Sin
factura
-Andá a comprar facturas. – su madre, desde su cama,
tendida, desarropada por el calor, amanecida con alegría.
-No, mamá. Tengo sueño. – la nena, casi convencida, desde
su cuarto, en la cama, cómoda. Sin ganas de levantarse, con sus once años, sin
ansias de caminar dos cuadras. ¿Cómo iba a pedirle a la panadera la media
docena? Era tímida y no quería hacerlo ella otra vez.
-Dale, andá. –Insistió la madre.
-No. Ayer lavé los platos y los sequé. Siempre limpio la
casa. ¡Hasta el baño limpié en profundidad! – Delia, yaa convencida, no
cumpliría el capricho de su madre. Las facturas no eran tan importantes, mejor
descansar, era una mañana de sol hermosa para hacer lo que yo quiera mamá.
La madre, cansada, un poco dormida, se estiró, apoyó los
pies contra el piso, se calzó y se dirigió al cuarto vecino. Le dijo a Delia:
-Dejame un lugarcito en la cama.
-Bueno. - la hija, contenta por alargar el remoloneo.
Delia se acomodó al lado de su madre, quien la protegíó
con un suave abrazo.
Algo rompió con la alegría. Un golpe seco, extraño,
violento, horrible: las ventanas se abrieron bruscamente, aterradoramente, en
de un sonido estrepitoso.
Ambas saltaron y se pusieron de pie. Era el ruido más
escandaloso jamás escuchado.
-Vamos, vestite, hay que bajar. – la madre.
-¿Qué pasa? – la hija, seriamente desconcertada.
-Cuando suceden estas cosas siempre hay que salir a la
calle.
Delia, perdida, se acercó a la habitación contigua: el
vidrio de las ventanas se desparramaba sobre la cama de su madre. La banderola se
había caído y todo el estallido se acomodaba dentro del cuarto. Delia pensó que
la madre podría haber muerto, pero casi no tuvo tiempo para detenerse en ese
pensamiento.
Delia bajó por las escaleras, atravesó el largo pasillo.
Y en la calle:
Vidrios sobre las veredas, llantos que rompían a la
gente, gritos. Fotos del horror en la en la memoria de Delia: escombros, espanto y
desesperación.
Un hombre ensangrentado decía:
-¡Perdí a mi mamá, no tengo más casa, no sé qué voy a
hacer!- El hombre agitaba su cabello ondulado, desesperaba contra un poste de
luz, ciego por la sangre y las lágrimas.
Delia sintió muy fuerte, más que tristeza. El estallido
volvía a estallar, una y otra vez, en su pecho, subía hasta sus ojos y le hacía
cerrar los puños contra las imágenes.
La madre de Delia, a los bomberos:
-¿Podemos hacer algo?
Delia miraba: de todas las direcciones, llegaba gente
para colaborar, para buscar entre los escombros a los muertos, heridos,
perdidos.
-Vamos a la casa. Haremos pizzas y mate para los
voluntarios. ¿Me ayudás?- la madre ya la había tomado del brazo y emprendía el
camino.
Era lo mínimo que podían hacer. Pasaron días, semanas,
meses.
Las fotos permanecen en el recuerdo de Delia: brazos
extendidos, entrelazado uno con otro, sacan: escombros, entregan heridos,
abrazan, consuelan. Las pizzas, el humo, los locales, casas deshechas; Delia
recuerda la exactitud de esos fragmentos de memoria desparramados por las
calles, su casa, su cama, la de su madre, el abrazo, el pedido de las facturas.
Ahora tiene veinte años. Todos los días cruza por esa
calle, donde quedan flores, tres cuadras de árboles plantados a lo largo de las
de veredas con el nombre de las víctimas.
Ferrite para los nombres, flores para los que nunca serán
olvidados sobre un largo tablón negro.
Delia, desde entonces, escucha todos los dieciocho de
julio por la mañana las voces desesperadas: hablan de lo que sucedió ese
mismo día, en mil novecientos noventa y cuatro.
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