Una Casa en la pradera
Una
mujer sentada sobre el verde inclinado intenta llegar a la loma para ver su
casa con la pintura solamente en su interior. A lo lejos, tan lejos como la
mirada permite mantener la puerta cerrada. Su tortura es mirarla, no se puede
mover, su cuerpo es parte de ese verde,
de esa tarde luminosa de calor.
Por
la quietud, se pensaría que un gran
pintor -un día, de paso- retrató la imagen. Laura respira, traspira, llora y ríe, pero no
pasa nada. El consuelo sólo es posible en esa casa, lejano refugio de recuerdos.
Pero la puerta está cerrada.
La
claridad se va con José, a caballo,
trata de dibujar el camino hacia su casa. Eso no inquieta a Laura. Nada la
inquieta, salvo esa lejanía donde se ha puesto a desear.
De
chica soñó su presente. No imaginó que ese sueño chocaría a cada paso con lo que
ella llamaba “la cebolla”. Decía: una
cebolla, cada noche, pierde una capa y llega a lo verde donde las lágrimas tornan
en pasado , pero….
Casada
joven, con un hombre fuerte de poca palabra, pensó su lugar lejos del ruido de
la gente. Todas las mañanas lleva a sus
hijos al colegio a través de la pradera.
L a vuelta siempre tiene una parada, una casa vecina donde visitar a una amiga
y poder distenderse un poco de la soledad tan buscada y odiada.
Su
marido es considerado un trabajador, se levanta a las 6 de la mañana y vuelve
a casa al mediodía, come y- por la noche- habla solamente lo
justo con Laura. Igual, la seduce en las tardes de calor, en la cocina, él no
le da tiempo: un fuerte apretón en su pelo la deja inmóvil, con miedo y lágrimas.
Pero el avance de Pedro todo lo transforma en un torbellino. Sobre el piso, sin
ropa, como un trapo, siente a su hombre apretarla hasta llegar al grito deseado.
Luego es la angustia: nada ha quedado de ese momento. Pedro sube sus pantalones, apreta su cinto y, con sombrero en la mano, abre la
puerta y se pierde hasta el anochecer.
Su
vida era igual a la mirada de niña cuando su madre sufría por el hombre amado y
odiado. Pero nunca supo el engaño, solo la fidelidad de la pasión guardada en
su retina. ( Mamá no permitía que las
capas de la cebolla se abrieran, eran pétalos peligrosos, ocultaban un color
que sus ojos no hubieran tolerado.)
Un
día, de vuelta del colegio, se sintió mal y prefirió ir a su casa a recostarse,
algo que no era habitual. Mientras miraba la casa desde lo alto, vio a Pedro entrar:
Era muy temprano para su vuelta, algo la
hizo desconfiar y, con un paso lento, intentó llegar a la casa. Él nunca le
había dado motivo para la desconfianza. Llegó
a la casa y, sin entrar, intentó mirar por la ventana. Parecía estar vacía.
Laura se quitó sus zapatos y entró sigilosa, sintió caminar y ruido en la parte
superior,
Quiso
subir, pero no.
Sin
razón, mira de costado, hacia la cocina, busca lo primero a su alcance para
acompañar su duda. Y aún no. (La cebolla
oculta algo).
Sube,
ahora sí, los ruidos se apoderan de sus oídos, los murmullos salen de su cuarto. Cerrada la puerta pero sin manija,
solo hace falta empujarla. (Guarda, cebolla, guarda tu secreto, no, ahora, no
ahora) Piensa, por un momento, irse (una cebolla no debe perder sus capas de
esta manera, no, no, no), llega a la escalera, ya baja, gira su cuerpo con los
dientes apretados y se tira contra la puerta.
Entonces, solo sus ojos. No más furia ni murmullo en
sus oídos. Baja la escalera. En el último escalón cre verla, sus capas
desenvueltas dejan ver el corazón de una cebolla más antigua que niguna. Pero
sigue hasta la puerta. A los tumbos. Cierra con llave y se va.
Una
mujer sentada sobre el verde inclinado intenta llegar a la loma para ver su
casa con la pintura solamente en su interior. A lo lejos, tan lejos como la
mirada permite mantener la puerta cerrada. Su tortura es mirarla, no se puede
mover, algo lleva a su cuerpo a ser parte de ese verde, de esa tarde luminosa
de calor.
Ese
día los chicos vuelven solos del colegio. Laura, desde la pradera, ve cómo la
puerta se abre. Después de un instante, los chicos corren sin dirección.
Los
chicos ese día vieron lo mismo que Laura.
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