viernes, 28 de diciembre de 2012

Nuevo texto de Jazmín Cañete, diciembre de 2012


EL CIELO EN CUATRO


            Abrí la puerta y vos ya estabas sobre mi colchón, cebándote un mate. Sin dejar de mirar la espuma que subía por la yerba, sonreíste.
            No vi bolsos: venías por pocos días. Estuvimos abrazados un buen rato.
            El tiempo se movía denso, con dificultad.
            Hacía mucho frío y,, como siempre, no teníamos fuerza para dejar la cama. Jugamos a la generala sobre nuestras piernas, los dados en un equilibrio inestable sobre los pliegues de la frazada escocesa. Inventábamos los resultados.
            Memorizamos las manchas en la pared enfrente: la suciedad de roces y de un cuadro  colgado por mucho tiempo. Los huequitos de pintura caída al sacar clavos y pedacitos de cinta scotch. Después, me quedé dormida.
           

            Caminaba por la calle y miré para arriba. Sobre la marquesina luminosa de una joyería en Once, dos hombres sostenían una heladera, uno de cada punta. Entonces vi delante de mí las dos líneas de elástico tirante que cortaban el cielo en tres. Iban de la heladera al poste de luz cerca del cordón, donde esperaban otros dos hombres también con la mirada hacia arriba.
            La heladera empezó a deslizarse elástico abajo en una diagonal perfecta hacia los que esperaban con una mano sobre el palo y la otra sobre la cintura. Mientras iba bajando, rebotaba con
imperceptibles tropezoncitos sobre los elásticos.
            Empecé a caminar otra vez, dejaba atrás el tobogán asesino, sin mirar cómo la atajaban.
           

            El hombre de la gorra blanca desgarra el pedazo de pan que sostuvo durante un rato largo con su mano libre. La otra, atrás de la cintura. Sus piernas separadas se clavan fijas sobre la tierra. Las alpargatas apuntan una para cada lado, como los pies de una bailarina. No se da cuenta, hace varios minutos lo estoy mirando.
            Sigue inmóvil, salvo por los músculos de la cara que se esfuerzan para destrozar el pan chicloso, mientras mira un punto fijo más allá del horizonte. Puede verse su piel curtida por el sol bajo las mangas de la camisa y las bermudas caqui.
            Pasta y mira perdido. Entonces yo también miro a un lado y al otro de la calma e intento dejar de contar el tiempo. Aunque no vi de dónde salió ni sé qué hará después, me imagino su vida sin aristas. Gomosa y eterna como su pan.
            Creo que un poco me gusta. Porque es de él, en cambio yo, ni bien termine mi cigarrillo, vuelvo a subirme al micro y sigo viaje.


            Era de noche y un camión cargaba unos volquetes vacíos. Tres, uno adentro del otro. Unos eslabones del tamaño de mi cabeza enganchaban al de más abajo por las agarraderas de los costados, que en ese momento empezaron a tener sentido.
            Nadie en el lugar del conductor maniobrando palancas.
            Cada tanto, pasaba un auto por la calle donde solo yo escuchaba los tremendos rugidos del motor acompañados por las luces prendidas, apagadas, prendidas, apagadas, a los costados del camión.
            Los tres  se bamboleaban pesados para un lado y para el otro, en una hamaca ignorada por la calle Corrientes.



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