EL CIELO EN CUATRO
Abrí la
puerta y vos ya estabas sobre mi colchón, cebándote un
mate. Sin dejar de mirar la espuma que subía por la yerba, sonreíste.
No vi
bolsos: venías por pocos días. Estuvimos abrazados un buen rato.
El tiempo
se movía denso, con dificultad.
Hacía
mucho frío y,, como siempre, no teníamos fuerza para dejar la cama. Jugamos a
la generala sobre nuestras piernas, los dados en
un equilibrio inestable sobre los pliegues de la frazada escocesa.
Inventábamos los resultados.
Memorizamos
las manchas en la pared enfrente: la suciedad de roces y de un cuadro colgado por mucho tiempo. Los huequitos de pintura
caída al sacar clavos y pedacitos de cinta scotch. Después, me quedé dormida.
Caminaba
por la calle y miré para arriba. Sobre la marquesina luminosa de una joyería en
Once, dos hombres sostenían una heladera, uno de cada punta. Entonces vi delante de mí las dos líneas de
elástico tirante que cortaban el cielo en tres. Iban de la heladera al poste de luz cerca del cordón, donde
esperaban otros dos hombres también con la mirada hacia arriba.
La
heladera empezó a deslizarse elástico abajo en una diagonal perfecta hacia los
que esperaban con una mano sobre el palo y la otra sobre la cintura. Mientras
iba bajando, rebotaba con
imperceptibles tropezoncitos sobre los elásticos.
Empecé a
caminar otra vez, dejaba atrás el tobogán asesino, sin
mirar cómo la atajaban.
El hombre
de la gorra blanca desgarra el pedazo de pan que sostuvo durante un rato largo
con su mano libre. La otra, atrás de la cintura. Sus piernas separadas se
clavan fijas sobre la tierra. Las alpargatas apuntan una para cada lado,
como los pies de una bailarina. No se da cuenta, hace varios
minutos lo estoy mirando.
Sigue
inmóvil, salvo por los músculos de la cara que se esfuerzan para destrozar el
pan chicloso, mientras mira un punto fijo más allá del horizonte. Puede verse
su piel curtida por el sol bajo las mangas de la camisa y las bermudas caqui.
Pasta y
mira perdido. Entonces yo también miro a un lado y al otro de la calma e
intento dejar de contar el tiempo. Aunque no vi de dónde salió ni sé qué hará
después, me imagino su vida sin aristas. Gomosa y eterna como su pan.
Creo que
un poco me gusta. Porque es de él, en cambio yo, ni bien termine mi cigarrillo,
vuelvo a subirme al micro y sigo viaje.
Era de
noche y un camión cargaba unos volquetes vacíos. Tres, uno adentro del otro. Unos eslabones del tamaño de mi cabeza
enganchaban al de más abajo por las agarraderas de los costados,
que en ese momento empezaron a tener sentido.
Nadie en
el lugar del conductor maniobrando palancas.
Cada tanto,
pasaba un auto por la calle donde solo yo escuchaba los tremendos rugidos del
motor acompañados por las luces prendidas, apagadas, prendidas, apagadas, a los
costados del camión.
Los tres se bamboleaban pesados para un lado y para el
otro, en una hamaca ignorada por la calle Corrientes.
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