los ojos afiebrados del Siam son
menos que luciérnagas en el abismo de la oscuridad. La frescura de la noche
revive algún cacareo de las gallinas desplumadas.
El resplandor de un pueblo inminente es un ángel
verde prendido de la última luz rojiza del horizonte
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