martes, 4 de diciembre de 2012

Nuevo texto de Roberto Aguilar, diciembre 2012


                                        El estudiante indigente




       ‘Pasaron los años y mi vecino en apariencia  se civilizó un poco. No me encara de frente porque no nos hablamos, pero sí a mis inquilinos del fondo. Les advierte una semana antes (¡Qué educado!):
      ‘El sábado que viene voy a dar una fiesta toda la noche. Así que…te quería avisar’
      ‘Está bien, muy bien’ - Le sonrió José con cara de idiota y se fue.
      Esto pasó en la calle, mientras yo los escuchaba desde adentro de mis paredes de adobe y desde adentro también de mi odio profundo hacia ‘Carlitos’, por así llamarlo ya que no recuerdo su nombre y tampoco quiero hacerlo. Lo debería matar o mejor olvidarlo, así evito las cárceles y hospitales, ¿vieron? Sin embargo, esto ocurrió y me pareció intrascendente pero… Una noche es una noche y pasa rápido como mi esqueleto delgado con piel amarilla, carne anémica y mis ojos negros sobre unas ojeras parecidas a las de un vampiro. Así y todo, no tengas miedo. Los fantasmas un día desaparecen. ¿Te gusto?’



       ‘De vuelta de mi trabajo. No recuerdo si lunes o martes, un par de autos importados se estacionaron al lado de mi casa con frente de barro. Era gente que no conocía. Bien trajeada, perfumada y tomada de los brazos. Las pa- rejas  discutían con Carlitos los pormenores de la fiesta. Apenas el tarado me escuchó venir- por mi saludo a plena voz y por la ampulosidad de mis  manos en el aire hacia al encargado de la YPF de la esquina- se metió en su casa de tejas rojas y jardín en el frente. Lo siguieron sus invitados, sin entender .  ¿Me tenía miedo o rabia? ¡Qué sé yo! Lo cómico fue que yo tam- bién sentí temor. No sé por qué. Lo que sí recuerdo es que entré en mi casa precaria tan rápido como pude.’



      ‘El miércoles, cuando el sol arrastraba a todas los autos, colectivos y taxis al fuego más intenso, corrí y crucé la calle para agarrar el 65. Llegaba tarde a todos lados: A la estación de trenes, a las calles de San Fernando, a la carnicería (no sé si les conté que no tengo heladera y compro mi comida todos los días. No me queda otra. El sol aprieta la calzada, las casas y pudre todas las cosas revestidas con carne. Entonces, ¡al buche con lo de un solo día!), al almacén, a la frutería y finalmente al trabajo, a donde me iría a esperar un compañero con cara de orto, porque  le llegaba diez minutos tarde. Apenas me saludaría y escondería todo su odio  en esa mano laxa, transpirada y extendida con el miedo de las bestias al dar el zarpazo de muerte a algún lechoncito de fin de año. Todo esto me iba a parecer injusto ya que él tendría que seguir en el trabajo por una hora más y no salir despedido a su casa como un pedo a punto de extinguirse ¡Entonces de qué carajo se quejaba! ¡Qué le costaba esperarme! En fin, compañeros así hay en todos lados. Así es mi rutina  ¡Amigos son los amigos! ¿No?’



       ‘El tema es que, de pronto, me empezó a preocupar el día sábado a la noche. Iba a ver mucha música cumbiera, gritos desaforados, brindis y cánticos de cumpleaños felices. Por supuesto esto no me iba a dejar dormir y en todo caso, si los ruidos llegaban a ser insoportables, me pondría unos tapo
nes en los oídos y chau. Este pensamiento comenzó, de golpe, con preocupación. Y, de golpe, se volvió intrascendente. Y más si al mirar por la ventanilla del 65: lo comparé con la animalada de un hombre cuando, en un segundo de furia, apaleó a su perro viejo. Lo llevaba de una correa y, como no quería cruzar la calle y lo ladraba, comenzó a darle con una vara que llevaba en una de sus manos. El perro le respondió con un tarascón en su pie izquierdo al mismo tiempo que el hijo de puta  le pegó un grito, que salió desde el fondo de su pecho rojo cubierto por una camisa cuadrillé del mismo color.
      ¡Perro de mierda!- Se escuchó en la bajada a un túnel. Luego fue un grito de desesperación del animal y después silencio, mucho silencio. En fin, el perro no es nada, mi vecino no es nada y ¿yo?, ni les cuento. Después el colectivo pasó la avenida debajo de los rieles del ferrocarril San Martín y retomó la calle sobre la superficie de asfalto.’  



       ‘El jueves a la madrugada, mientras hacía la comida y escuchaba desde
el silencio de mi pieza acomodada para un soltero, el diálogo a gritos de mi vecino con su esposa mayor de 65 años  (los dos, viejos chotos), comencé a pasar la vista a mi pieza  y a sentirme feliz por la enorme pila de libros, dvd y cd   para leer y escuchar. Pero los gritos me los tuve que comer igual. ¡Por esta pared pasa hasta el zumbido de un mosquito! ¿Pero quién puede maniatar mi silencio? ¿Ahogarlo hasta hacerlo escupir música villera y discusiones como las que oí?
      ‘¡Te dije que invitaras a Sebastián, a Magdalena y toda su familia! Ellos nunca lo hicieron con nosotros pero qué más da.
      ¡Cuántos más seamos mejor!
      ‘¡Te dije que no!’- Le respondió Carlitos.
      ‘¡Y yo te digo que sí!’
      ‘¡Te digo que no!’
      ‘¡Sacáte la bombacha!
      ¡No, mi amor!
      ¡En la cocina, no! Pueden oír nuestros vecinos’
      ‘Nuestro vecino, querrás decir. El hijo de puta se va a quedar solo por el resto de su vida. ¡Qué aprenda y sepa lo que es coger de verdad!
      ‘¡Ay, sí!  ¡cogéme! ¡cogéme! ¡Dame duro! ¡Dame duro!’
      Después de escuchar todo esto, sin acostumbrarme a esta situación, (¿Quién lo puede hacer?) saqué la última partitura  para piano de Beethoven,  tenía que estudiar para el lunes y me la puse a tocar con arreglos para el clarinete. Tenía examen y me faltaba mucho por aprender. De pronto los acordes mezclados a aquellos fingidos orgasmos, iban y venían y atravesaban las paredes de barro, el patio y las casas de material de mis inquilinos. Fue una verdadera orgía de sonidos en el silencio de la noche. Luego me eché una paja y me tiré a dormir.’
  


       Pero lo mío fue por una hora y media. ¡Sálvese quien pueda cuando lle-
gue el sábado a la noche!  Ah, por otro lado, ¿acaso no te conté que soy sumamente pobre y que gracias a un hermano -qué en paz descanse- estoy sobrellevando la ignominia de pagar esta miseria de vivir mal, a raíz de que me estafó en mis años de juventud, con dinero de la corrupción? Estaba en el narco y ahora tengo que aguantar a todas estas familias colombianas. Si no, capute. ¡Ay, de mí! ¡Pero qué digo! A fin de año me recibo. ¡Y voy a ser libre! ¡Libre! Como los do y los si en los cantos de los pájaros y entre los pupitres cuando dé mis lecciones a los chicos de una escuela secundaria. Me lo prometieron. Pero para eso tengo que rendir este final.  Entonces, de qué me quejo. El martes estaré con mis venas lubricadas por todos los momentos de cada rayo de sol y de luna. Mi alma se quebrará en un sollozo de placer al poder volar por entre las sábanas de todos los amantes de esta gran urbe y  dedicarles mis sonetos, mis obras más impúdicas escritas en el silencio de esta habitación. Y decirles: ¡Aquí estoy yo! ¡Maravilla de las maravillas! ¡Senos de los senos! ¡Música de la armoniosa curva del cuerpo de mujer, desde su cuello hasta la S de su empeine!



       ‘Es viernes. Estoy cansado. Para cualquiera el viernes es trágico y fe-
liz. Si pasa las últimas nueve horas de trabajo, será el más dichoso. Estará
a un paso de la libertad. Del amor de sus hijos, de su cama, de su esposa, de su jardín. Si no, morderá el smog, se arrastrará como un gusano hasta su casa, comerá aire y se abrazará a un sueño como la arena llena una concha
vacía.’ Todo esto lo pensaba mientras subía al tren camino al yugo de la semana. Sí, mi querida visita pulcra y anónima. A vos te digo. Ahora que te asemejas a un huracán de pedos que solo trae recuerdos para repartirlos por todos los barrios y casas de familia (¡me cago en todos ustedes!), te cuento: Subí al tren y apenas vi un asiento vacío me desplomé en él y cerré los ojos. ‘¡Qué raro’, me dije. ‘Nadie ocupó este lugar vacío y hay gente parada en los pasillos’. Abrí los ojos y allí estaba él en diagonal y frente a mí. Al lado, una señora de pelo corto y rubio con largo vestido floreado. Al parecer era su madre. Él iba vestido con una musculosa roja y pantalones de jeans. Tenía la cabeza rapada y rubia. Parecía un milico. Pero sendas cicatrices  iban y venían por su calva con cortos e hirsutos pelos sobre sus orejas,  bajaban por la frente hasta la cara seccionada por heridas viejas y lo delataban como un loco o un expresidiario. Y de los que llaman ‘pe-li-gro- so’, al juzgar por el sandwich que se metía de una vez en la boca y por sus ojos inquisidores, con odio asesino hacia todo lo que pasaba.
      Cuando lo miré me sonrió, me guiñó un ojo y besó a su madre en la boca como si hubiera sido su amante.
      ‘¡Pero, hijo! ¡Comportáte! ¡Ay, mi hijo!’Le dijo la vieja mientras lo apartaba tiernamente ‘¡Sí, mamá! ¡Y vos qué mirás! ¡Burguesa de mierda! ¡Ay, no!, ¡en público, no!’ Gesticulaba el loco con las mano en ademán muy femenino
      ‘¡Hipócrita! ¡Fack you!’- Le gritó el preso a una linda chica sobre el asiento verde al lado del pasillo. Se levantó y, antes de ir a saludar a unos músicos ambulantes cerca de las puertas, le estampó un segundo beso a su madre. Ella lo miró, lo contuvo y lo apaciguó con ternura cuando él se retiró con las palabras
      ‘amor, ya vuelvo’, entre sus labios.
      Al rato, regresó. Ya era tiempo de bajar. Tomó a su vieja del brazo y la acompañó como a una ciega por los pasillos del tren. Pero, ¡qué día voy a tener!  ¡No por el preso! ¡No! Sino por vos, mi querida visita de las revistas semanales’



       ‘Por fin es sábado. Estoy muy cansado. Agotado, quizás. Pero, gracias a los demonios del hambre de la semana, voy a descansar. Y qué digo. ¡Si está la famosa fiesta! Seguro, cuando dé vuelta a la esquina… ¡Sí! ¡Ahí están! con sillas blancas sobre los hombros. Son mujeres y hombres que van a preparar las mesas. ¿Qué hora es? ¿Ya? ¿Las ocho? Debo apurarme. Comer rápido el fiambre. Buscar los tapones y estudiar las partituras  en el silencio de mi cráneo. ¡Ay, no! ¿Pero dónde dejé los tapones? Ya empieza esa música del infierno. ¡Por todos los demonios del ruido! ¡No! ¡No! ¡No voy a poder rendir mi final! ¿y si me acuesto y después me levanto con la cabeza fresca para encontrar los tapones? ¿Pero dónde carajo los habré metido? ¡Qué linda cama! ¡Qué bien  me siento! ¡Dormiré sobre ella! Los ruidos atraviesan mi cerebro. Pero qué mierda me importa. Voy a despertar y…’
   
      … que tomó sedantes cuando despertó a la una de la madrugada, porque le dolía mucho la cabeza; que antes de caer en coma, se apuró a buscar los tapones pero encontró, en su lugar y debajo de la ropa interior en el placard de su pobre pieza, una vieja arma calibre 22. La llevó sin saber muy bien cómo usarla, entre el cinto de su pantalón. Salió afuera de su choza. Tocó el timbre de su vecino. Y al abrirle entró a los empujones, sacó el revólver y disparó con el miedo y las garras de un animal en sus manos, primero al hombre y luego a su mujer, quien cayó en forma inmediata a sus pies. Por la cantidad de pastillas conusmidas, el estudiante de música también cayó, pero no en el suelo, sino sobre el cuerpo de la vieja muerta a la que le propinó sendos besos en la boca y le mordió el cuello antes de desmayarse. Ahora el muchacho, después de pasar un mes en el hospital Durand, está cumpliendo prisión perpetua en la cárcel de Catán. Él piensa que en quince años va a salir por buena conducta. Que fue un momento de locura. Por eso pidió que los vecinos   de Chacarita y Villa Crespo lo perdonen. En  nuestra pró
xima semana, irá la segunda historia de este desquiciado, joven y pobre asesino de uno de los partidos más populosos de nuestra urbe. Él nos contará  acerca de sus proyectos para el futuro cuando termine de cumplir su condena Paciencia, amigos.
                                           Beatriz Guido
                           Columnista de la revista ‘Semana Insólita’              
 






        


  

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